Laura S. Maquilón: Cazadora de sueños

Cazadora de sueños. Libros Prohibidos

El cuerpo que yacía sobre la cama respiraba con pesadez. Un fino camisón lo cubría y separaba su piel de la de su acompañante, cuyas curvas resaltaban gracias a la luz que se introducía por la ventana.

Por ella entró otra figura. La joven desnuda se estremeció, como si en el sueño percibiera la turbación del aire; la otra no se inmutó. Mejor para ella.

Mi supervisor bordeó el colchón y se colocó frente a mí. Las paredes blancas oscurecían su sombra. Sus ojos despedían un brillo dorado y peligroso. Tragué saliva. Esa mirada siempre me había intimidado, pero en ese momento tuve la sensación de que no era menos presa para él que la chica que dormía con placidez a unos palmos de distancia.

Alzó la barbilla y me introduje por instinto la mano bajo la camiseta, en un movimiento reflejo fruto del adiestramiento. Extraje el colgante y los círculos emitieron un resplandor plateado, como si trataran de imitar al astro nocturno que nos espiaba desde el firmamento. Lo agarré con menos fuerza de la que habría esperado; temblaba como un visillo asustado por la brisa. Sé que Ciro se cercioró de mi inseguridad por cómo inclinó la cabeza hacia un lado. En la penumbra, podía imaginar su sonrisa torcida, retándome a darme la vuelta y huir por donde había venido.

Como si fuera tan fácil salir del gremio una vez dentro. Era algo de lo que me había dado cuenta con el paso del tiempo, aunque siempre esperé que escondiera una puerta de salida para emergencias. En esa habitación, mientras contemplaba junto a un sinfín de peluches a las dos muchachas que descansaban ajenas a mis dudas, supe que esa puerta no existía. La pose de mi superior no dejaba lugar a otras interpretaciones. Estaba allí con el propósito de inspeccionar mi última prueba y cumpliría con su cometido hasta el final.

Cuando los círculos del atrapasueños bailaron ante mis ojos, también comprendí que no se trataba de ningún juego. Las pruebas entre aprendices habían quedado atrás. Ahora el premio era significativamente más cuantioso, y el castigo, irreversible. Aquello era real como la vida misma: un acto cruel y despiadado. El futuro de aquellas mujeres estaba en mis manos; en las de Ciro se hallaba el mío.

El rugido en el estómago me dio el último empujón que necesitaba. Cerré los ojos y me concentré en el peso del colgante. El fulgor atravesó mis párpados. Me adentré entre los fragmentos de luz hasta que el mundo se hizo espejo. Los reflejos de decenas de sueños sin cumplir bailotearon como un arcoíris sobre el vidrio.

Recordé lo que sabía de la chica. Era la primera vez que tenía información de alguien externo a la academia. Eso también había sido una sorpresa, pero tenía su lógica. Debíamos hallar a la persona perfecta para el sueño perfecto, no podía ser un trabajo a ciegas. Y eso lo hacía más terrible.

Ana creció en los barrios de las afueras y pudo estudiar ingeniería genética gracias a las horas extra sin cobrar de sus padres, esas que les permitieron mantener sus trabajos. Hace poco terminó de pagar la beca, después de vender un proyecto en el que había estado trabajando para aumentar las sustancias que podían digerir las lombrices utilizadas en las fábricas de compostaje. Ahora tocaba el proceso de marketing, por lo que pasaría unos meses más relajada. El momento perfecto para formar una familia.

La familia que yo debía robarle.

Ahí estaba, como un sol en medio de perlas de lluvia, haciendo callar a la umbría. Los círculos menores del atrapasueños giraron en torno al mayor; el movimiento creó una especie de agujero negro que se tragó poco a poco la luz de aquel deseo. Hasta que la extinguió.

La habitación parecía tan desolada como yo sin los destellos del plano onírico. Hallarme de nuevo en aquel espacio reducido y con la mirada incisiva de Ciro fue como chocar contra un autobús. Me dolían músculos de los que desconocía su existencia y también, de alguna manera, el recuerdo del corazón que había perdido para siempre.

