Mariela González: Lima

Lima. Libros Prohibidos

El día que murió la tortuga, mi padre ya ni se molestó en reñirme. Sentí su mirada sobre mí no con reproche o enfado, ni mucho menos decepción. Era la expresión lánguida de quien ha ganado una apuesta consigo mismo, o contestado correctamente las preguntas de un cuestionario demasiado sencillo. A pesar de todo, consiguió abrir la boca para decir algo.

—¿Ni siquiera una tortuga, Tomás?

Ni siquiera eso. En realidad, en el tiempo que llevaba en el mundo ya me había dado cuenta de que era un inútil. Trece años de regañinas constantes, de caídas y heridas absurdas que me habían convertido en el hazmerreír de mis compañeros, de miradas lastimeras por parte de amigos de mis padres e indiferencia de mis profesores. Era un caso perdido, uno de esos pobres diablos que dan tumbos por la vida sin dejar poso en los demás. Ahora, después de fracasar con las sucesivas mascotas —empezando por los inevitables peces de colores, pasando por un canario, un hámster, un gato y la tortuga; todos fallecidos a causa de mi negligencia—, empezaba a ser definitivo tachar de mi lista de habilidades la capacidad de cuidar de vidas ajenas. O de la mía propia, para qué engañarnos.

Así que tengo suerte de vivir en una época en la que no es necesario cuidar de uno mismo con mucho empeño, me digo a menudo.

Contaba solo tres años cuando Zymia apareció de la nada, un planeta enano que pasó de desconcertar a astrónomos en todo el mundo y convocar cumbres de la ONU de urgencia, a convertirse en la singularidad tecnológica que la Tierra esperaba. Tuvo que ser una de aquellas compañías de Silicon Valley plagadas de émulos de Elon Musk la que se atreviera a lanzar las primeras sondas y después los primeros exploradores. El asunto se convirtió en una especie de carrera espacial entre países y empresas privadas, y no tardaron en descubrir que Zymia no era un páramo estéril, como el resto de planetas a los que el hombre había accedido hasta entonces. Quizás había sido la base secreta de una civilización ignota, una ciudadela flotante, un buque de guerra. Cuál era su origen o por qué se materializó sin más en nuestro sistema solar siguen siendo, aún hoy, materia de especulaciones. El caso es que bajo su superficie se encontró un complejo de almacenes con nuevas tecnologías y materiales, elementos químicos desconocidos y toda clase de avances que aceleraron el progreso en nuestro propio planeta como no había sucedido antes.

Sé que la mayoría de la gente de mi quinta no piensa demasiado en aquellos días, acostumbrados como estamos a nuestras vidas —Generación zymiall, nos llaman—, pero yo lo hago a menudo. Agradezco aquella serendipia que permitió que inútiles como yo tengamos una vida más sencilla y podamos formar parte de la sociedad sin que se note que no aportamos demasiado. Mis padres tienen la misma suerte; al gozar de buena salud gracias a la cobertura médica impecable, no necesitan depender de mí. Nunca he tenido relaciones duraderas, y diría que es por el mismo motivo; suelo dejar que se extingan sin más y ahorrarme meteduras de pata que puedan ser catastróficas. Por supuesto, una mascota había quedado fuera de toda consideración en mi vida adulta desde aquella infortunada tortuga. Así que todavía no me explico por qué me quedé contemplando embobado aquel anuncio que apareció de repente en mi retina. Por qué la curiosidad dio paso al interés, y después a un extraño picor que identifiqué como anhelo.

