M. M. J. Miguel: Hojarasca

Hojarasca. Libros Prohibidos

A pesar de las advertencias de sus padres, Matías y sus amigos venían a jugar al salir de la escuela. Giraban a mi alrededor cantando carruseles, dispersos en risas que no han conocido más que el abrigo de osos de peluche o soldaditos de plástico. Solían incluirme en el grupo hasta que la luz del ocaso se apagaba y cada uno tomaba camino a su hogar; hacia una tunda segura, puesto que era imposible ocultar los rastros de moretones y tierra.

Matías era el líder a leguas. Sus decisiones eran como veletas que solo se obedecían a sí mismas. Nadie tenía problemas con eso, ni siquiera yo, que me dejaba llevar por su voz, sus órdenes y su voluntad. Claro, a veces Gabriel y Roberto chistaban, pero ellos eran unos títeres sin hilos; necesitaban de Matías para que sus tardes fueran algo más que limpiar porquerizas o remendar zapatos.

Nunca faltaba Simón dice, donde en más de una ocasión alguien se colgaba de piernas al tronco mientras hacía malabares y soplaba un silbato. Después de esto venían las lágrimas producto de la caída y de una nueva cicatriz. Para algunos sería un orgullo, pero ya he dicho que Roberto y Gabriel eran unos quejicas. En los días de calor nos dedicábamos a cazar escarabajos, algunos tan grandes como un pájaro. No me era difícil atraerlos gracias a mi perfume de hojarasca. Las ramas más pequeñas les truncaban el paso al corretear y allí permanecían hasta que Matías les daba el tiro de gracia con su resortera. Los demás insectos se ocultaban entre raíces y boquetes, y aunque les susurrase nanas, se negaban a salir.

En momentos de inspiración representábamos una puesta en escena de policías contra ladrones, en la que secuestraban a la hija del alcalde antes de terminar con una reyerta parecida a una pelea de gallos. Allí perdimos varios dientes de leche.

A veces Matías, cargado nada más que de un libro, se sentaba conmigo a leer. Al recitar a Lewis Carroll, Stevenson, Michael Ende y a Jack London dejaba escapar una voz de contralto que lo acompañó hasta que el barítono en su pecho brotó junto a una barba y bigote. Aquellos libros viejos se cambiaron por revistas de autos y senos al aire.

Convirtieron mi claro en su sitio favorito para encender sus pipas y allí se quedaban hasta que la nube de humo se confundía con una fogata. Al mencionar la ciudad, Gabriel y Roberto la describían como un Kraken del que preferían alejarse y, por primera vez, asentí a sus afirmaciones. Escuchaba el engranaje del metal en levante y el chirriar de las vías del tren desde poniente. El otoño olía a calderas y el invierno traía copos de ceniza. El mundo me parecía girar, detenerse, y luego girar por orden de manos enguantadas de grasa y ambición. Donde antes se levantaban molinos, se erguían torres de babel que no paraban de vomitar sangre de abismos. Incluso los pantanos engendraron una soledad inmune a los abrazos, y el agua de los arroyos dejó de saciar la sed de las caravanas.

Y, a veces, lo monstruoso tiene un calco de majestuosidad.

La idea se metió en la cabeza de Matías como gusano en una manzana. Se iría, gritó, se iría a beber de aquel hidromiel como si bebiera de un cáliz forjado en el olimpo. Gabriel y Roberto se acaloraron ante la traición inminente y, entre botellas rotas y blasfemias, rompieron cualquier contrato que sus almas huecas de años tenían para ofrecer.

Matías se reunió conmigo a las semanas, pero no vino solo. Llevaba de la mano a una larguirucha de pecas y tobillos enclenques. Compartimos un lecho de hojas secas a mis pies, bajo el arrullo de ranas y caballitos del diablo. Cada travesura venía impregnada de una despedida, como un beso al cuello sin el coraje de encontrar una lengua. La larguirucha cedió al afán de Matías por sellar aquel asunto y, al terminar, salió del claro con una camisa de lana que no era de ella.

Matías se quedó a dormir. Miraba la luna entre las volutas de su cigarrillo. Al verle a los ojos supe que pensaba en la ciudad y temí. El horror de perderlo erizó el césped y avivó el panal de un abejorro. Yo podía ofrecerle a Matías un hogar, aquí, en donde el tiempo cedía a la respiración, donde vería tantos amaneceres como galaxias en el cielo, y que en donde posase la vista, se crearan senderos a destinos desconocidos hasta para la ciudad. El aletear de un halcón hablaría en todos los idiomas, y el soñar despierto le permitiría leer todos los libros escritos y por escribir.

Le acerqué la posibilidad al rostro.

No me miró.

Se levantó como una momia al resucitar y se fue del claro. Se llevó consigo una rama.

A partir de allí, me acompañó nada más que el zumbido de los escarabajos que tanto le gustaba cazar. Las flores se marchitaron, pero me rehusé a marchitarme con ellas. La ciudad siguió engullendo los horizontes, y la mala suerte de los espejos rotos del mundo se fue olvidando.

Y cuando creí que también olvidaría a Matías, él regresó, cargando tantas arrugas en el rostro como yo en mi corteza. Renqueaba a pesar de apoyarse con un bastón hecho con la rama que me había robado. Cara a cara, madera, musgo, tronco y helechos; habló como una puerta abierta. Agité mis raíces, agrietando la tierra y lo alcé hasta mi copa, donde guardaba mi último fruto. Se lo acerqué de nuevo y él lo tomó antes de morderlo. Diría que el espasmo le hizo recordar las advertencias de sus padres ya fallecidos.

Matías echó raíces a mi lado. Todos los días, nuestras hojas danzan al viento y se resisten a perecer bajo el vaho de la ciudad.

M. M. J. Miguel

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Foto: Autumn Mott. Unsplash