Ángela M. Rams: Canción de cuna

Esta entrada se adhiere a la iniciativa #LeoAutorasOct, que busca visibilizar las obras escritas por mujeres y fomentar su lectura.

El 13 de octubre de 1958, el ciudadano sesenta y siete millones cuatrocientos cincuenta mil doscientos treinta y siete no puede dormir. Su insomnio no es a causa de una desgracia, ni tampoco es fruto de las tribulaciones de la pobreza, pues tiene cuanto codicia, aunque en ocasiones ni él mismo consigue evocar la forma de sus deseos. Su nombre secreto es Adán, el rojo, hecho con tierra, nombre que acaricia en noches como aquella.

La ciudad donde vive fue bautizada hace 157 ciclos como Philautia, aunque la leyenda de su fundación sigue siendo un enigma. Es cuadrada y metálica, iluminada con luz blanca, con amplios espacios y líneas duras, arrullados por el leve zumbido de la electricidad. Hace tiempo que la humanidad ha renegado de los ornamentos, pues el advenimiento de la razón recomienda liberarse de lo inútil.

Adán no ha revelado a nadie su nombre, que permanece callado, aguantando la respiración. Tiene un secreto, y eso le convierte en un extranjero. Su silencio sabe a sal marina, es la arruga, el diente torcido, los ojos miopes y la piel manchada. Es un sobre escondido en una caja que habla de otro tiempo, una voz que sigue resonando, lejana, palabras que ya no puede oír. Es, en definitiva, un error, ya que, en la ciudad cuadrada y metálica, Adán cada día debe cambiar de rostro y de nombre, y siempre debe amar o despreciar algo distinto.

Los habitantes de Philautia descansan al anochecer en camas acristaladas, llamadas Ker. Duermen en espejos, abrazándose a sí mismos, y sueñan con aquello que desean obtener. Entonces, la lámina vidriada de Ker recoge sus anhelos, los condensa y madura, creando un caldo denso y opaco, el Nyktelios. Este líquido amorfo materializa el deseo del durmiente apenas se vislumbran los primeros rayos del sol, cuando el soñador podrá disfrutar de él hasta su próxima noche. Ningún ciudadano ha ansiado nunca dos veces lo mismo y, de hecho, suelen olvidar lo que persiguen. Por esta razón, Nyktelios cada día tiene una nueva forma, y nadie conoce su verdadera naturaleza.

Philautia es una metrópoli independiente dentro del Sistema Kenó, que sigue el calendario lunisolar Acrux B. Dispone de redes de carreteras entretejidas con nidos Ker, Centros de Orientación del Deseo y Salas de Sugerencias, para quienes no saben qué soñar. Todo ello forma un panóptico translúcido en cuyo centro late el Corazón rojo de la ciudad, que arde caliente de la sangre de sus habitantes. Una vez al mes, los philautios deben extraerse una pequeña cantidad de esta, que irán consumiendo para acceder a los lechos, las salas y los otros servicios de la capital. Para utilizarlos, es necesario verter una gota en la cerradura, por lo cual todos los ciudadanos llevan colgado al cuello un vial con dosificador. Estos arroyos encarnados gotean en las cañerías de la ciudad, y acuden a regar su núcleo.

Los candados de Philautia no solo recogen la sangre, sino que miden su salubridad y la calidad de los sueños que la han atravesado. Solo los sanos y los cuerdos pueden alcanzar los nidos Ker; el resto son expulsados de la ciudad. Con el tiempo, las fronteras de la cordura y la salud se han estrechado, y los candados se han vuelto más selectivos. Inicialmente purgaron a los más estrafalarios y problemáticos, y después siguieron seleccionando entre los restantes. Por esta razón, los ciudadanos cada vez se asemejan más entre sí, y aunque Nyktelios puede materializar todo lo imaginable, los pensamientos de todos ellos viajan por las noches como un banco de peces, perfecto y plateado, sin disonancias.