No era spam, de eso estaba seguro. Tengo mi implante ocular InstaAd ® actualizado y calibrado, y no recordaba haber recibido nunca mensajes publicitarios que no se ajustaran a mi configuración. Quizás por eso me percaté enseguida de la anomalía. «Consiga su gabalonia al mejor precio en esta oferta limitada. La mascota que necesita si no dispone de tiempo. ¡Descubra la fascinante vida natural de Zymia sin salir de casa!» La palabra destacó en medio de las demás como un buzo perdido en un desierto. «Mascota». Junto al texto y el precio en un rojo estridente, una foto de la gabalonia en cuestión, un nombre que jamás había escuchado. A mis ojos no era más que una babosa verde del tamaño de mi antebrazo, con un par de protuberancias grises en el lomo y la cabeza redonda y achatada, sin cuernos ni nada parecido. ¿Y qué se suponía que hacía aquello para considerarse «mascota»? Sin pensarlo, parpadeé para abrir la vista extendida del anuncio. Más imágenes del animal en un terrario, enroscándose en las ramas de un árbol y en el brazo de un sonriente dueño, que incluso se atrevía a acariciarla presionando levemente los abscesos grises. Al parecer, aquello le gustaba a la criatura, rezaba el pie de foto. La información continuaba con una breve semblanza del hábitat natural de las gabalonias en Zymia —«¡Importadas directamente! ¡Sin crianza en la Tierra!»—, y explicaba que no necesitaban apenas mantenimiento. Resistían temperaturas extremas, solo precisaban alimentación un par de veces a la semana, y eran muy curiosas. «Capaces de interactuar como lo haría un gato», aseveraba otro de los felices poseedores cuyo testimonio citaba el anuncio.

Tal vez estaba en el momento adecuado de mi vida. Quizás aquello era lo que esperaba. Regresé al display principal del anuncio, volví a comprobar el precio. Desde luego, no era desorbitado. Yo tenía un trabajo de oficina estable, anodino pero fiable: siempre estaba en casa a la misma hora, y mi nómina aparecía en mi cuenta con puntualidad militar el veinticinco de cada mes. ¿Cómo de difícil podía ser cuidar de un bicho así? ¿Ni siquiera eso, Tomás?

Escogí la opción de mensajería estándar. Tampoco es que tuviera prisa. La página me sugirió que comprase también un pack con un terrario y botes de comida que durarían varios meses, y no pude negarme; la verdad es que sí que era una ganga.

Para mi sorpresa, pasé las semanas que tardó en llegar el envío mordiéndome las uñas, consultando una y otra vez el número de seguimiento en la página de la empresa —«Importaciones Runciter», una suerte de distribuidor mundial de toda clase de productos procedentes de Zymia, con una sección de mascotas por el momento limitada a las gabalonias—. Dejé en el dormitorio un espacio que me pareció adecuado para el terrario, e incluso compré un almanaque donde pensaba apuntar los días que debería alimentarla. Jamás en mi vida había conseguido llevar una agenda, y ahí estaba yo ahora, planificando tareas. No imaginaba qué dirían mis padres al verlo, si se reirían de mí o bufarían con escepticismo. Casi tuve que contener el impulso de llamarles para contárselo. No, mejor cuando tuviera la gabalonia conmigo y vieran que había podido hacerme cargo de ella.

El día llegó, al fin. El mensajero que apareció en la puerta me entregó una cesta de plástico gris con dos hileras de orificios a ambos lados, y dejó a mis pies una caja de cartón de gran tamaño, decorada con gabalonias dibujadas al estilo manga. Bailando, tocando música, alimentándose con cuchillo y tenedor mientras miraban al frente con enormes ojos brillantes. Me pareció un poco ridículo y el mensajero debió de pensar lo mismo, ya que ambos compartimos una sonrisa torcida mientras yo firmaba la fe de entrega con la huella de mi meñique, el dedo que tenía asociado a CryptoSign®.

En la cesta de plástico estaba, por supuesto, ella. Con expectación, la levanté para contemplarla a la altura de mis ojos a través de la portezuela de cristal. Era tal como la había visto por primera vez en el anuncio y en sucesivas páginas de Internet después: todas las gabalonias eran de color verde, y esta poseía un tono lima que se me antojó saludable. Estaba aplastada contra el fondo de la cesta, sobre un lecho de babas transparente, y dirigía hacia mí el rostro de morro aplastado y los ojillos oscuros como pasas. ¿Era miedo lo que veía en ellos o solo me lo imaginaba? ¿Era de nuevo la mirada de la tortuga sin vida, del gato moribundo al regresar envenenado de la calle? No, no esta vez, me dije, con un atisbo de algo parecido a la ternura.

