Me diréis que fue una mala idea. Que nunca debí hacerlo. Pero lo cierto es que no le vi nada malo a mi ocurrencia hasta que no escuché el primer chisporroteo. Hasta que el primer pop no se vio sustituido por ese sonido como de insecto saltando sobre una plancha demasiado caliente.
Al menos me queda el consuelo de saber que vosotros también hubierais cometido el mismo error.
Y, si creéis que no, es porque nunca habéis sido unos becarios de verdad.
Para cuando todo sucedió, yo llevaba tres meses trabajando para la doctora Fridlund. ¿Y qué hice en todo ese tiempo? Nada. Tal vez menos que eso. Apretar botones y esperar.
La doctora Fridlund estaba tratando de replicar el Big Bang en laboratorio. No era la primera vez que alguien buscaba algo así, pero la originalidad de su planteamiento residía en los limitados medios que decía necesitar. En vez de un costoso acelerador de partículas, la doctora sólo pidió una pecera de tamaño familiar a la que había ido adosando una serie de cachivaches más o menos elaborados.
Yo llegaba allí a eso de las siete de la tarde, cuando el campus empezaba ya a vaciarse. Encendía la máquina, pulsaba los botones que me habían indicado y, básicamente, esperaba.
Esperaba a que se hiciera el vacío dentro de la máquina, a que la materia de su interior se comprimiera hasta formar un punto de alta densidad, a que los discos magnéticos generaran la energía necesaria para que se iniciara el proceso y a que alguno de los rayos generados por el módulo acumulador lograra estimular la diminuta partícula que flotaba en medio de aquella pecera demasiado grande.
Algo que, si bien parecía improbable, la doctora Fridlund no dudaba en tildar de posible.
Los placeres que me ofrecía el exiguo reino del que era amo y señor durante mis horas de trabajo eran más bien breves, pero hubiera sido una tontería no aprovecharlos. Así que encendí la Máquina un día más con gesto desganado, desbloqueé el ordenador y dejé caer mi peso sobre la silla.
Conecté el disco duro portátil y abrí la carpeta en la que almacenaba las películas. Localicé mi copia de ‘Prisioneros del universo perdido’ y comprobé con agrado que la Máquina ya había empezado a calentarse. Saqué un paquete de palomitas del cajón del escritorio, rasgué su envoltorio de plástico transparente y coloqué la bolsa de papel dentro de la Máquina, con cuidado de que el epígrafe ESTE LADO ARRIBA quedara bien a la vista.
Satisfecho, me dispuse a disfrutar de la película en lo que esperaba a que todo a mi alrededor se llenara del dulzón aroma de las palomitas recién hechas.
Un grupo de protohombres de las cavernas hostigaban a Kay Lenz y Richard Hatch cuando la Máquina dejó escapar un chirrisqueo que se salía peligrosamente de la sinfonía de clops y pops con la que me había regalado los oídos hasta entonces.
La bolsa de papel se había rasgado y la Máquina se estaba llenando de palomitas, semillas de maíz y toda una serie de granos a medio metamorfosear que hubieran hecho las delicias de cualquier adicto a las gramíneas.
Sé que lo inteligente hubiera sido apagar la Máquina para devolverla a sus condiciones de reposo, pero no pude evitarlo: me abalancé sobre ella y tiré de las pestañas que la cerraban de forma hermética, mientras las palomitas circunnavegaban su interior por mor de la inercia que gobernaba aquel vacío.
Las condenadas pestañas no se movieron ni un micrómetro. Pero el que sí hizo acto de aparición fue un torrente de chispas que surgió del interior de la Máquina.
Vi que una semilla había quedado atrapada entre la circuitería. Y que, por lo visto, la eminente doctora Fridlund no había protegido su invención ante una contingencia tan probable como aquella.
La Máquina alcanzó la temperatura de no retorno y el módulo acumulador empezó a descargar rayos a diestro y siniestro, confiando en que alguno de ellos terminara por impactar en la minúscula formación que debería estar flotando en algún punto del contenedor de cristal.
Sólo que allí había muchas más cosas de las que debiera haber.
Sobre todo, había muchas más palomitas.
Bajé el diferencial del cuadro eléctrico del laboratorio y tiré con todas mis fuerzas de la tapa de la Máquina. Cuando la presión terminó de igualarse la tapa cedió y yo caí al suelo de espaldas, cubierto de palomitas.
