Año: 2016
Editorial: Tusquets
Género: Novela
Valoración: Ovación
El 20 de octubre de 2011, la organización terrorista Euskadi Ta Askatasuna (ETA) realizó el anuncio del cese definitivo de su actividad armada. De este modo, se ponía fin a más de 40 años de lucha armada, que es un concepto amplio e inexacto. Una idea que es como un baúl en el que cabe una montaña interminable y dolorosa de historias concretas: secuestros, bombas, silencios, represalias, odios. Víctimas de un lado y víctimas del otro. Asesinos y asesinados. Familias rotas a un lado y al otro del cañón de una pistola disparada en nombre de una patria. Por fin un punto y final para este largo y sangriento capítulo de la historia del pueblo vasco. A partir de ese 20 de octubre empezaba un capítulo nuevo: tender puentes entre víctimas, pedir perdón.
Bittori solo quiere que le pidan perdón.
Se había largado del pueblo unos años atrás, tras el asesinato de su marido, El Txato. Él, tan vasco y tan de su patria como el que más, fue otra víctima de esa maquinaria de terror que había convertido su pueblo en una trampa. Amenazas escritas en los muros, el aislamiento por el que no nos vean hablando con esos, no sea que a nosotros también nos exijan pagos, no sea que a nosotros también nos pongan en el punto de mira.
Después de ese 20 de octubre, Bittori (que cada dos por tres va al cementerio de Polloe, en San Sebastián, a hablar con el Txato, y qué lejos que está ese cementerio de su pueblo, y qué ganas que tiene ella de llevar el descanso de su marido de vuelta al lugar de donde nunca se tendría que haber escapado, porque ese pueblo es tan suyo como del que más), vuelve al lugar donde, tanto tiempo atrás, un asesino le metió dos balazos a su marido en nombre de una patria que también era la suya. Pese a las reticencias de sus hijos, Xabier y Nerea, Bittori decide volver a su pueblo y preguntar a quien le pueda responder la verdad sobre la muerte de su marido.
Miren, por su parte, solo quiere que la dejen paz.
Porque Bittori, aquella que había sido su mejor amiga muchos, muchísimos años atrás (y con la que no hablaba desde que la maquinaria de terror se interpuso entre la familia de una y de la otra), había vuelto al pueblo a tocar los cojones, la muy loca. Porque ya podría haber dejado las cosas como estaban. Que bastante aguanta ella con el panorama que tiene, con una familia rota por la lucha armada. En este caso, por la lucha de su hijo Joxe Mari, que ahora ve como pasan, lentos, los días en una celda lejos de esa patria por la que mató. Los mejores años de su vida deslizándose uno tras otro por el arroyo del olvido y el aislamiento. Lejos de sus hermanos, Arantxa y Gorka, lejos de su aita, el entristecido Joxian, lejos de su ama, Miren, que ahora siempre está enfadada y alerta, ella que tanto le quiere y que tanto ha cambiado por él.
Patria nos habla del odio construido en un discurso de silencios tácitos y del perdón necesario entre las familias vascas. La familia de la víctima y la del agresor, ambas partes perdedoras, ambas partes castigadas por esa idea/baúl que es la lucha armada. Patria, de Fernando Aramburu, publicada 5 años después de que ETA realizase el anuncio del cese definitivo de su actividad, forma parte de este nuevo capítulo en la historia del pueblo vasco: el de la reconstrucción, el de los puentes, el del perdón, y lo hace porque, seguramente, es una de las primera obras con la suficiente enjundia como para ser realmente significativa. Es una obra capaz de trascender los círculos de lo meramente literario y levantarse como un testimonio necesario sobre la enfermedad de un pueblo, sin miedo a la máquina de terror, sin juzgar, y sin miedo a ser juzgado.
