Laura Tárraga: El último boletín

EL ÚLTIMO BOLETÍN. Libros Prohibidos

Maia abrió los ojos con el boletín proyectado en la pared como cada mañana y observó lo que le tocaba. Dejó de respirar al percatarse de que la ejecución sería aquel día a las doce. Tragó saliva, sintiendo el pulso en las sienes. No la habían avisado con antelación, no le habían dado oportunidad a debatirlo. Simplemente, la sociedad había marcado un día del calendario y ella tendría que resignarse, dejarse llevar por la marea de la muerte.

Porque en su sociedad nadie podía cometer un error. Ni uno solo. El aire se le aglomeraba en el pecho al recordar la reacción de la gente. Todo el mundo la juzgaba, la señalaba con el dedo, le gritaba lo mal que lo había hecho. Era una vergüenza para la perfecta sociedad que se había construido a base de horarios y programas. Despiértate, desayuna, hazlo en tiempo récord, sonríe, vive, siente la falsa libertad, sin poder escoger, sin tener las riendas. Y ni Maia ni nadie podía evitar nada de lo que había allí marcado.

Hacía tantos siglos que la humanidad seguía esas pautas que solo de pensar en tener un hueco libre se le aceleraba la respiración hasta asfixiarse. La imagen de la muerte envuelta en una bata blanca la consumía hasta marearle, así que se mordió la lengua para espantar la imagen y observó la primera tarea del día: desayunar.

El boletín marcaba que tenía media hora para comer lo que le habían dejado junto a la puerta. La pulsera que todos los internos llevaban marcaba en rojo cuándo estaba a punto de cambiar de tarea programada. Y no podía saltarse ninguna si no quería una sanción. Aunque, para qué mentir, a aquellas alturas el castigo era el menor de sus problemas. Su estómago se había cerrado y no había manera de tragar bocado. La respiración seguía agitada y a su cabeza volvía siempre la hora programada para la ejecución.

Pero la parte de su cerebro que le ahogaba si no hacía lo que le ordenaba el boletín, no dejaba de gritar que agachara la cabeza y aceptara las consecuencias de sus actos. Que, si había sido una inconsciente para hacer aquello, también lo era para asumir las consecuencias. Y, en aquel caso, la muerte era su castigo.

Porque no había otra solución.

Porque un grupo de personas así lo había decidido.

La habían puesto en pie y examinado, habían narrado su historia y la habían señalado con el dedo. Ahogó un millón de lágrimas durante el tiempo de espera hasta que la enviaron allí, donde su programación diaria cambió por completo.

De tener las mañanas para el instituto y sus clases a estar encerrada con tareas que ayudaran a la sociedad a avanzar. Porque, claro, iban a ejecutarla, pero jamás pensarían en desperdiciar la productividad de una persona. Aunque las últimas horas de su vida las pasara junto a una máquina de coser para remendar uniformes militares. Aunque le faltara el aire con cada puntada en la tela verde que sostenían sus manos.

El desayuno se sirvió, como siempre, en una vieja bandeja azul. Maia se entretenía rascando la pintura y arrancándola a tiras mientras removía con parsimonia la avena que le tocaba. Ya ni recordaba lo que cocinaba su madre en casa. Parecía que había pasado una eternidad cuando, en realidad, hacía seis meses de la última vez que la había visto.

Porque era una deshonra lo que había hecho. Algo horrible y despreciable. Todo porque no entraba en su programa, porque había cometido un error.

Se masajeó las sienes y apartó la bandeja de comida. Cualquier movimiento la calmaba, pero el aire intentaba escaparse de su cuerpo como si fuera demasiado pequeño de repente. Su pulsera empezó a brillar, anunciando que debía cambiar de tarea más pronto que tarde. El boletín se proyectó sobre la pared de su habitación —aunque ella prefería llamarla celda—. En cuestión de minutos la sacarían de allí y la llevarían hasta el taller de costura, donde otras tantas personas como ella debían hacer algo con todo el tiempo libre que tenían. Solo los que estaban muy mal se quedaban en las habitaciones.

Arrastró los pies hasta el catre y se quedó tirada de lado hasta que llegó. Le hubiera gustado pensar que lo hacía por cansancio, pero la verdad era que un dolor se había asentado en su estómago y se lo revolvía hasta tener ganas de vomitar.

La chica que entró la observó de arriba abajo e hizo un gesto con la cabeza sin dejar de sonreír, aunque sabía a la perfección que era todo fachada. Que en realidad pensaba que se merecía lo que le iba a ocurrir, que tenía suerte si la ejecución era tan tarde porque tendrían que encargarse de otros antes. Las manos le temblaron cuando se apoyó en el umbral de la puerta para no caerse. Había perdido la cuenta de cuántas comidas no había cumplido. Era demasiada la agonía que llevaba encima.

Escuchó los lamentos mientras se dejaba llevar por la marea de neón que conformaba aquellos pasillos. La luz natural no entraba, era parte de su tortura. Porque aquel lugar no era divertido, un lugar en el que redimirse y volver a la vida tras un tiempo, era el sitio al que entrabas y no volvías a salir jamás.

Y, aunque Maia había sido consciente desde el primer minuto, siempre había mantenido la esperanza de que su boletín cambiara y viera programada su vuelta al mundo real. Donde volvería a ser el mismo de siempre:

7:00h- Vestirse. 10 minutos.

