J. G. Mesa: Iracundo

Iracundo. Libros Prohibidos

Preston se dirigió a la salida de la iglesia y pasó junto a un viejo caballero que, arrodillado, rezaba: «Perdóname, Señor, porque soy débil y cobarde». Chasqueó los labios, traspuso la puerta a grandes zancadas y enfiló las cuadras mientras se ajustaba el yelmo, sin perder un instante en ceñirse mejor la capa.

A unos treinta metros ya le llegó el olor de los excrementos y de la tierra removida por los cascos de las bestias. Vio a una docena de pajes que sacaban apresuradamente las monturas de los nobles. Estos esperaban bajo el alero de un silo de grano, cargados de armas, expectantes y nerviosos, gastándose bromas pesadas y golpeándose los petos mutuamente con aquellos guanteletes que podían abrir una brecha en la mejilla del más duro.

Los soldados que Preston había conocido también eran así antes de su primera escaramuza; él había sido así la primera vez. Un sargento podía llegar en ese punto y cortar la dinámica de risa histérica con un grito y una bofetada, pero aquellos eran nobles y no tenían sargentos. Se consideraban cazadores de dragones, como si todos sus campesinos, siervos, toda su herencia y sus recursos, y las armas de sus abuelos, estuviesen allí para que ellos completasen una gesta.

Preston no era como esos nobles. Había ganado su título de caballero expulsando a los esmirriados del bosque de Faunt. Había perdido una batalla contra un dragón, y a sus hombres. Y había tenido sargento.

En un lateral de las cuadras aguardaba el mozo de Preston, sujetando los mastines; llevaban un día sin comida por orden del amo y parecían a punto de morder cualquier cosa. El mozo sintió alivio cuando su señor cogió las correas de los perros y le ordenó ensillar su yegua. Los animales se rozaron contra las pantorrillas del caballero sin conseguir moverlo. Preston tuvo que sujetarlos con más fuerza cuando los alteró el bullicio de mercaderes que cruzaban la calle dando prisa a sus bueyes y enseres.

«Huyen da la ciudad», pensó; «tienen instinto».

Los nobles que aguardaban en el patio de armas no tenían nada de dicho instinto y, seguramente, ansiaban el momento de marchar a la montaña para combatir al dragón. Ni siquiera estaban pensando en el hierro, tan solo en la gloria.

El mozo salió de las caballerizas guiando a la yegua, oscura como tierra fértil. Preston lo despidió con una generosa propina, dado que no tenía fe en que volvieran a verse sino frente al Creador, y montó sobre Jineta para dirigirse donde los nobles. Arma y Castigo se cruzaban, revoltosos, tras las el paso de la yegua.

En el patio de armas había una docena de nobles blasonados, amparados por sus cuñados y sus yernos, que también montaban caballos de guerra, que también se habían costeado armas y servicio para la batalla. Reían, bebían, se impacientaban, como campesinos esperando en un prostíbulo. Ni siquiera Sir William, cuya hija seguramente estaba ya en la panza de la bestia, parecía preocupado. Al contrario, se mostraba orgulloso de que el secuestro de su hija hubiese movilizado todas aquellas lanzas.

¿Acudían por la dama o por el hierro de la montaña?

No sabían el motivo real por el que habían sido convocados allí, no conocían las motivaciones reales de aquellos que los superaban en poder e inteligencia. Eran dúctiles, predecibles, insensatos y, posiblemente, se pensaban inmortales; con toda seguridad, no aventaban una muerte próxima, amparados en el número y en el hierro, al que no daban mayor importancia, como si creciese en los árboles, como si fuese algo que se pudiese dar por hecho, como las manos y las piernas.

No imaginaban cuál era el coste del metal.

Desde la torre del homenaje, el Rey sujetaba una pesada cortina con el dorso de la mano, prácticamente invisible teniendo el sol a la espalda del edificio.

