Título original: Zombi
Traducción: Alexander Páez
Idioma original: Inglés
Ilustración de cubierta: Rafael Martín Coronel
Año: 1995
Editorial: La biblioteca de Carfax (2019)
Género: Novela (terror)
Obra perteneciente a la sección oficial de los Premios Guillermo de Baskerville 2019
Un zombi hecho a sí mismo
Una carta de lo más variado, con mucho picante, con ingredientes de consumo local, carne fresca criada en los mejores prados urbanos, en los saludables ambientes de los barrios residenciales adinerados. Nada de sociedad depauperada y con una moral sacada de las cloacas; no, de eso ni trazas, aquí el hacedor de todo es un miembro prometedor de la inconsciente clase dirigente y acomodada. Viene de las lujosas casas cerradas sobre sí mismas, de las avenidas arboladas, de los añejos edificios universitarios. Un privilegiado que demuestra que no solo los pobres comen carne humana.
La cosa empieza fuerte. Una primera persona vivaz se presenta y comienza a chapurrear, parece no ser capaz de detenerse ni controlarse. Notamos algo raro en sus dejes, pero hasta que no avanzamos un poco no empezamos a comprender. Algo le pasa, divaga, pero en apenas un par de páginas la intuición de lector curtido nos dice: la chamusquina va a llegar. Reconozco que algún pensamiento censor cruzó mi cabeza cuando comencé la lectura de Zombi: «¿esto va a ser siempre así?, ¿este tono de esquizofrénico jarto de café es lo que me espera?», me preguntaba. Y bueno, no sé vosotras, pero yo intento que el Torquemada interior se limite estrictamente, como a él le gusta, a sus funciones de vigilancia y aviso. Si le dejara medrar, todos los males caerían sobre mí, se me agriaría el carácter y se me secarían las petunias. Mierda, ya estoy cancaneando como la voz narrativa, soy un zombi de mí mismo, si es que eso significa algo.
Puede que en todo este libro haya cierto mensaje alegórico de como la idiocia social nos lleva, mediante sus presiones, sus corsés y sus esperanzas afiladas, a apretar tanto los tornillos de la normalidad que acabamos como la jaca La Algaba, un pelín tensos y sin saber muy bien qué es real y qué una sombra amenazante. Pero cuesta verle el trasfondo, no porque esté mal introducido o muy diluido, sino porque hay tanta punta que se nos clava en la prosa de este libro, tanto asco y tanto estómago revuelto que no es sencillo salir del estupor y del cuestionamiento sobre lo que se nos muestra. Aun así hay belleza, grotesca y en escorzo. Hay claridad en la visión de Quentin, el protagonista, que sabe lo que quiere y pone todos los medios para lograrlo. Cuenta la inestimable ayuda de un padre que utiliza su posición social para intentar enderezar a su fracasado hijo. Vemos la repulsión de ese padre por su vástago torcido, la distancia emocional y el desprecio; es escalofriante.
¿De verdad vas a hacer eso? Sí, sí, lo va a hacer
No puedo ni quiero desvelar mucho de la trama, Zombi no es más que la realización de una obsesión insana. No esperéis hordas de no muertos hambrientos. La parca está más que presente en el libro, pero no es tan tonta como la que impulsa a la caterva de seres sin volición que quieren nuestros sesos; es igual de peligrosa, eso sí, aunque no por acumulación, no hay caras con colgajos ni masas con ojos opacados, no hay gemidos ni brazos extendidos hacia delante. No hay estereotipo aquí —al menos no el esperado—, sino un fino sentido depredador, una amenaza más sutil, perturbada y carente de escrúpulos.
Quentin tiene un deseo y no dudará en hacerlo realidad. Creo que ahí tenéis la sinopsis de Zombi, más larga de lo necesario incluso. Asistimos a como persigue este chico sus sueños húmedos y violentos. Lo curioso es que, a pesar de la que organiza el angelito, hay una parte de nosotros que lo entiende y eso es mérito de la autora que nos presenta un opresivo entorno, estéril y aséptico, donde cualquier atisbo de emocionalidad o expresividad espontánea es reprimido y castigado.
