Díaz de Tuesta: Mariposas

Mariposas. Libros Prohibidos

Adela encontró el muro por pura casualidad.

Lo divisó a lo lejos, en su camino de vuelta al pueblo, cuando ya se hallaba cerca de la loma. Era media tarde y se suponía que todavía quedaban varias horas de luz, pero el cielo estaba tan cubierto de nubes que parecía ese momento justo antes de anochecer, cuando las sombras empezaban a cubrir el mundo.

No llovía, pero un rato antes, mientras buscaba sin éxito mariposas, se había visto sorprendida por una fuerte tormenta, así que Adela tenía la ropa empapada y el frío del otoño clavado en los huesos. Estaba deseando llegar a la pequeña pensión en la que se alojaba durante esas vacaciones, para tomar un baño y un café humeante.

Por eso había estado caminando la última hora a buen paso, con el cazamariposas al hombro. No pensaba detenerse hasta llegar al pueblo, pero al ver el muro, se quedó clavada en el sitio.

Esa piedra gris…

Qué curioso que no le hubiese llamado antes la atención, sobre todo porque, una vez se fijó en él, ya no pudo dejar de mirarlo. ¿Qué sería? Tenía todo el aspecto de pertenecer a un cementerio… No se divisaban cruces, ni signos religiosos del estilo, al menos desde ese lado, pero por encima de sus poco más de dos metros de altura pudo ver las copas estilizadas de varios cipreses.

Juraría que por la mañana había atravesado esa loma en concreto y no lo había visto. Qué extraño…

Arrastrada por un impulso, se apartó del camino y se dirigió hacia allí, mientras pensaba que lo sorprendente de verdad era que se sintiese tan sorprendida. Al fin y al cabo, solo era un triste muro. ¡Y qué poco apropiado tanto miedo sin fundamento en una profesora de Ciencias!

Pero ¿cómo evitarlo? Para ser tan anodino de aspecto, resultaba muy chocante. Daba la impresión de estar intentando formar parte del decorado del mundo, pero sin conseguirlo del todo. Como si se hubiese abierto hueco por la fuerza, violentando sin piedad las normas de la naturaleza con sus duras aristas, con su piedra sucia sin desbastar, con ese… ese algo que tanto la perturbaba.

En aquella escasa luz, lanzaba una sombra extraña que parecía manchar la hierba de las proximidades.

«En realidad no existe». El pensamiento surgió de pronto, con la fuerza de una revelación. Sintió un escalofrío. «Tonterías», se dijo, y trató de superar el miedo. Como buena científica, no era mujer que hiciese caso de aquella clase de absurdos. Estaba claro que aquel muro existía, igual que existía el cielo sobre su cabeza y el suelo firme bajo sus pies. Podía verlo e incluso pudo sentirlo cuando se aproximó para apoyar una mano en una de las piedras irregulares que lo conformaban.

Estaba fría, rugosa… existía.

—Bien —dijo en alto. Oír su voz la tranquilizó. ¡La de cosas que podía imaginar la mente cuando te encontrabas con un cementerio bajo unas nubes de tormenta! Riéndose de sí misma, empezó a caminar siguiendo la línea que marcaba la pared, de nuevo en dirección al pueblo. La brisa hizo ondear la hierba y jugó con las perneras de sus pantalones. También la red que llevaba en la mano serpenteó en absoluto silencio.

Entonces captó un movimiento por el rabillo del ojo, algo blanco que se agitaba por encima del muro. Un destello luminoso en medio de los colores apagados de la tarde.

Una mariposa.

Quizá, de haber sido cualquier otra persona, hubiera pasado de largo sin darle mayor importancia. Pero la profesora Adela Peña era una estudiosa de los lepidópteros y una coleccionista infatigable. Y, si no se equivocaba, estaba contemplando un ejemplar que no había visto nunca antes, jamás, ni siquiera mencionado de refilón en los libros de texto.

Sintiendo un conato de entusiasmo, se llevó los binoculares a los ojos y la examinó con cuidado. De hecho, ya ni recordaba sus miedos, demasiado ofuscada por la pura emoción del descubrimiento. No se atrevía a suponer que se hubiese topado con una nueva especie.

A pesar de la escasa luz, pudo distinguirla con todo detalle, precisamente porque parecía emitir alguna clase de luminiscencia. Las alas eran grandes, de líneas agudas y elegantes, con dibujo blanco sobre blanco, como un encaje, y el cuerpo esbelto, largo y translúcido. Le pareció bellísima.

Se le ocurrió que parecía hecha de hueso y tela de araña, una comparación que encontró sumamente apropiada, puesto que la había avistado sobre un cementerio. Ya podía imaginarla, clavada en un marco propio, en ese sitio de honor de su estudio que llevaba tanto tiempo aguardando un ejemplar único.