«Él sí piensa en el peligro y en el hierro», meditó Preston, «está pensando en la guerra que sí tiene importancia, la que llegará cuando su hermano consiga reunir doscientos barcos para regresar a casa. De otro modo, detendría esta locura».

El Rey era un usurpador, título que no poseía tintes demasiado peyorativos si se tenía en cuenta que los nobles poseían el derecho de arrebatar las tierras de otro noble descuidado y los reyes de ocupar el trono de quien no supiera defenderlo. Cuando su hermano marchó más allá del mar para casarse y fortalecer los lazos con la gente de las islas, muy posiblemente lo hizo sabiendo que su trono sería ocupado. Aquello no revestía tanta importancia. El único día en que un Rey debía asegurarse de tener la corona sobre su cabeza era el día de su boda y el de su muerte o, de otro modo, sería una alta motivación para que contrincantes más osados pasasen a cuchillo a sus hijos.

Aquel hombre estaba pensando en el hierro de las montañas para fabricar lanzas con un corazón que resistiera, para comprar voluntades y ejércitos, para fabricar mejores defensas contra los asedios. A saber si su hermano había encontrado una isla donde el metal no estaba custodiado y podía recogerse como las bayas silvestres.

Preston pasó la mirada del Rey a las almenas, a los tenderetes de comida y de ropa, a los cobertizos, los almacenes y las despensas. Demasiada madera.

El Rey cometía el error de compararse con el dragón, pensando que el dragón defendería su montaña para que no se la arrebataran, como él defendía su trono desde el propio trono. «Pero tú no eres un dragón».

Preston sabía algo de dragones, porque había perdido una batalla con uno; y a sus hombres. Los nobles, cuando se percataron de que estaba entre ellos, fueron guardando silencio esperando que lanzara una arenga. Preston estaba convencido de que hasta el más temerario de todos ellos, incluso con armas y armadura, evacuaría sus mierdas con que uno solo de sus mastines se le arrojase encima. Y el dragón era un mastín del tamaño de una yunta de bueyes, que arrojaba tal ácido por las fauces que prendía la carne o la madera al contacto con el sol y que podía arrancar la techumbre de un hogar con un solo coletazo. Su piel era dura como la de un jabalí. Y era listo como un lobo.

Pero nadie teme a un lobo hasta que le muerde, a un jabalí hasta que rompe la lanza contra su piel, al ácido hasta que le llega el olor de la carne quemada, nadie. Ni siquiera Preston temía esas cosas antes de haberlas padecido; nadie de allí temía al dragón como había que temerlo, porque habían sido criados por leyendas, en una tierra donde las casas se ganaban y defendían por la espada, las esposas eran secuestradas durante una semana en el bosque y el hierro era algo que se daba por hecho.

No era gente de frontera.

Preston se ajustó el hacha de doble mango a la espalda. Comprobó las correas de su pesada lanza. Pidió perdón al Señor por saber tanto sobre lo que la experiencia le decía que haría la bestia y, aun así, guardar silencio; porque solo había una manera de ganar al dragón y era haberle sobrevivido para contemplar su obra y aprender de sus maneras.


La cueva era enorme, pero no estaba llena de tesoros ni de huesos. Regianak se mantenía sobre las cuatro patas, inclinado hacia delante, los sentidos concentrados en todo lo que viniese del valle, donde los hombres, sin duda, afilaban los tesoros de la Tierra para enfrentarse a él.

Obtusos como alimañas, habría incluso quien pensara que debían rescatar a una dama.

Lady Margaret, hija de Sir William, se apoyaba en la superficie musculosa de su pata trasera y acariciaba la escama blanda y negra. El dragón era como una escultura caliente que olía a hombre y a bestia y a metales.

Regianak se movió. Cada vez que se desplazaba era como un milagro oscuro que hacía que algo excitante creciese dentro la doncella. Acariciarlo era como acariciar a la muerte. Olerlo era como oler al diablo. Oírlo era como oír hablar a Dios.

