Ray Loriga: Tokio ya no nos quiere

Año: 1999
Editorial: Alfaguara
Género: Libro de viajes
Valoración: Está bien

Un hombre en un hotel en el desierto de Arizona se mete en la piscina y, cuando sale por el otro extremo, mira la piscina y piensa que le gustaría darse un chapuzón, olvidándose de que acaba de hacerlo. Ese mismo hombre, con la ropa empapada en sudor por el bochorno vietnamita, se mete en la cama con un muchacho sin apenas vello en el cuerpo. En la frase siguiente, ese momento se confunde también en el olvido. Piensa que ese chico sin vello en el cuerpo debe de estar en su cama por una buena razón.

Sabemos poco de ese hombre: sabemos que vende erosión de memoria, una droga legal que ayuda a olvidar recuerdos dolorosos, sabemos que él mismo es adicto a esa droga y, de hecho, a cualquier droga que pase por sus manos, y que por eso apenas recuerda nada y olvida lo que acaba de vivir, y que todo le pilla de nuevas menos una cosa, algo que es incapaz de olvidar: ella.

Ese recuerdo, resistente a las erosiones de memoria, le acompañará por una novela sin demasiada historia, que se aprovechará de la excusa del olvido para “olvidarse” de las cuentas pendientes con el lector. De ese modo, lo que hacemos durante gran parte de la trama es acompañar a ese protagonista sin nombre, sin recuerdos y, de hecho, sin mucho que contar, en su nostálgico naufragio de drogas, encuentros sexuales desapasionados y viajes por el mundo persiguiendo la evasión y huyendo de su propio pasado. Pero ¿qué pasado? Todo él se resume en la figura de esa mujer que el protagonista no puede olvidar y a la que a veces interpela, y en esos días que vivió en Tokio con ella, en un manojo de frases evocadoras que suenan muy bien y dicen muy poco.

Porque Tokio ya no nos quiere no cuenta mucho y, si te acercas a ella con la alegre intención de disfrutar de la trama, de ver cómo se resuelven los conflictos del protagonista, o de ver cómo el mismo evoluciona a partir de la experiencia vivida en sus páginas, te vas a llevar un gran chasco. Muchos de los resortes de los que se hace servir el autor para atrapar al lector acaban siendo tristes Mcguffins.

Como este libro se deja spoilear porque su gracia no radica en la trama, ahí van algunos ejemplos de esas trampas de las que hablo: un asesinato en el hotel en el que reside el protagonista y que no lleva a ningún lado, una sospecha sobre el protagonista que, sencillamente, acaba pasándose por alto; o un mensaje de un tal Krumper que va apareciendo a lo largo de la novela y que se resuelve con un final decepcionante y que no guarda relación alguna con el motor principal de la historia: el recuerdo de ella.

Y es que lo que hay en esta novela, sobre todo, es un ejercicio de estilo, y ese ejercicio se resuelve, eso sí, con un éxito notable: Ray Loriga parece empeñado en hacer una traducción en palabras de la experiencia lisérgica, y perla el relato, explicado en presente (cómo no, si no recuerda el pasado), de imágenes aleatorias con una gran fuerza poética, de frases que nos hablan del desconcierto, la pena y a la vez la euforia del consumo de drogas, del sexo por el sexo y el constante desconcierto de no saber dónde se está. Y lo hace muy bien, todo hay que decirlo.

La excusa del olvido está muy bien traída para salvar algunos agujeros imperdonables en la trama y para justificar esos Mcguffins, esas trampas del argumento que van a parar, como casi todo lo que ocurre en Tokio ya no nos quiere, al limbo de las páginas pasadas.

Y claro, ¿compensa el estilo de Loriga sus trampas argumentales? Yo diría que sí, porque a fin de cuentas, la experiencia lectora ha sido agradable, por mucho que el final de la novela me haya dejado frío. Destacaría sobre todo que la voz del narrador, que es el propio protagonista, tiene el mérito de la oralidad y la melancolía, y regala frases implacables que, paradójicamente, son difíciles de olvidar:

En la ducha recibo la visita de una de las antiguas sacudidas. La cabeza golpea contra la mampara de cristal después de una desconexión momentánea. Afortunadamente no llego a caerme y enseguida recupero el mando y siento que la actividad neuronal se restablece como las luces de un árbol de navidad después de un parpadeo.
Repito en voz alta: Ayerr sedrá oommtro dííía, para darme cuenta de que aún tengo pequeños problemas con el habla. Lo digo seis o siete veces hasta conseguir una vocalización normal, no alterada.
Ayer será otro día.
Me quedo debajo del agua caliente hasta que se me pasa el susto y luego salgo de la ducha, busco un bote de mielodepresores, me tomo solo uno y me tumbo sobre la cama con los ojos cerrados hasta que la tensión producida por el episodio epiléptico incompleto desaparece.
Mi cabeza vuelve a ser incapaz de soportar toda la química que mi corazón necesita.

Ernesto R.P.

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