Ana, la dulce Ana, tembló por un instante a pesar del calor asfixiante. El cárabe de su piel parecía más apagado, más cetrino.

Desvié la mirada y escondí el colgante de nuevo entre mis ropas. A través de ellas aún se entreveía el fulgor que emitía y que no se apagaría hasta que el sueño que almacenaba fuese liberado.

Ciro avanzó hacia mi posición y extendió un brazo para señalar la ventana. Asentí y me colé por el hueco. Bajé con soltura por los resquicios entre los ladrillos mientras la sombra de mi supervisor me perseguía como en una pesadilla.

—Lo has hecho muy bien, Marina. Solo te queda la segunda parte —me dijo cuando sus pies alcanzaron el suelo.

Desde que comencé el adiestramiento en el gremio nunca había sentido tan poco entusiasmo hacia un halago. Aun así, murmuré un tímido «gracias» y me aventuré en la penumbra que salpicaba la calle.

Había memorizado la dirección. Aunque solo hacía seis años que había llegado a la ciudad, me la conocía como a las pelusillas de mi ombligo. Demasiadas horas a la intemperie buscando comida, o trabajo, o un simple soplo de aire fresco en la puerta de un gran almacén. Había huido a la capital pensando que allí conseguiría cumplir mis sueños, y lo único que había conseguido con mis dibujos era dormir sobre ellos para no pringarme con la mugre de los callejones.

Por eso mi cabeza estaba en otra parte mientras mis pies regresaban al centro, por eso no me di cuenta de que Ciro me rebasaba hasta que me estampó contra la puerta de algún comercio. El picaporte se me clavó en las costillas.

—Aquí no hay lugar para las dudas ni la clemencia ni ninguna de esas sensiblerías pueblerinas. ¿Lo entiendes?

Las arrugas alrededor de sus ojos parecían arañas sujetando una joya llameante. Era lo único que brillaba en su rostro oscuro.

—Ya lo sé —musité con menos vehemencia de la que me habría gustado.

—Pues no es eso lo que vi ahí atrás. Atente a la primera norma o acabarás como Ismael. Y no es un aviso.

«Es una amenaza», retumbó en los pasadizos de mi memoria.

Recordaba a Ismael. Me había costado horrores aislar su aspiración de tener una vida digna siendo contable y encontrar otros sueños menores, como tomar helado en una terraza. Aquel deseo era tan potente que eclipsaba a los demás. Pero cuando acabó la instrucción y le obligaron a deshacerse de él, prefirió abandonarlo a cumplir el encargo y le despojaron de todos sus anhelos: sin querer vivir ni morir, se dejó consumir por el hambre, revolcado en sus propios excrementos.

Yo no iba a acabar así. No había renunciado a mi familia y a Nati para acabar como un puerco en una granja. Habían quedado ya demasiado lejos como para dar vuelta atrás.

Me deshice de Ciro de un empujón. Ignoré su sonrisa torcida y reanudé la marcha. Las farolas iluminaron mi gesto decidido.

En pocos minutos nos hallábamos en un barrio muy diferente. Los edificios eran más bajos y más elegantes, las cornisas se alineaban como si fueran las regalas de un barco. Las ventanas allí estaban adornadas con cortinas que se mecían cuando al viento le daba por soplar.

Seguida por Ciro, ascendí por una bajante que recorría la fachada de uno de los inmuebles medianeros y que rompía con la monotonía de la manzana. Llegamos hasta un balcón con balaustrada de piedra. Una vez allí, entré en la habitación, cuyo tamaño me recordó al de uno de esos apartamentos para pordioseros en los que había robado alguna vez. Había una mujer en la cama, respirando con suavidad. Enfrente, recostado sobre una butaca, dormitaba un hombre menudo que abrió los ojos al oír el roce de mis zapatos contra el piso.