—No has de temer —dijo Regianak. La miró por encima de sus alas encogidas—. Acabará pronto.

—Vámonos a otra montaña —suplicó ella.

Regianak tomó aire en busca de paciencia y terminó de volverse hacia la dama.

—Nuestras eran las montañas y de los hombres los valles —dijo—. Así estaba establecido hasta que los tuyos comenzaron a olvidarse, debido a sus cortas vidas. Pero no nosotros. —Regianak apartó la mirada y movió el largo cuello, majestuosamente, mostrando la cueva—. Esta es mi montaña. Y todas las montañas importan.

—¿Por qué? —insistió ella—. ¿Por qué importan todas?

—¡Porque el hombre no debe poseer sus dones! —dijo con tanta convicción que la misma cueva sufrió un temblor grave e iracundo. Después, el dragón suavizó su tono y volvió a agachar la cabeza—. Porque el hombre es capaz de decir que una hija a la que desprecia ha sido raptada, para así ganar el favor de un Rey que no quiere justicia, sino hierro, para seguir en un trono que pertenece legítimamente a su hermano.

La doncella no entendió todo el significado de sus palabras, pero sí entendió que su decisión era inamovible.

—Quizá te maten —dijo.

—Quizá —respondió el dragón.

—Entonces, quiero que me devores —suplicó lady Margaret—. Te amo desde la primera vez que sentí que podías devorarme y en el valle solo me espera tristeza.

El dragón no emitió respuesta en ese momento. Alzó la cabeza y estudió la convicción de la dama. Meditó todas las opciones en un segundo y estudió su propio corazón. Lady Margaret era demasiado buena para aquellos hombres y aquel valle. Solo se permitía la guía de su instinto y ese instinto la había llevado hasta él. Una mariposa sobre el hocico de un zorro. Solo un ser tan excepcional como Lady Margaret podía enamorarse de un río de lava, de un pozo que cruzase el mundo, de una ola asesina o de un dragón.

Ante su pureza, no cabía más que presentar respeto. El dragón dijo:

—Sea.

Atacó con rapidez y con amor, y se volvió hacia la entrada de la cueva. Se dejó caer hacia los cielos dejando en el suelo un reguero cálido y valiente.


Preston divisó al dragón nada más se separó de la montaña, a muchos kilómetros de aquel ejército blasonado y fanfarrón formado por unos cien hombres. El terreno era abrupto, el lecho de un río que se había quedado seco pocas generaciones atrás y que aún mostraba altibajos e incluso pequeños caminos dentro del gran camino, formados básicamente por la distancia que mediaba entre enormes rocas redondeadas de granito sobre las que crecía el musgo.

Fue poniendo distancia con el grupo desviándose hacia la derecha, al tiempo que ralentizaba el paso y se quedaba atrás. Pronto algún vigía daría el grito de alarma, se elevarían las lanzas y, si los cálculos del caballero no fallaban, volverían a apuntar al suelo, decepcionadas. Un dragón no gastaba el ácido en humanos si no era imprescindible, igual que un humano no se dedicaba a matar hormigas si podía encontrar el nido.

Otra lección le había dado la experiencia: no se puede matar a un dragón en campo abierto.

Preston acabó aprovechando un pequeño bosque de árboles jóvenes cuyos troncos estaban rodeados de arbustos densos y nutridos. Ató allí a Jineta, que no podía seguirlo adonde él iba, y se perdió de vista. Los mastines, obedientes, lo siguieron al trote.

Sería una carrera larga lastrada por el peso de las armas, pero, o mucho se equivocaba, o tendría tiempo de sobra para descansar.


El dragón había pasado sobre sus cabezas hacía un buen rato. Los nobles estaban confundidos, en cierto modo aliviados cuando vieron la importancia de su enemigo y cómo se alejaba de ellos. Algunos preguntaron por Preston, el experto en dragones, pero no pudieron encontrarlo. Algunos lo llamaron cobarde.