Respiro hondo, me tomo un par de tilas alpinas, o algo más fuerte, y os cuento más de esta obra. Como que su estilo apresurado y caótico tiene un porqué, cumple una función y lo hace con suficiencia y aportando personalidad a la narración. Es el vehículo perfecto para que nos vaya empapando el batiburrillo de pensamientos que se escapa sin control de la voz narrativa en primerísima persona, sin filtros. Contemplamos sin cortapisas lo que ve el narrador, su hambre y sus deseos deformes.
También os puedo decir que hay dibujitos que, lejos de resultar meros adornos, acompañan a la historia mientras se desvela, la matizan y aportan inquietud. Pistas que un amante de los test proyectivos sabrá apreciar. Dibujos rudimentarios que causan escalofríos.
Se explota la idea de la ruptura con la normalidad concebida como cárcel. Zombi es una vuelta de tuerca al cliché de los monstruos que viven entre nosotros y que nadie quiere reconocer como sus hermanos, madres, amantes o titas del pueblo. Son parte de nuestra humanidad, consecuencias del choque entre naturaleza y forma de vida. Tanto los negamos que hemos tenido que crear historias protectoras para exorcizar el miedo que nos da convertirnos en ellos, porque los vemos en el espejo cuando nos cogemos el moño cada mañana, los vemos en el compañero de trabajo que hoy ha venido con ojeras, en el vecino y sus derivas extrañas que incluyen paseos con su yorkshire desdentado a las tantas de la madrugada. Eso es esta novela: un reflejo de lo que podemos ser, de lo que provocamos, miedo encarnado que se pone nuestra ropa interior.
Pero me llevo bien con la familia otra vez. Es un alivio para todos. He llevado a mamá y a la abuela a la iglesia en coche y he asistido a misa cuatro domingos seguidos. He llevado en coche a la abuela a hacer cosas de jubilados y a visitar amistades. Les he dicho lo mucho que lo sentía por haberles hecho daño. Y lo mucho que significa para mí que confíen en mí. A partir de ahora no volveré a defraudarlos, les dije.
No, Zombi no va de zombis, pero sí de autómatas. De regar tanto la planta que hay que ingresarla en un psiquiátrico, porque lo que era brote delicado y pintoresco se convierte en el más carnívoro de los vegetales. Nos pone sobre la pista de muchas situaciones que más bien parecen estertores de un cadáver en ciernes. Vidas cotidianas que son como hilos muy tensos, queda poco para que se quiebren, eso vamos viendo página a página, un dique de contención a punto de hacer aguas, esperamos el cuándo.
La ilustración de portada, de Rafael Martín Coronel, nos da buenas pistas de lo que va a venir. También prepara al estómago. Todo en esta obra es desborde, tanto que hacia el final se llega exhausto y este hecho es, creo, mi única pega a esta lectura: se pasa un poco de rosca en la fórmula. Aunque también puede ser que resulte sumamente agotador seguir a una mente como la de Quentin durante tanto tiempo y no contagiarse. Quizás esta pega solo sea un mecanismo de autodefensa por mi parte.
El terror tiene sus trucos
La autora hace algo crucial para mantenernos pegados a sus párrafos: nos dirige hacia la comprensión del monstruo. ¿Os suena esto familiar?, si sois aficionados al terror seguro que sí, aunque no es un mecanismo exclusivo de este género. Entendemos su ira y sus motivos. Vemos su negrura y un frío helador en lo que dice, una inevitabilidad en lo que hace, llegamos a la conclusión de que es un ángel exterminador, pero que fue humano. Nos sentimos un poco culpables, o al menos entendemos que como especie somos capaces de provocar tanta confusión y dolor que todo lo expuesto nos acaba pareciendo factible.