Adela siempre se había sentido fascinada por las mariposas. Eran unas criaturas sorprendentes, algo soberbio en un mundo lleno de detalles extraordinarios. No era su belleza o su gracia final lo que más llamaba su atención, sino su esencia: poseían una doble cadena genética, lo que equivalía a decir que eran dos criaturas que compartían una misma naturaleza, y justo en el orden correcto, el que conducía a la idea de una superación.

La primera cadena de genes hacía que llegasen al mundo como gusanos, seres blandos y repugnantes, nacidos simplemente para devorar. Luego se producía el milagro, a través del santuario del capullo. Se liberaban unas hormonas que activaban la segunda cadena de genes y, oh maravilla, aparecía la mariposa.

El príncipe que vivía en el interior de la rana…

Tal y como intentaba inculcar en sus alumnos, en el gusano ya existía la mariposa, cuidadosamente oculta.

Adela no necesitaba unos conocimientos profundos de psicología para saber que toda aquella fascinación estaba relacionada con el hecho de que ella misma se considerase tan poco agraciada. No, más que eso: espantosa, esa era la palabra correcta. Era y se sentía fea. Siempre que reflexionaba sobre eso recordaba una tarde, siendo muy jovencita, en que se pasó horas preparándose para asistir a una fiesta. Iba a ver al chico que le gustaba y estaba tan llena de ilusión…

Se lavó la cabeza, se la secó con cuidado, se maquilló con toda dedicación y eligió la ropa que pensó que le sentaría mejor. No podía hacer más por tener mejor aspecto. Pero cuando, justo antes de salir, se miró en el espejo del vestíbulo de su casa, se quedó paralizada.

La chica de su reflejo le devolvía la mirada con un bonito peinado, un maquillaje estupendo y un vestido precioso. Pero nada de aquello conseguía ocultar que era rematadamente fea.

Fea, fea, fea.

Gusano, gusano, gusano.

Fue a la fiesta de todos modos, pensando que, quizá, incluso así, podría tener alguna oportunidad… ¡El mundo no podía ser tan horrible! Pero el chico que le gustaba ni siquiera la miró. Ningún chico la había mirado nunca.

No volvió a perder tanto tiempo en prepararse. ¿Para qué? Era demasiado gorda, baja y grotesca como para que un poco de maquillaje pudiera solucionarlo. Pero, en su fuero interno, se resistía a la derrota. Le gustaba pensar que algún día podría producirse un milagro, alguna clase de cambio, una transformación soberbia que la convirtiese en una criatura fascinante.

De gusano a mariposa.

Cincuenta y tres años esperándola, eso sí, parecían ser ya demasiados; pero, a su edad, y sin nadie con quien compartir sus días o sus noches, ya no le quedaba otra cosa que aquella espera.

La mariposa seguía revoloteando. No parecía dispuesta a salir del cementerio, por lo que Adela decidió entrar a por ella. Después de buscar sin éxito algún ejemplar durante todo el día, y del mal rato sufrido con la tormenta, se merecía ese premio inesperado.

Siguiendo la línea del muro, empezó a rodearlo buscando las puertas. Al principio, maldijo interiormente, pensando que había elegido mal la dirección, que había tenido la entrada muy cerca, pero había escogido irse por el otro lado. Una mala elección, como tantas en su vida.

Pero cuando llegó al mismo punto en el que había empezado sin encontrar nada, no pudo negar lo evidente.

Aquel cementerio no tenía puerta.

Atónita, miró el muro con el ceño fruncido. ¿Quién demonios iba a levantar un cementerio para luego cerrarlo por completo? Un cementerio o cualquier otra construcción, no tenía sentido un muro semejante, un cerco sin principio ni fin. No, debía de haberse equivocado. Se le había pasado la puerta, eso era todo. Debía de estar disimulada de algún modo. Decidió dejar una piedra como marca y reiniciar el rodeo. Esta vez fue con una mano apoyada en la piedra de la pared, para no despistarse, y fijándose en todo detalle.

De nuevo, llegó al punto del principio, sin encontrar la entrada.

Aquello resultaba increíble, no podía entenderlo. Ni siquiera había detectado una alteración en la superficie del muro, algo que le indicase que allí había una entrada tapiada. Nada. De principio a fin, toda la obra parecía igual; una superficie de tosca piedra gris, sin ninguna variación.

Durante la caminata, la mariposa se mantuvo revoloteando por la parte superior del muro, marcando en el aire giros llenos de gracia. Se asomaba siempre lo justo, como burlándose. Como llamándola.