Luego alguien dijo que veía humo proveniente del castillo. No hubo que esperar a los mensajeros para entender la estrategia del dragón: los había atraído hacia la montaña con el único objetivo de que desatendiesen sus tierras; el secuestro de Lady Margaret había sido posiblemente un ardid. Ni siquiera Sir William antepuso la vida de su hija a los intereses de aquellos nobles en la ciudad. Cuando comenzó a galopar de regreso con el resto del ejército, no volvió la vista hacia la montaña ni una sola vez.

Galoparon desesperados para dar muerte al dragón y salvar a sus familias y sus posesiones, no necesariamente en este orden de importancia. Ninguno de ellos pensaba que la ciudad, a pesar de haberse quedado sin guarnición, pudiese estar ya destruida.

Concretamente, ninguno de ellos había visto jamás una ciudad destruida.

En el ocaso, tras horas de matanza, Regianak entró en la cueva realmente cansado. Se arrancó las flechas del lomo como un perro se muerde las garrapatas. Aún llevaba prendido en las alas el olor del incendio. La frontera entre el valle y la montaña, entre el hombre y el dragón, había retrocedido más de cien kilómetros, hasta la siguiente población habitada con capacidad para extraer hierro e interés en hacerlo. O hasta que el hermano del Rey usurpador volviese de más allá del mar con nueva esposa y nuevos hombres, ambiciones renovadas y necesidades renacidas.

En cualquier caso, había matado a un Rey y a muchas familias y soldados. De momento y por varios años, la frontera hacia el oeste había retrocedido, como había retrocedido la frontera hacia el sur no mucho tiempo atrás, cuando Regianak atacó a una caravana de canteros y leñadores escoltada por un pequeño regimiento de soldados y, posteriormente, se cernió sobre la colonia comercial de la que habían surgido.

Su montaña estaba a salvo.

Tuvo un momento para pensar en Lady Margaret. Quizá había hecho mal en devorarla, seducido por el espíritu puro de la muchacha que un día escaló hasta su cueva en busca del amor verdadero y, al mismo tiempo, esclavo de su propio instinto depredador. Quizá, como ser superior que era, debería haber…

Un nuevo olor le asaltó a los hocicos y le hizo ponerse en alerta.

Arma y Castigo salieron del fondo de la cueva, decididos y hambrientos. Saltaron a por sus patas y en busca de su cuello como si pudieran darle muerte. Regianak los tiró por tierra usando las zarpas. Se lanzó hacia delante, las alas encogidas para avanzar con rapidez y hacer presa en los lomos de los perros.

Entonces Preston salió desde su escondite. Atravesó el buche de la bestia con su lanza y la clavó en la dura tierra de la pared de la cueva. El dragón intentó gritar, enloquecido por el engaño que había prevalecido sobre su engaño, pero el bufido salió tanto por las fauces como por la herida y sonó a vapor de lava. Tiró hacia arriba a pesar del dolor, a punto de quebrar la lanza, pero esta era pesada y tenía el corazón de metal.

Vio con el ojo del flanco derecho al caballero mientras este se pasaba el hacha de doble mango a las manos y levantaba la hoja como si tuviese todo el tiempo del mundo.

Había un motivo por el que los dragones procuraban no dejar a nadie con vida; los humanos aprendían de las maneras de los dragones si sobrevivían para contemplar su obra: el arte de la matanza.

—Estate tranquilo; no vengo por el hierro —dijo Preston—. Ni por la dama.

El dragón volvió a tirar hacia arriba. Rompió la piel de la lanza y su corazón metálico, pero el hacha del caballero cayó contra su cabeza antes que pudiera liberarse y le cerró los ojos para siempre. Hubo un último estertor. Luego, el silencio.

El cuerpo oscuro de la bestia quedó inmóvil, como una estatua que hubiese formado parte de la montaña. Preston se acercó a su cabeza muerta y susurró:

—Vengo por mis hombres.

J. G. Mesa

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Foto: Zoltan Tasi. Unsplash