Mª Concepción Regueiro: Instantes vividos como humanos

Instantes vividos como humanos. Libros Prohibidos

Los cuatro toros completaron su metamorfosis mientras miraban la luna desde el centro de la dehesa. Contemplando el disco no veían cómo su cuero negro se ablandaba y descoloría, ni tampoco sentían la inestabilidad creciente por la pérdida de dos de sus cuatro bases. Sus nuevos cuerpos desnudos se descubrieron, así, como un inverosímil armazón de indefensión y fortaleza.

Consiguieron todo lo que necesitaban en la casa del guarda de la finca. Su puerta se había abierto al segundo empujón, dejando al descubierto el vacío desordenado habitual en las excursiones etílicas del viejo al pueblo. Por una coincidencia más de las muchas que encierran los actos cotidianos, se cruzaron con él cuando merodeaban por la calle de los vinos. El guarda pensó entonces que las ropas de aquellos hombres fornidos le resultaban conocidas, pero prefirió no comprobarlo con un segundo vistazo, pues el temor ante unas presencias tan extrañas se mezcló con los vapores del coñac barato que llevaba horas bebiendo. Por el contrario, el inquietante grupo de desconocidos siguió avanzando con la determinación propia de los grandes planes.

***

Pablo forcejeó con rabia antes de que el portero de la discoteca lo echase definitivamente a la calle. Sus casi cien kilos de músculo poco pudieron hacer ante la experiencia de matones de fin de semana uniformados de traje rojo barato. Por ello, los insultos que escupió más fueron un simple calmante momentáneo de la indignación que una expresión precisa de sus sentimientos reales. De nuevo, le atormentaba la idea de una conjura contra su persona de los impresentables que le rodeaban. Sin saber cómo, sentía que los sitios por los que siempre se había movido sin problemas se estaban transformando en una especie de altares de la distinción y los modales exquisitos donde ya no tenían cabida personas como él. Los diversos rifi-rafes mantenidos con una serie de papanatas no le parecían suficiente motivo para tal destierro, sobre todo teniendo tan claro que seguiría sin consentirle a nadie que le escudriñase como si fuese cualquier ser infecto. Ante tal principio vital, santo y seña de su persona, obviaba sin mayor preocupación el hecho de que aquél fuese el tercer local del pueblo donde le quedaba vetada la entrada.

De un potente empujón se hizo sitio entre un grupo que ocupaba la acera, deseando el menor atisbo de pelea para repartir los golpes que no había conseguido desahogar, pero los adolescentes prefirieron no discutir. Su frustración entonces se multiplicó por la falta del perfecto tranquilizante de las broncas multitudinarias y no le permitió percatarse de las sombras que llevaban un rato acechándole, enormes y desconocidas.

***

Despertó en el centro del coso de las últimas fiestas patronales, todavía sin retirar por la simple indolencia del dueño, y donde empezaban a vislumbrarse las primeras señales de abandono. Sentía la cabeza a punto de estallar, pero, aún así, pudo distinguir la expresión de las sombras que le rodeaban gracias a la enorme luna llena y la bombilla del punto de luz del camino. Las miradas vacías de aquellos cuatro tipos desconocidos en una actitud de atenta espera encresparon más su furia y a su jaqueca se añadió una ira borboteante, amenazando con reventar de un momento a otro.

—¿Qué pasa aquí? —gritó desafiante— ¿Qué coño queréis de mí?

No le parecían muy peligrosos y, finalmente, sentía que quizás podría tener la pretendida pelea reparadora. En la línea de esa intuición, especuló con la posibilidad de liarse a golpes con el más cercano, para así poder saltar la barrera y escapar antes de que los demás reaccionasen, pero aquellas miradas vacías seguían sin demostrar habilidad vocal o cualquier otra iniciativa que le permitiese adivinar sus movimientos. Por el contrario, continuaron fijando sus ojos sin expresión en él, aunque no hubiese en su vacío otra cosa que un desprecio fuera de límites.

—¡Eh! —citó de repente uno de los desconocidos—. ¡Eh, toro!

Pablo sintió que aquél era el disparo de salida perfecto. Echó a correr hacia quien le citaba ahogado por su odio y con el único fin concreto de hundirle las costillas, pero, cuando estaba a punto de alcanzarlo, el hombre hizo un quiebro inverosímil y él siguió corriendo hacia el vacío. Se detuvo a duras penas, aturdido, pero aún con su furia intacta.

—¡Eh, toro, venga! —gritó otra de las sombras. De nuevo Pablo corrió hacia ella y de nuevo un quiebro inverosímil le hizo perder su blanco.

Los primeros resuellos le impedían moverse más deprisa pero aún hizo otro par de ataques inútiles espoleado por aquellas sombras. La inquietud entonces empezó a ocupar gradualmente el espacio reservado a su ira. Los desconocidos continuaban mirándole con los ojos vacíos.