Ciro alzó la mano cuando lo vio incorporarse. El hombre se detuvo con una sonrisa de satisfacción. No tuvo tiempo a cambiarla antes de que mi supervisor se acercara y le inyectara un líquido somnífero en la garganta. El cliente se deshizo en sus brazos y, para cuando terminó de acomodarlo, yo ya me encontraba junto al cabecero, admirando las curvas generosas de aquella joven que dormía sin pensar que su visión de la vida iba a cambiar de la noche a la mañana.

Saqué el atrapasueños de entre mis pechos sudados. Ciro aguardaba sentado sobre el cliente.

En esta ocasión no miré hacia abajo, sino que me introduje de inmediato en el mar de espejos del plano onírico. Mi voluntad hizo girar el colgante, esta vez para escupir el sueño que atesoraba y entregarlo a su nueva dueña, aunque ella no lo hubiera pedido. Mientras la luz plateada acariciaba la carne rolliza de la muchacha y se introducía por sus poros, sentí asco de mí misma, pero me limité a pensar en la buena comilona que me iba a dar cuando cobrara por ese encargo. Por ser la prueba final del gremio y tener supervisión, no recibiría el pago íntegro, pero al menos me permitiría salir por un día de la dieta de insectos y verduras mustias que llevaba desde que me marché del pueblo.

El resplandor se apagó y la habitación quedó a oscuras. El peso del atrapasueños se esfumó y fue sustituido por una sensación de vacío y angustia. Me tragué la bilis que me ascendía por el esófago mientras acompañaba a Ciro de vuelta al balcón, siguiendo sus indicaciones.

No hubo medias sonrisas ni alabanzas, solo un leve pinchazo en la muñeca que confirmaba que mi vida había dejado de pertenecerme de manera oficial. Ahora me debía al gremio y estaba atada, sin remedio, a sus leyes. Pero al menos era alguien, una cazasueños, y eso era mejor que nada.

—Nos vemos por la tarde en la sede. Hay un par de trabajos que te pueden interesar.

No se me escapó el tono sarcástico de su última frase, pero me limité a ignorarlo. Descendió de un salto hasta la calle y se escabulló por el callejón más cercano. Con suerte, no volvería a verlo. Él solo se encargaba de los aprendices y yo ya no era uno de ellos. Esperaba que a mi próximo supervisor no le gustara tanto hacerse el interesante.

Me estaba frotando el lugar donde se había alojado el chip de ubicación cuando escuché un murmullo a mi espalda. El cliente volvía a la consciencia. Con cuidado de no hacer ruido, bajé hasta el pavimento, crucé la calle y ascendí por la pared del edificio de enfrente. Debería haberme ido a la academia a pasar la que esperaba que fuera una de mis últimas noches allí, pero algo me retuvo, como si una parte de mí quisiera cerciorarse de que el sueño que había vendido no había sido mancillado, como si con ello pudiera resarcirme de aquel robo infame. Pero cuando el cliente despertó a su esposa y comenzaron a desnudarse, la realidad me forzó a dar media vuelta y marcharme al otro lado de la ciudad para intentar dejar atrás ese alma que tanto me estaba pesando.

El amanecer me cazó con su círculo de luz en la puerta de una clínica de reproducción asistida. Necesitaba más dinero para añadir algo de alcohol a mi día de fiesta y había oído que los ovarios se compraban a buen precio. Después de lo que había vivido esa noche, prefería comprobarlo más pronto que tarde.

Laura S. Maquilón

¿Te ha gustado Cazadora de sueños? ¿Quieres leer más relatos de autores independientes gratis y de forma exclusiva? Hazte mecenas de Libros Prohibidos para que podamos seguir dándole espacio a la literatura independiente de calidad sin recurrir a publicidad.  Sorteamos todos los meses UN EJEMPLAR EN PAPEL de nuestros libros favoritos entre nuestros mecenas.
Y si quieres conocer más sobre nosotros y estar al tanto de todas nuestras publicaciones y novedades, apúntate a nuestra maravillosa lista de correo.

Foto: Jesus in Taiwan. Unsplash