—Bienvenida, pequeñaja. No voy a hacerte nada. Todo irá bien, ya lo verás.

Montar el terrario no supuso ningún esfuerzo: un par de años atrás me había comprado un set de herramientas autónomas, por recomendación de mi padre —tecnología punta zymiana—, y este lo hizo casi todo por mí. Lo que quería, antes que nada, era congraciarme con la gabalonia. La deposité en el suelo del salón y le dejé el tiempo que necesitara para perder el temor. Empezó a estirarse y a reconocer el terreno, olisqueando y dejando un semicírculo de babas a su alrededor mientras lo hacía. Pasaron unos minutos antes de que se atreviera a moverse, arrastrando su cuerpo gelatinoso en un movimiento hipnótico. Se paseó todo lo que quiso, por debajo de la mesa, junto al sofá, hasta que su ondular vacilante la llevó por fin junto a mí. Era el momento que esperaba. Chasqueé la lengua un par de veces (había leído que era un sonido que las tranquilizaba), estiré muy despacio la mano y presioné una de sus protuberancias grises. La gabalonia se encogió un instante, soltó un resoplido como un globo que se vaciara de aire, y se quedó quieta. Tardó unos segundos en volver a moverse. Me esquivó y prosiguió con el estudio del entorno. Hice lo posible por contener la frustración. Sabía que tendría que cultivar la paciencia, claro; no se iba a acostumbrar a mí de un momento a otro.

Llevaba mucho tiempo sin pasar una tarde tan entretenida como aquella, aunque solo me limité a mirar cómo mi babosa extraterrestre reptaba por el salón y el pasillo hasta aburrirse. Y después a limpiar toda la baba del suelo. Había olvidado el placer de la compañía, la fascinación de descubrir poco a poco una existencia diferente a la propia. La estampa sepia que era mi vida diaria empezó a colorearse; ahora miraba la hora en el monitor del trabajo cada dos por tres, contando los minutos para regresar a casa y seguir conociendo a Lima. Ese fue el nombre que le puse al leer en la documentación que venía con ella que era hembra. Tardó unos tres días en dejar de encogerse y recular cuando levantaba la tapa del terrario para sacarla. A los cinco días ya se aproximaba a mí y me olisqueaba la rodilla cuando me sentaba en el salón. El sexto me pareció que quería lamerme, o frotarse, ¿también en aquello serían como gatos? A la semana volví a atreverme a tocar una de sus protuberancias. Se quedó muy quieta, pero ya no se quejó. Sentí que el estómago se me encogía de alegría, como si me hubieran dado un ascenso.

Todo fue sobre ruedas a partir de ese momento. No mentían en el anuncio ni en las páginas especializadas que había consultado: sin duda, a Lima le gustaba que le presionara en los abscesos grises. Se removía y agitaba en ondas su cuerpecito de un modo que me divertía sobremanera. Un día, mientras cenaba, se enroscó en torno a mi pantorrilla y se quedó ahí, palpitando contra mi pierna, muy quieta. Disfrutando de mi compañía sin más. Empezó a tomarlo como un hábito, y hacía lo propio con mi brazo cuando me encontraba sentado en el sofá, viendo la televisión o leyendo.

Que había algo de inteligencia en aquellos ojillos de botón quedó fuera de toda duda apenas pasaron dos o tres semanas, al menos para mí. Lo que no me esperé nunca es que fuera capaz de salir del terrario por sí misma.

Siempre he dormido fatal: me cuesta rendirme al sueño y me despierto con facilidad varias veces durante la noche. No creo que cumpla con ninguna de esas normas saludables que recomiendan los onirólogos hoy en día. Me había acostado hacía cosa de un par de horas y estaba en uno de esos incómodos momentos de duermevela cuando escuché el sonido. La tapa deslizándose despacio, ahora lo sé, aunque entonces creí que sería algo del piso vecino. Pero al instante llegó a mis oídos el ya familiar arrastrar de Lima por el suelo. No me dio tiempo a ser del todo consciente antes de notar cómo ascendía por la cama, con parsimonia, y se encaramaba a mi muslo derecho. A pesar del sobresalto inicial, no pude reprimir una sonrisa. No veía nada malo en que durmiera conmigo, si le apetecía. Yo también la echaba de menos.