Sin saber muy bien cómo reparar el daño causado, me limité a devolver al interior de la bolsa de papel cuantas palomitas me permitieron mis temblorosas manos.
¿Qué diría la doctora Fridlund cuando se enterara de lo sucedido? Me echaría del proyecto. De la universidad. Del país. Tendría que lamer el musgo de las esquinas para alimentarme.
Con tales expectativas, no pude más que coger una de las palomitas de la bolsa y echármela al coleto sin mayor miramiento.
Me cegó un destello de gran intensidad.
Cuando mis pupilas se recuperaron me encontré tirado sobre el asfalto de la calle. Los coches surcaban la oscuridad volando sobre mi cabeza y los destellos que les servían de telón revelaban que una gigantesca cúpula de cristal cubría la ciudad. Las luces de los edificios colmena se reflejaban en ella creando nuevas constelaciones mientras yo observaba la escena aún con la boca abierta.
Alguien tiró junto a mí una pequeña tarjeta de plástico.
—Y pensar que sigue habiendo mendigos en pleno 2018… —masculló.
Me lancé sobre la tarjeta y leí la leyenda que había escrita en ella:
Vale por 50 céntimos de Moneda Universal
O bien me había vuelto loco, o había viajado al futuro.
Aunque, si seguíamos estando en 2018, más que al futuro yo había viajado a… ¿tal vez una realidad alternativa?
Eso tendría sentido. Al fin y al cabo, la palomita que me había comido había sido tocada por la energía de un nuevo Big Bang en potencia.
Decidí comprobar la hipótesis arrojando al agujero negro de mi estómago una segunda palomita.
Un nuevo destello cegó mis ojos y me llevó a un lugar que apenas se diferenciaba del laboratorio universitario del que había partido hacía no demasiado tiempo. Todo parecía seguir tal y como yo lo había dejado. La Máquina seguía abierta, las palomitas seguían manando de su interior gracias a la electricidad residual del módulo acumulador y Kay Lenz y Richard Hatch se besaban con torpeza en la lejana Vonya.
La única diferencia era la iracunda presencia de la doctora Fridlund, que blandía hacia mí un puño amenazador y me dirigía una serie de epítetos de todo menos amables.
Aunque reconociera mi parte de culpa, no estaba dispuesto a aguantar tamaña falta de respeto. Así que probé una tercera palomita para ver qué me deparaba el azar en aquella ocasión.
Aparecí en un lujoso salón de inspiración barroca. Tenía las paredes cubiertas de espejos y las lámparas de araña pendían del techo cual crisálidas esperando a que llegara la primavera allá donde las molduras doradas les dejaban algo de lugar. Un servil ayudante de cámara se me acercó y me instó a tomar asiento en el lugar que me habían reservado en la mesa del centro del salón.
Me disculpé por hacer esperar al resto de comensales, extrañado de que nadie hubiera reparado en lo asombroso de mi presencia cuando, apenas un segundo atrás, yo ni siquiera existía en aquel universo paralelo.
Mis compañeros de mesa vestían unas elaboradas casacas de lino por cuyas mangas asomaban abundantes puntillas, y tocaban sus cabezas con unas pelucas blancas que hubieran podido competir en verticalidad con la torre de más de un campanario.
Tardé algún tiempo en darme cuenta de que todos ellos tenían rostro de gusano de seda. Pero poco pude hacer con aquella información, porque un pequeño ejército de criaduelos depositó ante nosotros una serie de platos cubiertos por sendas campanas de plata antes de que yo pudiera decir que-alguien-me-saque-de-aquí.
Aguardaron a que el mayordomo mayor diera la señal pertinente, y levantaron las campanas todos a una para que pudiéramos disfrutar al fin de los deliciosos manjares que éstas habían estado escondiendo.
Una cabeza humana me miró desde mi plato.
Una cabeza que tenía los ojos abiertos en un estertor paroxístico y cuyo rostro reproducía el mío con una fidelidad, como mínimo, inquietante.
El resto de comensales se frotaron las patas con deleite y abrieron la boca para mostrar cinco hileras de unos afilados dientes triangulares. Royeron las cabezas de sus platos con la intensidad de pirañas hambrientas, engullendo lo mismo la carne que los huesos de sus respectivas víctimas.
Aquello fue suficiente para animarme a partir.
Con la siguiente palomita viajé hasta un pequeño asteroide poco mayor que mis posaderas. ¿A eso había quedado reducida la Tierra en aquel universo?