—Tíos, estáis locos —farfulló entre jadeos mientras intentaba disimular el temor incipiente en su voz—. Venga, ya está. Os habéis partido de risa a mi costa, pero ahora yo me abro, ¿vale? Que os den por culo —concluyó con un orgullo impostado dirigiéndose a la barrera, pero el dolor concentrado que estalló en su hombro lo frenó en seco. Una de las sombras que se había aupado a las tablas le estaba clavando lo que él identificó como una lanza, revolviéndola cruelmente en la herida. A través de esos pinchazos que ya le bombardeaban directamente el cerebro consiguió comprender que no iba a parar hasta que volviese al centro del ruedo. El temor desahució a la ira y le hizo comprender que estaba en peligro.

—Venga, torito, eh —volvió a citarlo otro y los últimos restos de ira le empujaron a embestir.

Pero de nuevo volvió a fallar.

—Tíos, esto es una locura —gritó, dominando unas ganas de llorar que no sentía desde niño—. Dejadme marchar. Juro que no le diré nada de esto a los picoletos ni a nadie.

Intentó saltar por otro lado de la barrera, pero de nuevo el estruendo de un dolor infinito en el hombro le hizo retroceder. El de la lanza apretaba sin piedad y ni su amago de desvanecimiento consiguió que aflojara la presión. Las primeras lágrimas mojaron el centro del ruedo, aunque a él no le avergonzaron en absoluto, al contrario de su creencia habitual. Otro avanzó unos pasos hacia él sujetando algo en las manos.

—Venga, bicho —citó.

Pablo se quedó quieto. Su cabeza había decidido gestionar una única idea: «no me voy a mover».

Los desconocidos parecieron perplejos ante esa inmovilidad imprevista a pesar de las muchas interjecciones lanzadas y, por unas décimas de segundo, Pablo abrigó la esperanza de que todo iba a acabar, pero la amenaza de la lanza surgió brutal de la oscuridad. Embistió por ello avivado por ese miedo a una nueva descarga en su herida. El que lo había azuzado inició también su carrera hacia él y en el instante mismo en que se cruzaron, Pablo sintió dos punzadas gemelas insoportables en la espalda.

El dolor se hizo dueño de la situación, aunque consintió cruelmente en mantener la consciencia. Una sustancia caliente empezaba a empaparle la camisa. Navegando en su viscosidad podía sentir el golpeteo de las dos varillas que le habían insertado un poco más abajo de la nuca, a ambos lados de la columna. El pensamiento de que iba a morir le ocupó toda la mente y no le permitió otra cosa que sollozar violentamente.

—Por favor, dejadme en paz —gritó, pero la única respuesta que obtuvo fueron los nuevos «¡eh toro!» y los dos nuevos abismos de dolor por debajo de la nuca.

Cayó de rodillas, respirando entrecortadamente, con las cuatro varillas entrechocando sobre la espalda y desgarrando la carne poco a poco con cada uno de sus movimientos. El pánico se había convertido en una realidad invencible que solo aliviaban sus sollozos violentos, pero, además, sentía que en cada uno de ellos se escapaban bocanadas de vida, inaprensibles por las prisas inmediatas de respirar.

—¡Eh, toro! —repitió una sombra apuntándole con algo, y la luna reflejó el filo de lo que parecía una espada. Pablo sintió entonces que los calzoncillos se humedecían con algo que no era la sustancia caliente que se le escurría de la espalda, y a su pánico se añadió la idea humillante de que iba a morir cagado como un niño de teta.

***

La seguridad del apoyo sobre las cuatro patas fue la señal definitiva de que, de nuevo, estaban en casa; una casa con paredes de cuero negro y tejado de astas, familiar y confortable como todos los hogares. Los toros continuaron unos minutos en el centro de la dehesa contemplando la luna, como si ese disco brillante pudiese resolver alguna de sus dudas, pero lo único que les proporcionaba era la acogedora tranquilidad de los paisajes habituales. Se preguntaban si la piltrafa sollozante que habían dejado en el coso retorciéndose de miedo, antaño perfecto paradigma de la furia descontrolada y gratuita, habría comprendido el porqué de su acción, incluido el perdón final, también ejemplo del tope de la violencia de su especie, ajena a los cercenamientos brutales del último aliento con que los hombres solían regalarles. Pero el sentir derrotista transmitido de generación en generación entre ellos les hacía recordar con desconsuelo que los seres humanos son muy difíciles de educar y que ni la más espantosa demostración en sus propias carnes era suficiente motivo para parar las viejas costumbres con su amontonamiento atávico de saña y humillación. La decepción siguió iluminada por aquella luna poderosa hasta que un nubarrón de tormenta la cubrió y les obligó a seguir a oscuras con las cavilaciones sobre la eficacia de lo que acababan de realizar. En definitiva, se sentían mal pues ya no le encontraban el menor sentido a lo realizado, ni siquiera en los instantes vividos como humanos.

Mª Concepción Regueiro

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Foto: Richard Gatley. Unsplash