Philautia nació como un misterio brillante, una promesa que venía de ninguna parte y a la que miles acudieron buscando refugio del Exterior, asolado por la escasez. Muchos han tratado de desentrañar el enigma de su creación, pero la información que sale de la ciudad es poca y su investigación, casi imposible. Una extraña armonía uniforme, que parece no tener explicación, afecta a todos los philautios. Embajadores, médicos, científicos y hasta magos han viajado a través de los Sistemas para indagar en el secreto, solo para encontrarse con las puertas cerradas. No obstante, los más hábiles han conseguido averiguar la existencia de Nyktelios y han tratado de obtener una muestra, sin éxito hasta la fecha.

Adán teme el escrutinio de la ciudad. En el mundo transparente, un nombre es la mayor de las locuras. Hace tiempo que ha empezado a sospechar que Nyktelios no es solo un materializador de sueños, sino también un policía de su contenido. Las purgas son semanales, lo cual sería imposible solo con el análisis de la sangre de los cerrojos y el Corazón. Por eso, tira cada noche con fuerza de las riendas de su voluntad, y sueña imágenes antes planeadas para despertar cada día con nuevo rostro y otra voz. Ha enraizado en él una desazón que nunca le abandona y que trata de acallar con largos paseos nocturnos, retrasando el momento de volver a su nido Ker. De madrugada, extenuado, duerme unas pocas horas con la esperanza de que el Nyktelios no pueda leer la confusión exaltada de su conciencia. Le asusta su próxima extracción y sospecha que no podrá engañar al Corazón como lo ha hecho con Nyktelios hasta ahora; el sabor de su sangre, que es incapaz de modificar, le traicionará ante los demás. Piensa a menudo en el destino de aquellos que han sido expulsados, lo cual supone cargar con el peso de un nuevo delito, ya que en Philautia únicamente son permitidas las ideas creadoras de nuevos deseos. La melancolía, la apatía, el miedo o la duda son proyectos para la destrucción; su detección enciende sobre la cabeza del condenado la luz roja de la sospecha, y su ostracismo. En qué consiste ese destierro es algo que los ciudadanos no deben tener interés en conocer; el interrogante es un vacío angustiante que se revuelve en el estómago de Adán.

Las desapariciones han sido constantes en los últimos meses, pero no tiene forma de averiguar sus razones. Lo más probable es que hayan sido ejecutados, aislados y en silencio. Aunque lo considere improbable, piensa que quizás hayan logrado huir u organizarse, y desearía poder hacer lo mismo.

Esta noche, deambula de nuevo por las limpias calles de la metrópolis, y el aire fresco le hace sentirse revigorizado y en calma. Los adoquines son de un material espejado, y Adán se observa caminar pausadamente, uniendo sus pies y sus pasos a los de su hermano al otro lado del cristal. Distraídamente, examina los edificios y avenidas cristalinas, el cielo sin estrellas y el contador LED que sostiene la gigantesca estatua dedicada al Ciudadano. Este medidor registra el número de deseos cumplidos desde la fundación de Philautia; el avance de las cifras es tan vertiginoso que Adán es incapaz de leerlo; apenas puede apreciar un convulso borrón rojo. Abstraído en la desquiciada danza de dígitos, tarda en darse cuenta de que unos pasos apresurados se aproximan a él. Inquieto, duda si debe correr ¿quién más ha rechazado aquella noche el sueño reconfortante de los nidos Ker? ¿por qué tiene tanta prisa en alcanzarle? Intranquilo, mira a su alrededor. Una visión de pesadilla le sucede entonces: la colosal estatua del Ciudadano le está mirando con sus ojos blancos fijos. Adán grita aterrorizado, con la fuerza viscosa del miedo golpeándole el cuello y los pulmones. Huye enloquecido mientras la enorme figura baja pesadamente de su peana y le sigue dando grandes zancadas. Escapando a través de estrechas callejuelas, logra tras una carrera delirante escabullirse dentro de su nido. Escondido, oye cerca las terribles pisadas del gigante, que sigue buscándolo lleno de odio, escudriñando la ciudad con sus cuencas vacías. Durante unos minutos, no consigue dejar de temblar, preguntándose si las largas noches en vela estarán acabando con su cordura, o si realmente El Ciudadano ha querido cazarle. Finalmente, una voz clara suena en la habitación:

—Hoy tardabas mucho en venir y he tenido que pedir algo de ayuda.