Un niño rubio parecía saludarme desde otro asteroide cercano mientras se revolvía en el suelo por efecto de la hipoxia, pero no quise malgastar el poco tiempo del que disponía en burdas disquisiciones. Sabía que los efectos del vacío cósmico serían irreversibles en menos de noventa segundos y que la falta de oxígeno me habría dejado inconsciente mucho antes. Así que me apresuré a probar otra palomita.
Pronto me vi en medio de una selva exuberante, rodeado por un grupo de complacientes beldades ataviadas con unas reveladoras túnicas de gasa blanca. La cosa no pintaba del todo mal pero, después del desagradable encontronazo que acababa de tener con aquellas alimañas devoradoras de carne humana, no estaba dispuesto a bajar la guardia tan pronto.
Me acomodaron en una tumbona baja y se aseguraron de que mi cuerpo viera satisfechas las que ellas, tal vez erróneamente, consideraron que eran mis necesidades más evidentes. Una me descalzó y comenzó a darme un suave masaje en los pies. Otra me abanicó con una hoja de banano. Una tercera deslizó un grano de uva en mi boca y otra hizo lo propio con una de mis palom…
Mierda.
Aparecí en el estómago de una babosa gigante, donde los ácidos con los que ésta trataba de digerirme me complicaron la operación de ingesta necesaria para escapar. Luego salté a un desierto en el que un grupo de esclavos sometidos por robots bregaban por construir una colosal pirámide. El robot más cercano a mí chasqueó el látigo en el justo instante en el que logré engullir, no ya una nueva palomita, sino un buen puñado de ellas. Pasé por un mundo submarino, un reino dominado por unos extraños seres de apariencia arbórea, un universo en el que un ejército de hormigas gigantes formaba dispuesto a derrocar al Rey Sapo que las gobernaba con lengua de hierro.
Así, hasta que uno de los saltos me hizo asomar en un lugar que se parecía mucho a los pasillos de aquella universidad que tantas alegrías me había dado.
¿Había conseguido escapar?
Eso parecía.
No había terminado de recuperar la respiración cuando escuché unos pasos a la vuelta de la esquina. Con mi suerte, estaba seguro de que sería la doctora Fridlund. Y dudaba que estuviera precisamente de buen humor.
Demasiado cansado para seguir huyendo, decidí asumir las consecuencias de mis actos y excusarme ante ella aunque eso me supusiera la expulsión inmediata de la universidad.
―¡Orgd, kohl zheptbda!
―¿Gend?
―Kohl. Gendta beni kohl.
Las voces provenían de un grupo de tres reptiles antropomorfos que me apuntaban con rudimentarias lanzas.
Saqué fuerzas de flaqueza y eché a correr, anadeando a trompicones. Doblé la esquina para escapar del pútrido aliento de aquellas criaturas. Atravesé aulas desiertas y bajé escaleras, hasta llegar a la cafetería y darme de bruces con su puerta cerrada a cal y canto.
Me revolví en busca de alguna alternativa, pero los reptiles me alcanzaron antes de que yo pudiera idear nada.
Sólo me quedaba una palomita.
Más me valía utilizarla con sabiduría.
El cabecilla del grupo blandió la punta de su lanza a escasos centímetros de mi rostro y, de pronto, una idea germinó en mi cabeza con la insultante majestuosidad de un lirio en medio del desierto.
Era una idea descabellada, pero… ¿cuál no lo sería en aquella situación?
―Gurguni guli-guli, kalaká ―le dije al reptil, improvisando un galimatías sin significado.
―¿Kalaká? ―preguntó éste con gesto de extrañeza.
Y, aprovechando la extrema apertura de la última de las aes de aquella quimérica palabra, aproveché para arrojar mi última palomita al gaznate de la criatura.
El reptil desapareció con un estallido de luz blanca y sus secuaces se arrodillaron ante mí, dispuestos a rendirme pleitesía hasta el final de los tiempos.
―Ahora llevadme ante vuestro líder ―les ordené―. Quiero enseñarle quién manda aquí.
A pesar de no ser capaces de comprender mi evolucionado lenguaje, las criaturas supieron leer en mis ademanes y corrieron a cumplir con la orden.
Así fue como me convertí en el Nuevo Señor de las Tormentas de los Mulok.
A 38 de Klahmning del año 1209 de la Tercera Era de los Mulok,
Asier Gabiriazar Urionabarrenetxea, Nuevo Señor de las Tormentas
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Foto: Jeshoots.com. Unsplash.