No en vano, y pese a que hace apenas un par o tres de meses que salió a la venta, ya va por la quinta edición y se ha convertido en uno de los acontecimientos literarios más importantes del país en el presente año. Las cualidades de la novela son innumerables, no cabe duda de que Fernando Aramburu es un escritor de altos vuelos, con una prosa apabullante sobre la que después me extenderé como es debido; pero el éxito que está cosechando Patria se debe explicar también por lo que he señalado anteriormente: se estaba esperando una novela así. Fernando Aramburu ha dado con la tecla exacta, con el tono adecuado, con la historia perfecta para ser ejemplarizante, para explicar a las futuras generaciones los dramas humanos y concretos que se amontonan dentro de ese concepto vago, de esa idea/baúl que tuvo a su patria partida en dos durante tantísimo tiempo.
La novela abarca varias décadas de historia: desde los años de joven amistad entre Miren y Bittori, aquellos en los que salían felices con sus maridos, Joxian y el Txato, a pasear por las calles del pueblo, aquellos en los que ellas quedaban para comer churros y ellos para ir en bici con el club de cicloturismo para luego regalarse una comilona como es debido; hasta los años del odio envejecido, en los que Miren es una señora enfadada con el mundo, y Bittori una viuda que sabe que dentro de poco descansará en paz con el Txato. Y quiere que sea en su pueblo, y no en Polloe, y necesita saber quién lo mató, y necesita su perdón. Y entre un punto y el otro, las vidas de Joxe Mari, Gorka y Arantxa, los hijos de Miren, y las de Xabier y Nerea, los hijos de Bittori, que para siempre estarán marcadas por el dolor concreto, físico, del conflicto.
Fernando Aramburu construye su relato a partir de capítulos breves, casi retazos, de las vidas de ambas familias en diferentes momentos, realizando constantes saltos temporales entre el punto A y el punto B de la relación entre Miren y Bittori. Es un ejercicio notable para un texto con un cuerpo de más de seiscientas páginas. Hay mucho material literario como para lanzarse a una narración llena de saltos en el tiempo sin apenas marcadores temporales y conseguir que el lector no se pierda en ningún momento. Aramburu consigue en un par de frases que sintonices rápidamente con el estado anímico y la idiosincrasia de sus personajes en el momento exacto en que viven lo que tú estás leyendo, que siempre suenan reales, que son absolutamente verosímiles. Para ello mezcla la voz del narrador con la primera persona, que cambia según el retazo que estemos presenciando, en una subversión constante de las normas establecidas. Conceptos como narrador intradiegético o extradiegético se van al garete con la prosa fluida de Aramburu: está escrito como si estuviera hablado, y está fenomenalmente bien hablado.
Y, sin embargo, no cae en ninguna floritura innecesaria. El tono de la narración no es opinador ni en un sentido ni en el otro, no se posiciona en absoluto, ni se recrea en la dimensión trágica del conflicto. Muestra la realidad de sus personajes desnuda, de modo que nosotros pasemos por sus vidas como espectadores de algo que es real. Es como si Fernando Aramburu nos invitara a abrir ventanitas, de forma aparentemente aleatoria (solo aparentemente) por la línea temporal que va de A a B entre Miren y Bittori, entre un lado y el otro del puente. Por ese transcurso de ventanas espías que se abren y se cierran podemos asistir a la articulación de un relato veraz sobre qué fue exactamente esa maquinaria del terror y del silencio, qué significaba para los familiares de las víctimas y de los integrantes de la lucha armada el día a día sin poder escapar del que parecía (y, por lo tanto, era) su único y gran problema sobre la tierra, cómo es la vida cuando a uno le salpica la sangre del conflicto (cómo olvidar, cómo perdonar y cómo ser feliz después de algo así) y, también, en este transcurso Aramburu nos habla de la construcción de la identidad vasca desde la cultura en contraposición con la violencia, de la incomunicación dentro del seno familiar y, por qué no decirlo, de la hipótesis del matriarcalismo vasco (acepto que esto se pueda discutir, quien no esté de acuerdo con ello, le invito a que lo discuta con nosotros en los comentarios a esta entrada).
En definitiva, es como si Fernando Aramburu dijera: esto es lo que pasó. Esto es lo que ha vivido el pueblo vasco en todos estos años de lucha armada, que es un concepto amplio, inexacto. Una idea/baúl que necesita de relatos como Patria para ser entendida un poco mejor.
Ovación para Fernando Aramburu. No es para menos.