Adán queda petrificado, el pánico le aplasta y le impide respirar o contestar. La voz continúa:

—Hace tiempo que te ríes de mí, aferrándote a tu absurda máscara y a tu ridículo nombre; ni lo tienes ahora ni lo has tenido antes. Solo es la fantasía irracional de una mente atrofiada que, además, pensaba que iba a pasar inadvertido.

Desesperado, busca dentro del nido Ker el origen de esa voz que se parece tanto a la suya. Le agobia un terrible presentimiento.

—Veo que eres demasiado estúpido para reconocerme. Soy la mejor parte de ti, soy El Nuevo. En tu cobardía, prefieres conservar ese nombre grotesco como un mendigo guarda su basura. Yo soy fresco, reciente, no conservo antiguallas. Mi hambre es la del todo, y con ella cada día seré un Nuevo diferente.

Finalmente, Adán se atreve a hablar:

—¿Qué quieres?

—Has sido condenado por ser persona non grata. Nos avergüenzas y debes ser extirpado.

El ciudadano sesenta y siete millones cuatrocientos cincuenta mil doscientos treinta y siete sabe que no tiene escapatoria, y aún así, quiere hacer una pregunta:

—¿Por qué? No represento ningún peligro, no pretendo dañar a nadie.

Aquello hizo estallar la ira de El Nuevo.

—Tus pensamientos son venenosos; te empeñas en elegir un solo nombre cuando podrías tener miles, te satisfaces con algo mísero cuando tienes a tu alcance la riqueza. Podrías probarlo todo y prefieres no hacerlo. Solo un cerebro depravado haría algo así, una mente raquítica que sin embargo puede infectar al resto. Philautia necesita soñadores, necesita nuevas caras y proyectos. Necesita la sangre de todos ellos para respirar, y la tranquilidad de sus conciencias despejada. La negación genera destrucción.

La voz, la propia voz de Adán, sonaba llena de rencor dentro del nido Ker.

—Mi nombre me pareció bueno. Me pertenecía y me daba forma. ¿por qué no puedo tenerlo?

—No existen ni el bien ni el mal, lo único que importa es adaptarse. Esas ideas son despojos de una época en la que hombres presuntuosos creyeron que podían explicar la naturaleza de las cosas. Ese error ha sido enmendado, y ahora sabemos que lo único que debemos hacer es no intentarlo, y solo disfrutar de ellas. ¿Qué sentido tiene explicar lo que es evidente para todos? Tus preguntas confirman tu degeneración.

No tiene ninguna intención de seguir discutiendo con un muerto. El Nuevo devora al Viejo con voracidad, enloquecido, regando el nido Ker con las vísceras del hombre que se llamaba Adán. Después, el Nuevo se deshace, recuperando la viscosa forma de Nyktelios, y se estira por las paredes y suelos del nido para absorber la sangre, que se escurre apaciblemente por las superficies. El nido vuelve a estar limpio, y se siente satisfecho y nutrido. Excitado por su victoria, recorre Philautia como un fantasma, atravesando las cabezas de los durmientes, pensando.

«Yo os lo puedo dar todo, y es tan poco lo que pido a cambio… La libertad ya no es vuestra carga, ni la identidad os oprime. Os quiero, os temo. ¿Cuándo decidiréis volveros contra mí? Tampoco erais felices antes de llegar aquí, ¿para qué queréis la libertad, si cuando la obtenéis estáis deseando un guía? Cada día llega gente nueva, y sin embargo los que viven aquí se corrompen. Dicen odiar su rostro, su nombre o sus recuerdos, dicen que no los han elegido y que han tenido mala suerte. Creen que, si hubieran nacido en otra familia, o con otro aspecto, su vida hubiera sido mejor y, sin embargo, cuando pueden cambiarlo, deciden aferrarse a sus antiguas formas y a la miseria que tanto dicen odiar. Los seres humanos solo buscan lo que han perdido, dando vueltas sobre sí mismos como un perro que persigue su cola. Incapaces de ser felices, libres o de mantener una promesa. Un poco de sangre y cumplir vuestros deseos es todo lo que exijo, y aun así me contradecís. Os odio, pero os necesito».