Ese truco para hacer del terror literatura parece tenerlo claro la editorial que nos trae esta obra. Con ella, en el ya lejano 1995, la autora Joyce Carol Oates, ganó el premio Bram Stoker a la mejor novela. Y es que La biblioteca de Carfax es para mí uno de los más gozosos lugares en el mundillo editorial. Recuperan o nos traen historias perdidas, historias rompedoras y distintas, a una lengua con tradición escasa de tratar los temas terroríficos como lugar de reflexión y esparcimiento. Va en esta reseña todo mi agradecimiento a la citada editorial por darle algo de vida a este género, los asociales que queremos aprender a extirpar limpiamente con nuestras manos columnas vertebrales humanas os estaremos eternamente agradecidos.
Por lo dicho hasta ahora no creo que os sorprendáis si os digo que en Zombi hay violencia y sadismo. Amor complicado, duro, sangriento y desequilibrado. Por momentos me ha recordado a algunas historias de género bizarro que hemos reseñado en esta santa casa. Violencia muy explícita, con un tratamiento morboso, expuesta con una naturalidad pasmosa que casi la hace brillar y que nos permite atisbar por qué es objeto de deseo y liberación de abstrusas pulsiones.
Se puede leer este libro como un catálogo de perversiones del protagonista: alcoholismo, drogadicción, pederastia, psicosis varias… Además de las del prota, el listado de vilezas es amplio, tiene una sección que se podría titular «Gentes normales», colmada de hipocresía, apariencia, avaricia, cobardía y otras lindezas; todo, eso sí, con un atildado gusto y una pose de estirada suficiencia.
Un ZOMBI no juzgaría, por supuesto. Un Zombi no juzgaría. Un ZOMBI diría: «Que dios te bendiga, Amo». Diría: «Eres bueno, Amo. Eres amable y misericordioso». Diría: «Fóllame el culo, Amo, hasta que sangre tripas azules».
El libro se lee con facilidad. Pero, ya sea porque soy más reaccionario que un inquisidor con dolor de muelas, o porque de verdad el chicle sobre el que se asienta esta obra se ha estirado demasiado, he notado una distensión de la atención a medida que avanzaba. Eso no quita que la narración tenga muchos alicientes, pero, como ya he apuntado, el no ser una novela para estómagos débiles puede pasar factura. Es cierto que sostiene bien la tensión, la contemplación voyerista nos mantiene en guardia a pesar de que se desvelan muy pronto las intenciones de Quentin. Aun así, el paso de la novela continúa firme, su narrar anárquico, que se lentifica y acelera a la par que los pensamientos del protagonista, reparte la pólvora a lo largo de todas las páginas, de forma distinta a como estamos acostumbrados. Se acumula la expectativa por aglomeración de la barbarie y no por resolución de conflictos. Zombi no trata de descubrir una trama, sino que nos propone asistir a un espectáculo dantesco, nos reta a no alterarnos, a intentar negar una sospecha que se confirma pronto y que apesta desde los primeros párrafos.
De alguna manera este libro demuestra que eso de que cada uno crea su suerte, eslogan por excelencia que repite Quentin a lo largo de sus diálogos internos, no es más que una mentira que nos contamos para no mirar la sórdida verdad y reconocer que no sabemos qué hacer. También, de forma subrepticia, encontramos en estas páginas una crítica a las facilidades del poderoso para hacer lo que le salga de sus santos contactos e influencias. La impunidad es el premio por el éxito.
Termina la novela con un final abierto, extraño y muy oportuno. Sugiere que la vida sigue, con esos monstruos en su seno, acechantes. Extraña conclusión, como toda la obra, que te hace preguntarte quién es el zombi en esta película.
Leed terror, leed esta novela que tiene mucho de arriesgada. Marchad, eso sí, advertidos de esta humilde reseña: no hagáis contacto visual con nadie. Podrían descubrir la bestia que tanto os cuesta mantener a raya.
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Foto de Isai Ramos en Unsplash