—Muy graciosa —gruñó. Si no había puerta, veía difícil atraparla. Siempre contaba con la posibilidad de trepar, desde luego, aunque parecía difícil. Nunca había sido buena escaladora, pero podía buscar un sitio en el que los huecos entre las piedras procurasen buenos asideros y, al fin y al cabo, no era mucha la altura.

Una vez arriba, podría echar un vistazo, a ver qué posibilidades tenía a la hora de salir. Quizá había alguna construcción en la que apoyarse. Y al menos dos de los cipreses crecían junto al muro…

El rodar inconfundible de una bicicleta atrajo su atención. Por el camino, desde el lado del pueblo, venía un joven pedaleando con energía. Parecía estar de viaje, a la aventura, bien pertrechado con un viejo chubasquero con capucha, aunque en ese momento no la llevaba subida. En la parte de atrás del vehículo podía verse una gran mochila junto con algunos fardos más sin identificar y un saco de dormir. Todo tenía aspecto de muy usado.

El joven casi llegó a pasar de largo, pero en un momento dado miró hacia allí y se detuvo en seco. Tras dudar un par de segundos, se bajó de la bici y la llevó por el manillar, en dirección al muro, como había hecho Adela poco antes.

A medida que se fue acercando, pudo verle mejor. Era moreno, bastante atractivo, con esa barba impecable de tres días que solían lucir los héroes de película. Vestía el chubasquero negro, con un jersey del mismo color debajo y vaqueros, además de un par de fuertes botas para caminar por el monte.

Adela había supuesto que el chico también la había visto a ella, pero no. Lo supo cuando él apartó los ojos de la piedra gris, como con esfuerzo, y parpadeó sorprendido al encontrarla allí.

—¿Está bien, señora? —preguntó. Parecía amable. Y preocupado.

—Yo… Hola. Sí, gracias. —Qué majo. Poca gente era tan cordial de salida. Eso le dio una idea—. Me llamo Adela Peña. Soy profesora de Ciencias Naturales en un instituto de la ciudad y… —Decidió dejarse de explicaciones innecesarias. Sacó del bolsillo un billete de cincuenta euros y se lo mostró—. ¿Quieres ganarte un poco de dinero?

Él arqueó ambas cejas.

—Bueno… Nunca viene mal. ¿Qué tendría que hacer? —preguntó.

—Algo sencillo. —Adela señaló hacia el muro del cementerio—. Saltar esa tapia y cazar para mí una mariposa.

Las pupilas del joven, muy negras, fueron hacia el cementerio y luego volvieron a ella. Adela creyó distinguir un chispazo de miedo.

—Es que hay algo ahí que… no sé… ¿No lo nota?

—¿A qué te refieres? —Él trató de decir algo, pero desistió—. ¿Eres de por aquí? ¿Sabes algo de este lugar?

—No, nada, me temo. Estoy de vacaciones y me dedico a viajar sin rumbo, siempre me ha gustado hacerlo. Hoy pensaba hacer cincuenta kilómetros, esto queda en el trayecto. —Miró el muro—. No sé nada del sitio, me ha llamado la atención al verlo, nada más. Es…

No supo cómo seguir. Ella asintió.

—Sí, te entiendo. No te preocupes.

El muchacho hizo una mueca.

—¿Por qué tiene que escalar? ¿Está cerrado?

—No. Es que no tiene puerta.

—¿Qué? —La miró como si pensase que bromeaba. Puesto que Adela ni siquiera sonrió, se rascó la nuca—. Pero ¿entonces…?

Ella se encogió de hombros.

—Entonces, habrá que intentar otros sistemas —dijo intentando quitarle importancia al asunto y centrar el objetivo. Se dio cuenta de que le estaba tratando como a uno de sus alumnos. Por edad, no debía ser mucho mayor—. Dime, ¿te ves capaz de subir?

—Claro, sin problema.

—¿Y alguna vez has cazado una mariposa?

—No —replicó, mirando la red con curiosidad—. La verdad es que no.

—Pues es muy divertido. —Agitó el billete en el aire y se lo entregó—. Toma esto por adelantado. Te daré otro tanto cuando la tengas.

Los ojos del chico brillaron. Aquello acabó de convencerle.

—Hecho.

Apoyó la bicicleta contra el muro, se sacudió las manos y se preparó. Tenía a su favor que era ágil, fuerte y bastante alto. Pegó un salto, se sujetó a la parte superior y tiró de sí mismo hacia arriba. En un momento, se plantó en lo alto.

—¿Qué ves? —le preguntó. Él contempló el interior del cementerio.

—Tumbas —dijo y, aunque era lo esperado, un estremecimiento desagradable recorrió la espalda de Adela.

—Si bajas, ¿podrás volver a subir?

