Noa Velasco: El gofre del despecho

El gofre del despecho. Libros Prohibidos

«Morder el polvo» me parece una expresión ridícula.

A menos que el polvo sepa a adoquines y sangre. Supongo que nadie que la use ha encajado la hostia de un teleoperador borracho con la fuerza de un oso.

No, no es una hipérbole. Vosotros nunca habéis tenido delante un hombre oso, ¿verdad? Creedme, si os tienen que dar una paliza, elegid a un humano con simple superfuerza antes que a uno de estos medio animales. Al menos las heridas no escocerán tanto.

—¡Levanta, Leon! ¡Mi hermano viene hacia aquí!

Tal vez no es buen momento para divagar. Kaira me ayuda a incorporarme a pesar de que no consigo coordinar mis piernas. Un momento…

—¿Tu hermano? —logro balbucear antes de escupir un trozo de muela.

—Sí, lo siento. De donde vengo, está mal visto que una mujer tenga citas a solas. Bjorn es muy tradicional…

¿De dónde ha dicho que viene, del Medievo?

—En casa tengo una perra. No estaríamos solos —digo mientras me apoyo en un coche para no caerme.

—Quedaste conmigo para pedirme un presupuesto. ¿¡No esperarías que fuera a tu casa!?

—Eeeeh… claro que no. Desde luego, ya no.

Por suerte para mí, el hermano teriántropo de Kaira se ha entretenido un buen rato con todos los olores de la cafetería en la que trabajo.

Bueno, trabajaba.

Después de salir despedido por el escaparate tenía algunas dudas, pero ahora que esa bestia ha dejado el local como un macrofestival de domingo por la mañana estoy muy despedido, eso seguro. No es mi mayor preocupación ahora que sigue el rastro de mi sangre hacia el exterior.

Corro desorientado detrás de Kaira, que tira de mi mano hacia el callejón donde se echa la basura del local.

—¡No hay salida! —dice decepcionada.

—Hay una, aunque no te va a gustar. —Miro hacia los cubos que el sistema soterrado de basura tiene a ras del suelo—: Ahí abajo hay accesos para mantenimiento.

—Estás de coña.

—Sí, tengo un peculiar sentido del humor —le digo mientras levanto la tapa del cubo para papel y meto el pie—. Tú no tienes por qué venir. Es tu hermano. No te hará nada, ¿verdad?

—No estoy dispuesta a comprobarlo. Date prisa.

Lo último que veo antes de que me empuje es la mole peluda que dobla la esquina. No soy quién para juzgar su relación fraternal.

Por una vez me siento satisfecho con mis decisiones y caigo sobre unas acogedoras cajas de cartón. Cuando Kaira lo hace sobre mí, me arrepiento de ser tan descuidado con mis tareas en la cafetería. Entre los cartones hay restos de leche, bollos con pasas y otras mierdas, por lo que ahora tengo el culo como un desayuno continental.

El teriántropo golpea la tapa tan fuerte que la hace rebotar y se queda abierta. No sé si lo que me chorrea por la pierna es zumo de naranja, pero no me detengo a averiguarlo. Busco la trampilla de mantenimiento mientras una zarpa me hace una tonsura muy poco profesional.

Al fin la encuentro.

Está cerrada. ¿Cómo no? Aquí abajo está tan oscuro que ni siquiera veo la cerradura, aunque me imagino que no se abre con una llave normal. Me agacho para mantenerme alejado de los zarpazos y busco con los dedos algún punto débil para apalancar la trampilla. Kaira trata de ganar tiempo arrojándole cartones a su hermano. Si no fuera porque mi aspecto es aún más lamentable que la situación, me echaría a reír.

Bjorn, el hombre oso, no tiene tanto sentido del humor y se está cabreando de verdad. Al arrancar la tapa del cubo ha logrado soltar un par de barras de la estructura que levanta los contenedores soterrados. Maldigo a gritos cuando una de ellas me golpea la cabeza. Al menos me sirve de advertencia, porque lo siguiente que pasa por ahí es una hilera de dientes. De no ser por lo que queda de su uniforme de teleoperador, habría jurado que el cabronazo es peluquero; de esos que no entienden el concepto de «solo las puntas».

Cojo la barra suelta con las dos manos y casi me da un infarto cuando Kaira me agarra.

—¿¡Qué vas a hacer con eso!? —Noto cómo le tiembla la voz.

Miro la barra y después al hermano de Kaira. No habría sido mala idea combinarlos, aunque mi intención es otra. Logro introducir la punta de la barra en un hueco de la trampilla de mantenimiento y comienzo a hacer palanca.

—¡Maldita sea! Toda esta ciudad se construyó con sobrecostes —gruño—, ¡no me digas que esta trampilla va a ser la puta excepción!

El teriántropo casi ha logrado bajar hasta nosotros. Por el rabillo del ojo veo como alarga su cuello para morderme mientras yo me encuentro demasiado entregado al vandalismo.