Nyktelios tiene muchas voces, y discute, jura, grita con todas ellas a la vez. Entra y sale de las bocas, los ojos y las manos de los philautios, sorbiendo sus nuevos deseos, alimentándose y adoptando sus nuevas formas. Se aferra a sus lenguas como un parásito, y siempre deja allí algo de sí, para vigilar sus palabras cuando ya no estén durmiendo. Últimamente se siente receloso, y debe estar más alerta que nunca. No se trata solo del ciudadano defectuoso. Otros sucesos inquietantes que merecen su preocupación están ocurriendo en la ciudad. El número de cabezas de ganado no deja de disminuir, y Nyktelios no sabe lo que está ocurriendo. Los encuentra muertos al anochecer, cuando entra en sus nidos Ker. Muchos tienen profundos cortes en las muñecas. Algunos tienen uno de sus ojos en la mano, que yace extendida, como si lo obsequiaran a alguien que no se ha presentado a recoger el regalo. Uno de ellos tenía un puñal clavado en el pecho.

El Corazón de la ciudad late pesadamente y se lamenta de la decadencia de sus arterias, más secas cada día por la falta de alimento; necesitan cubrir las bajas y detener el sangrado. Respira con dificultad, palpitando espaciadamente con pasos lentos de elefante moribundo, y susurra a Nyktelios: “date prisa”.

«Dónde estás, dónde estás, asesino de mi rebaño. Aquí no hay nadie más que yo».

La ciudadana cincuenta millones setecientos setenta y cuatro mil ochocientos cincuenta y dos sueña cada noche, y siempre consigue lo que desea. Nyktelios lo realiza; ella se despierta y lo tiene ante sus ojos. Durante cincuenta y dos años, todos los días se ha levantado con nuevos nombres, rostros y cuerpos. Al principio, con excitación y ahora, con indiferencia. Toma café, consume alimentos, se extrae sangre y duerme disciplinadamente. A veces, en los momentos más imprudentes de soledad, se ha preguntado si le estaría permitido conservar algo, pero nunca se atreve a formar del todo esa idea. Hace algunos días, otra ciudadana le contó el rumor que recorre Philautia: existen, en un lugar alejado, dioses que nunca cambian de apariencia y que acogen a los humanos en sus reinos. Allí, los ciudadanos reciben el nombre de «individuo», y nacen y mueren con el mismo aspecto, modificado solo por el crecimiento y el paso del tiempo. Su nombre no cambia, y el resto puede llamarles por él.

Los dioses son sabios, y conocen la naturaleza del bien y el mal; también son generosos, y comparten su conocimiento con los humanos, aunque algunos de ellos se guardan la parte más valiosa para sí. Tienen muchos nombres, que han viajado desde muy lejos. Para llegar a ellos, hay que conocerlos y llamarles, presentar tu propio nombre y con él, una ofrenda.

La ciudadana cincuenta millones setecientos setenta y cuatro mil ochocientos cincuenta y dos lleva toda la vida dudando. Sus nuevas versiones son siempre insuficientes, pero siempre mejores que las anteriores. Le gustaría saber si hay algún lugar donde exista la calma, donde haya respuestas. Un lugar donde saber que ha llegado al final de la carrera. Un sitio donde haya aprendido algo, donde pueda afirmar algunas ideas, donde la reconforte saber que el resto también admite los mismos principios. Está cansada de reinventarse cada día, de buscar en sí las respuestas de las que carece, de ignorar si los demás estarán pensando igual, o si nada en la dirección equivocada. De todos modos ¿qué importa eso? Los otros tampoco conocen la verdad, y sus opiniones, aisladas, se pierden entre millones. La ciudadana desea encontrarse con los dioses, pero para ello, necesita un nombre.

En Philautia, hay quienes son capaces de encontrar el nombre verdadero del individuo, aquél con el que le reconocerán los dioses. Han descubierto que el Nyktelios no puede percibir a quien no tiene miedo, y su magia ha crecido bajo la sombra del gran ojo. De entre ellos, Forni es el más célebre, pues siempre averigua el apropiado, que existe a imagen y semejanza de su portador incluso antes de que naciera.

La ciudadana lo busca, siguiendo el rastro de rumores, para finalmente hallarle sentado a los pies de La Gran Estatua. «El bautismo será al anochecer en este lugar», le indica el brujo.

En la ceremonia de Nombramiento, Forni entona un cántico y anuncia:

—Levanta tus brazos, Ananké. Que la tierra, el agua y el cielo te reciban y reconozcan como a su hija.