Se acomodó en mi regazo unos segundos, y después hurgó con el morro por debajo de mi camiseta. Aquello sí me hizo incorporarme sobre los codos, más sorprendido que otra cosa. Noté el tacto suave y viscoso de lo que supuse que era su boca aplicándose al ombligo. Jamás había hecho gesto parecido a aquel, y una parte de mí me dijo que tal vez debiera apartarla. Pero ¿por qué? La posibilidad dejó de tener sentido en el momento en que me di cuenta de que no había nada de desagradable en el contacto. Antes bien, una calidez hormigueante comenzó a extenderse por mi abdomen, a subir como un ejército en miniatura por mi pecho, hasta instalarse en mi garganta. Di la bienvenida, agradecido y entusiasmado, al sopor que comenzó a inundarme en ese mismo instante. No podía ser casualidad. Era como verme rodeado de repente por un lecho de algodón. Así que me recosté, suspiré, y me dejé llevar. El sueño no solo me venció en un lance amistoso, sino que ya no me abandonó hasta que sonó la alarma, cosa inaudita.

Si las mañanas se habían convertido en meros trámites, la antesala de mis anticipadas tardes de ocio junto a Lima, las noches habían pasado a ser una recompensa inesperada. Ya dejaba la tapa del terrario abierta sin más cuando me iba a la cama, y no conseguía cerrar los ojos hasta que la gabalonia comenzaba su rito. Siempre infalible, afectuosa y servil, su beso contra mi piel me abría las puertas de ese descanso que mi mente inútil me había negado desde que tenía memoria. Lima había aprendido a cuidar de mí como yo de ella, identificando mis necesidades mejor de lo que había hecho yo mismo o mis padres.

Las preocupaciones que me impedían conciliar el sueño o mantenerlo a lo largo de la noche desaparecieron poco a poco. Solo la calma plácida, sin miedos, sin reproches. Solo la transparente gelatina envolviendo mi mente. También ocurría durante el día. En cierta ocasión me percaté de que estaba sentado frente a mi ordenador, en la oficina. No recordaba nada desde que me tumbara en la cama la noche anterior; una bendición más que casi me hizo saltar de felicidad. Nada, ¡nada! Ni el tedio de despertar, el taladro de la alarma, las caras hastiadas en el aerometro, las charlas insustanciales de mis compañeros.

Nada desde el tecleo de mi usuario hasta la cama, de nuevo. Nada.

El día en que Lima decidió no detenerse en mi ombligo sino seguir ascendiendo, no vi nada raro. Me pareció perfectamente natural. ¿No lo estaba esperando?

Subió por mi cuello, me acarició la barbilla y por fin cubrió mi rostro al completo. Y me lo dijo, aunque yo ya lo sabía.

No fue culpa tuya, Tomás. No te lo merecías. No tienes que esforzarte más.

¿Por qué no descansas?

Descansé.

Descanso.

Eso hago ahora.

***

No todo el mundo se cree la historia, pero es lo que, al final, suele llamar a la gente a comprar gabalonias. Ya no es tan sencillo como hace unos cuantos años, y los criaderos tienen que pasar por un proceso estricto de papeleo y regulaciones para garantizar que no exista riesgo para la salud y que las alelomonas que producen se hallen controladas desde que son larvas. Siguen exudándolas, claro, un poquito. Lo suficiente para que generen esa sensación de bienestar al tenerlas cerca. Más de un psicólogo ha empezado a recetarlas como antidepresivo natural.

No es demasiado difícil, en cambio, con algo de empeño, encontrar aquí y allá algún vendedor que se salta las normas y vende gabalonias un tanto más «puras». Un subidón, dicen, la mejor de las drogas de diseño. Con un poco de cuidado, no hay nada de qué preocuparse. Ah, pero siempre hay un imbécil que no controla y acaba tocado, un premio Darwin de manual. Un Tomás, como llaman a esos cretinos.

Mariela González

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Foto: Sam Soffes. Unsplash