Intenta respirar.

7:10h- Desayunar. 20 minutos.

No te ahogues.

7:30h- Asearse. 15 minutos.

Inspira.

7:45h- Ir hasta la parada del autobús. 10 minutos.

Espira.

7:55h- Viaje en autobús. 35 minutos.

Aguanta el aire.

8:35h- Socializar mientras preparan las clases. 25 minutos.

Suéltalo.

9:00h- Latín. 55 minutos.

Tranquilízate.

9:55h- Cambio de clase. 5 minutos.

Que no te vean temblar.

10:00h- Historia. 55 minutos.

Y así todo el día.

Maia podía recordar a la perfección el boletín de toda su semana porque no cambiaba en un ápice. Hasta que decidió que podía tomar las riendas de su vida y hacer algo que no estaba programado. Hasta que decidió respirar a su propio ritmo.

Esa había sido su perdición.

Tenía nombre y apellidos, aunque no importaran en aquel momento. Lo importante era que había decidido tomar una decisión a pesar de que su pulsera parpadeaba sin parar al saber que se estaba desviando de su programación. Lo importante era que se estaba dejando influenciar por una persona que sabía que le iba a ocasionar problemas, pero jamás se imaginó que las consecuencias llegarían hasta el punto de acabar con su vida.

Terminó de remendar un pantalón con sangre en los dedos porque todavía no controlaba la máquina de coser que le obligaban a utilizar —o esa era la excusa que quería utilizar, porque no podía admitir que estaba demasiado nerviosa esperando a la muerte—. La pulsera empezó a parpadear.

Su hora se acercaba. Los boletines se proyectaron sobre el panel informativo y todos los presentes tenían tres minutos para saber qué debían hacer entonces. Antes era más sencillo, con la aplicación que les permitía tenerlo todo controlado al instante. Desde que le habían quitado el teléfono móvil todo era diferente. Hasta respirar costaba.

No hacía falta pensar demasiado para saber qué era lo que venía ahora.

Ni siquiera iban a darle de comer. ¿Para qué? Iba a morir. Esa comida era de mayor utilidad en otro estómago. En alguien que continuara alargando su sufrimiento. La sociedad se había construido para ser eficiente y útil. Para avanzar sin descanso y llevar a las personas a la rectitud y el límite.

Pero luego, cuando cometían un leve desliz, podían acabar allí. Maia tragó saliva, se agarró las manos con fuerza hasta hacerse daño de tanto retorcerlas y esperó a que la persona que se encargaba de no perderla de vista apareciera en el taller. No era la única que estaba vigilada, aunque el resto del tiempo había tenido más libertad. En cuando vio que su ejecución estaba programada para ese día supo que no iban a quitarle el ojo de encima. Y ojalá hubiera podido aferrarse a ese momento para toda la eternidad.

Su cabeza le dio vueltas cientos de veces al desliz. A lo insignificante que fue, lo poco gratificante y la de consecuencias que había traído. Se imaginó un mundo pasado donde el boletín no fue tan importante, donde la gente podía ir a sus anchas, ser libre, hacer lo que le apeteciera sin más.

Pensó en lo genial que habría sido disfrutar de aquello sin lo que venía después.

Sin el agobio, el miedo y las amenazas.

Porque podía saltarse la programación y que nadie jamás lo supiera. Pero las cosas habían empeorado en cuanto llegaron los análisis.

Sentaron a Maia en la silla. Le ataron las muñecas y le sostuvieron la cabeza. Las lágrimas se derramaron sin permiso, ahogándola por completo en sus últimos respiros. El aire no circulaba por su garganta, porque todos los actos que había hecho en su vida se aglomeraban allí. Le hubiera gustado llevarse las manos al vientre, porque el dolor se había incrementado y le asfixiaba.

Era real. Iba a morir por un desliz. Y su cómplice ni siquiera había dado la cara. La había dejado sola, haciéndose cargo de algo que jamás hubiera hecho de no ser por lo que sentía por él.

—No vais a notarlo, te lo prometo.

La sonrisa de ese hombre fue lo que le puso la carne de gallina y le cortó por completo la respiración. La aguja brilló bajo los neones. El boletín con su programa se volvió a proyectar ante sus narices. Apretó los labios y cerró los ojos. Se negaba a que eso fuera lo último que iba a ver en su vida. No podía ser así.

Hipó tanto que creyó que se ahogaría antes de que el líquido rozara su cuerpo.

Pensó en su madre y en la vergüenza que pasó al saber lo que había hecho su hija: saltarse la programación de su boletín. Y no solo eso, sino evidenciarlo de aquella manera y poner en peligro a la sociedad con algo que no estaba para nada programado. El castigo no tenía absolución.

Dudó unos instantes. Si su sociedad era tan minuciosa, ¿cuántas posibilidades había de que su muerte estuviera programada a sus dieciséis años desde un principio? ¿Seguro que no sabían lo que iba a pasar? ¿Cuánto era fruto de la improvisación?

Maia jamás lo sabría. Al igual que tampoco se hubiera imaginado que por acostarse con un chico acabaría amenazando a toda una sociedad. Porque un embarazo no programado era un acto de rebeldía.

Los dos murieron a las 12:01h.

Laura Tárraga

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Foto: Cayton Heath. Unsplash.