—¿Qué debo hacer ahora? ¿Cómo voy a encontrarlos?

—Debes ofrecerles tu nombre, y regalarles lo que te sea más preciado. Entonces te abrirán la puerta.

Ananké regresa a su nido, consciente de la gravedad de su delito y de la imposibilidad de retractarse. Sabe que no hay perdón posible para ella en Philautia, y que debe completar su viaje. Se acurruca en la cama Ker, pensando en la llegada a las tierras de los dioses y en el descanso de su seguridad. Esa misma noche se ofrecerá a ellos, pues intuye que la ciudad conoce su pecado y no tardará en cazarla.

Nyktelios lleva meses acechando como un lobo, husmeando en la imaginación de los philautios, registrando sus sueños. No encuentra el rastro que busca, y su furia crece día a día. Esa noche, sin embargo, ha notado un olor, un olor que deseaba; el increíble perfume del miedo. Aspira su aroma, satisfecho, y navega por las arterias de la ciudad hasta el nido Ker de su presa. Allí, permanece callado. Espera el momento en que aparezca el culpable.

Mi posesión más preciada es mi mano derecha. Ananké reflexiona en voz alta.

El cuchillo entra con dificultad; no está afilado, y ella tiene que presionar, insistir, haciendo pequeñas pausas para recuperar el aliento y continuar. La muñeca se va curvando, con la mano abierta, como si formulara una macabra invitación. Ananké sigue hurgando, clavando la hoja. No ha atado bien el torniquete; está perdiendo demasiada sangre y se siente mareada, como si cayera desde un lugar muy elevado hasta el interior de su cabeza, donde todo permanece moviéndose y es de color blanco. Un hilo de saliva le cuelga de los labios junto con restos de su vómito. Susurra «Tomad mi nombre, tomad mi mano. Abridme la puerta. Que los dioses me amparen». Cada vez se debilita más, descendiendo rápido hacia un sueño negro y definitivo.

Nyktelios observa cómo se desangra, y después, cómo deja de respirar; el misterio ha quedado resuelto. La ciudad está en cuarentena, apestada de religión. No ha habido crímenes, sino ofrendas voluntarias; por eso pudieron escapar a su olfato. Recuerda al hombre llamado Adán; no estaba buscando la libertad, solo necesitaba un nuevo dueño.

Debemos sanear la ciudad, dice una voz que viaja a través de las cañerías. El Corazón.

«Philautia está perdida, infectada. Esta lacra va a extenderse y hará inaprovechable hasta la última gota de sangre. Hay que higienizar ahora para tener reservas saludables hasta la próxima remesa. Hazlo ya».

Tiene razón. Nyktelios se convierte en un espíritu de muerte, atiborra de terribles pesadillas la noche de los durmientes y los ejecuta en el momento más angustioso del sueño. Si no pueden tener su consentimiento, tendrán su miedo. Al fin y al cabo la sangre se enriquece con emociones. No importa su naturaleza ni origen, solo su intensidad y que no haya sido manchada por la Indiferencia.

La ciudad se llena de gritos, sucedidos de un silencio perfecto. El sacrificio ha terminado, la ciudad está vacía. Los depósitos están llenos.

«Pronto llegarán los siguientes», predice el Corazón.

Hibernan durante cinco meses, alimentándose de sus reservas. Entonces, un goteo de nuevos ciudadanos empieza a repoblar la ciudad, atraídos por la leyenda de Philautia y su promesa de felicidad.

Por suerte, piensa Nyktelios, nuestro rebaño es infinito.

¿Te ha gustado «Canción de cuna»? ¿Quieres leer más relatos de autores independientes gratis y de forma exclusiva? Hazte mecenas de Libros Prohibidos para que podamos seguir con nuestra labor sin recurrir a publicidad. Sorteamos todos los meses UN EJEMPLAR EN PAPEL de nuestros libros favoritos entre nuestros mecenas.
Y si quieres conocer más sobre nosotros y estar al tanto de todas nuestras publicaciones y novedades, apúntate a nuestra maravillosa lista de correo.
Síguenos en FacebookTwitter e Instagram.
Foto de Javardh en Unsplash