La vida sucia — Kristin Kimball

Título original: The Dirty Life: On Farming, Food, and Love
Idioma original: Inglés
Año: 2010
Editorial: Scribner
Género: Autobiografía
Valoración: Está bien
Kristin Kimball era una escritora freelance que sobrevivía como podía en Nueva York, llevando una vida de juerga, sexo esporádico y comida china a domicilio. Por aquel entonces, según ella misma se describe, se acostaba a las 4 de la mañana, vestía con zapatos de tacón y siempre llevaba bolso. Ahora, se levanta a las 4 de la mañana, viste con botacas Carhartt y siempre lleva una navaja. Se acabaron las noches de juerga, sexo esporádico y comida china a domicilio. ¿Qué ha cambiado en la vida de Kristin Kimball? Esto es lo que ella nos cuenta en esta autobiografía.
Su vida dio un giro radical cuando fue a una granja de productos orgánicos, ecológicos y de venta local, en algún lugar perdido de Estados Unidos, para hacer un reportaje periodístico. Ahí, conoció a Mark, un granjero un tanto zumbao del que se enamoró locamente casi ipso facto. Bueno, más bien ésa fue la reacción de Mark al conocerla a ella. Ella sintió, en cualquier caso, una fuerte atracción y, siguiendo algún impulso semi-suicida de su interior, decidió dejarlo todo e irse con ese hombre al que apenas conocía a fundar una granja ecológica. La impulsividad de su decisión le pesaría mucho, y en el libro nos cuenta cómo en más de una ocasión estuvo a punto de abandonar su nueva vida. Pero poco a poco se fue dando cuenta de que Mark realmente era el hombre de su vida y que quería seguir a su lado. En fin, una historia de amor como otra cualquiera. Pero este libro tiene la gracia de que nos cuenta, además, el primer año de su proyecto granjero.
Mark, tal y como nos lo describe Kimball, es un hombre un tanto excéntrico, que quiere huir del ciclo interminable de producción y consumo en el que está inmerso el primer mundo y que, desde su punto de vista (y seguramente, con razón), nos lleva a una disminución de la calidad de vida, a una degradación del medio ambiente y a una pérdida de la cultura rural. En palabras de Kimball:

Él trataba, en la medida de lo posible, de vivir fuera de la corriente de consumo que es la vida normal en América. Prefería que todo fuera de segunda mano, desde la ropa interior hasta los electrodomésticos. Mejor aún que de segunda mano era que algo fuera hecho a mano. Me solía contar sus sueños de hacer algún día sus propios cepillos de dientes con cerdas de jabalíes. Odiaba el plástico, y no podía soportar la idea de añadir más plástico al mundo. Odiaba el desperdicio. Cuando nos conocimos tenía una gran pelota de su propio hilo dental usado que guardaba, decía vagamente, porque era útil. Cuando le presionaba para que especificase, decía que a lo mejor lo necesitaría algún día para coser algún agujero en sus pantalones.

Imaginaos, ¡una bola de hilo dental usado! ¡Con trocitos de paluegos resecos! En fin, creo que os hacéis una idea de su nivel de excentricidad. El caso es que el tipo este tenía la idea de fundar una granja orgánica a lo grande. Que produjera todos los productos de consumo que se puedan producir en una granja, desde harina, huevos y carne hasta queso y sirope de arce, pasando por decenas de tipos de fruta y verdura distintos. Y que los vendiera, de forma local, a un grupo de miembros que pasasen una vez por semana a recoger su mercancía. Y se fue, el muy colgao, con una Carrie Bradshaw de la vida real, a llevar a cabo el sueño de su vida. Y lo más loco de todo es que, contra todo pronóstico, funcionó.
Aquí Kimball y Mark, con un sombrero hecho de bastoncillos para las orejas.
Kimball nos va a contar todas las peripecias, desgracias y pequeños triunfos que vivieron en el primer año de su proyecto juntos. La idea que querían llevar a cabo era tan descabellada que todos sus vecinos granjeros les decían que sin duda fracasarían. Y, desde luego, estuvieron muy cerca. Pero con mucho, mucho, muchísimo trabajo, salieron adelante. Y la historia resultante es muy divertida, enternecedora, a ratos triste y desesperante, pero también llena de esperanza para todos aquellos que, como yo, piensan que este mundo loco capitalista está abocado a su propia destrucción. Kimball nos va a mostrar los entresijos de un mundo que nos es completamente desconocido, a pesar de que todos nuestros antepasados sobrevivieron gracias a él. Nos va a enseñar que llevar una granja es más noble, mucho más difícil e infinitamente más gratificante que cualquier trabajo de la gran ciudad. Nos va a dar ganas de mancharnos las manos de barro, de aprender a ordeñar una vaca, de probar fruta y verdura recién cogida del campo.

Es cierto que el libro está bastante lleno de frases tipo «esfronció el cubártilo con el muéscalo de rapurto, para poder cercatar el polastro de la barrema», que dificultan un poco su lectura. Y también que las reflexiones de Kimball a veces son un poco extrañas (dice que, al contrario de aquellos que desean la paz mundial o el fin de la pobreza, ella desearía que toda mujer tuviera de amante alguna vez a un hombre tan rústico como su Mark), o brillan por su ausencia (después de 11 años de ser vegetariana, no duda en comer la salchicha que Mark le ofrece según se conocen -no, no es una metáfora-, ni en matar a los animales que haga falta). Pero el libro en su conjunto es un relato fascinante y muy divertido. Si os interesa conocer de verdad cómo funciona el mundo de las granjas ecológicas, os recomiendo que os lo leáis. O mejor aún, os recomiendo que vayáis un verano a trabajar de voluntarios a su granja.