—¿Eh? Sí, claro, sin problema —repitió. Bendita juventud. Aunque, pensándolo bien, ella ni en sus mejores tiempos lo hubiese tenido fácil para salvar aquel obstáculo.

—Estupendo. Entonces, toma. —Le pasó el cazamariposas—. Y baja, anda. —El chico desapareció de su vista. Un momento después, preguntó, inquieta—: ¿Llegaste al suelo?

—Sí… Y ya veo la mariposa. Vamos, a menos que haya varias. ¿La que quiere es blanca?

—Sí, exacto, blanca. Usa la red e intenta no dañarla, por favor. La necesito perfecta.

—Bueno. —Le llegó un ligero sonido de pasos, ruidos de hojarasca—. No me gusta nada este sitio.

«A mí tampoco», pensó ella, pero no era cuestión de ponerle nervioso. Ya lo comentarían más tarde. Pensaba invitarle a cenar en el pueblo. Si le conseguía la mariposa, se lo habría ganado. Y, en realidad, si no también.

—No hagas caso. Sujeta bien la red y céntrate en la mariposa.

—Sí, no se preocupe. —Algún movimiento brusco, delatado por unas ramas rotas—. ¡Ya! ¡No, se ha escapado por muy poco! Es muy rápida. Ahora. ¡Casi! ¡Ya la tengo, ya…! ¡Sí!

Silencio. Adela esperó un par de segundos, que terminaron convertidos en un larguísimo medio minuto. Nada.

—¿Oye? —No se le había ocurrido preguntarle el nombre. Pues qué bien. En todo caso, el sonido resultó sumamente débil, tan bajo que apenas se oyó a sí misma. Carraspeó y lo intentó de nuevo—. ¿Muchacho, me oyes? Si es una broma, te advierto que no tiene ninguna gracia.

Nadie contestó, nadie habló, nada surgió de aquel extraño cementerio sin entrada ni salida. Angustiada, Adela decidió intentar alzarse hasta lo alto del muro. Quizá no consiguiera saltarlo, pero al menos sí mirar, y descubrir qué había al otro lado. Pero, incluso si conseguía alcanzar aquella altura de un salto como había hecho el chico, no sería capaz de subir a pulso el cuerpo. La bicicleta apoyada le dio una idea.

Tomó carrerilla, apoyó un pie en el pedal y, antes de que se desestabilizase, otro en el sillín. La bicicleta tembló locamente, pero se mantuvo en pie. Aferrada al borde superior del muro, Adela esperó hasta recuperar el equilibrio.

El cementerio no era muy grande. Estaba compuesto de media docena de tumbas, a lo más, y lo que parecía la entrada derruida de un viejo mausoleo. Todo estaba cubierto de malas hierbas, amontonadas en un caos deprimente que no hablaba de libertad, sino de abandono; todo, excepto las tumbas, que estaban formadas por rectángulos de tierra negra y limpia, perfectamente delimitados. Como si hubiesen sido creadas minutos antes y con precisión milimétrica.

Junto a una de ellas, tirada en el suelo, estaba la red para cazar mariposas. Ni rastro del joven.

Adela contempló el lugar, noqueada. «Muchacho…», pensó, pero sus labios se negaron a dibujar la palabra y su garganta a emitir ningún sonido. Aun así, tuvo la sensación de que algo allí dentro la había escuchado, porque la tierra negra de la tumba junto a la que estaba la red se removió ligeramente, como si una forma extraña se estuviese deslizando por su interior.

Una brisa suave barrió el cementerio. Lo atravesó de parte a parte, agitando las ramas y la alta hierba antes de envolver a Adela en un perfume de cosas muertas y cosas dormidas; y cosas que estaban en un estadio intermedio, siempre bostezando y siempre ávidas. Hambrientas.

Adela ahogó un grito de puro terror. Con el sobresalto, la bicicleta perdió definitivamente el equilibrio y ella cayó hacia atrás, de espaldas sobre la tierra dura de la loma. El golpe fue considerable, el dolor se extendió por todo su cuerpo y le quitó la respiración, pero no llegó a perder la conciencia. Ni siquiera se detuvo a comprobar si se había roto algo. Se incorporó lo más rápido que le fue posible y se preparó para echar a correr, aunque nada salió a perseguirla.

Sobre el muro, aparecieron dos formas blancas. Hueso y tela de araña.

Dos mariposas.

Adela las observó con ojos desencajados por el espanto, incapaz de comprender por qué aquella imagen le producía un terror tan intenso, tan brutal. Dio media vuelta y huyó hacia el camino.

Una ráfaga de viento sacudió la bicicleta abandonada junto al muro. La rueda trasera empezó a girar, emitiendo su gemido.

Nada vivo lo oyó.

Díaz de Tuesta

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Foto: Nathan Dumlao. Unsplash.