Voy a tener la muerte más cutre de la historia.

De pronto huele a quemado y Bjorn arruga el hocico, lo que me da una tregua de medio segundo. Justo lo que necesito para abrir la trampilla y, no lo voy a negar, golpear con ella el morro de Bjorn. Me escurro por el acceso y repto por un pasillo estrecho con luces de emergencia. Descargo el exceso de adrenalina con un par de puñetazos en el suelo.

¡He sobrevivido!

Un momento. ¿Y Kaira?

—¿Se puede saber qué coño haces? —grito—. Ya os reconciliaréis en Navidad, ¡ahora entra!

—¡Pero es que huele a quemado!

—No te preocupes, no se quema nada. Luego te lo explico. Venga, aquí estaremos a salvo. —Medito por un momento lo que acabo de decir—. Se dará por vencido, ¿no?

—No hasta que se calme. —Se arrastra hasta mi lado. Sigue buscando ese fuego inexistente, pero al menos eso evita que se fije en mis pantalones—. Y ese portazo en la cabeza no va a ayudar, ¿sabes? La última vez tardó seis horas en volver a la normalidad. No puede evitarlo, no controla su habilidad.

—¿Y tú? ¿No tienes ninguna habilidad idiopática? Alguna útil, ya sabes: rayos, teleportación, ampliar el wifi…

Me mira con desconfianza y no la culpo. Ser un idiópata no es fácil. Por muy poderoso que seas, siempre hay alguien que quiere aprovecharse de tu poder y hacerlo suyo. Los engaños, chantajes y el tráfico de órganos son demasiado comunes en estos días.

—Soy sondeadora mental —me confiesa con la boca pequeña—. Lo más que puedo hacer es introducirme en su mente y averiguar hasta qué punto está furioso. Si es que no me vuelvo loca ahí dentro.

—¿¡Sondeadora mental!? —Siento un sudor frío—. ¿Alguna vez me has… sondeado?

Kaira niega con la cabeza y por fin expulso el aire que estaba reteniendo. Me habría muerto de la vergüenza. Ya ni recuerdo cuánto hace que estoy colado por ella… ¡Espera!

—¿Y ahora? —pregunto con la mirada de un chiquillo asustado y un olor dulzón en los sobacos.

Vuelve a negar, pero algo ha cambiado en la expresión y el color de su cara.

—¿Y ahora?

Nos olvidamos del tema en cuanto Bjorn logra bajar hasta el contenedor entre el estruendo y una nube de mierda que nos cubre por completo. La trampilla es muy pequeña para él; incluso el pasillo. Sin embargo, sus zarpas rompen las finas paredes metálicas como si fueran porexpán.

Reptamos a toda velocidad por el pasillo hasta una trampilla que lleva a otro bloque de contenedores. Kaira la abre de una patada.

Jamás me había alegrado tanto de subirme a un contenedor de basura. Trepamos por la estructura hidráulica y salimos de nuevo a la calle, donde respiramos el sofocante ambiente de la ciudad como si fuera aire de montaña. El suelo tiembla bajo nuestros pies para recordarnos que no hay tiempo para recrearse.

—¿Adónde vamos? —Procuro que Kaira no se dé cuenta de que me tiembla la voz.

—No lo sé… ¿Cómo se llama tu perra?

 

Croqueta ladra en cuanto meto la llave. Entro en casa y dejo la puerta entornada para que Kaira no pueda ver cómo escondo las velas de cera debajo del sofá. Menos mal que no dejé aireando una botella de vino. Habría sido muy evidente, ¿verdad?

—Esto…, ¿puedo pasar? —la oigo al otro lado.

Le abro y me aseguro de trabar la puerta con el cerrojo y las barras después de mirar el vestíbulo con inquietud. Una vez dentro, dejo salir a mi pequeña bóxer, que nos recibe con entusiasmo, olisquea feliz a Kaira, corre por la casa y vuelve para que le dé una galleta del armario.

Después de cambiarme, abro un par de cervezas, le tiendo una a mi invitada y me tiro al sofá. Es la primera vez que me parece cómodo. Además, después de arrastrarnos por los túneles, el salón me parece un palacio. Kaira echa un vistazo a los pósteres de películas que tengo por las paredes. No creo que sean sus favoritas. En realidad no me considero un cinéfilo. Tengo una tele de 43 pulgadas al fondo, conectada al portátil, y la suelo ver desde la silla del ordenador.

—En una hora me voy —dice Kaira—. No creo que le dure tanto el cabreo si te pierde de vista.

—¿Y desde cuándo tiene tu hermano esos… arranques?

—Siempre ha tenido mal genio, pero no tuvo transformaciones hasta hace un par de meses.

—Cada vez hay más casos. No te extrañe que un día los perros también se vuelvan idiópatas.

Y estoy seguro de que Croqueta manifestaría el poder de comerse cualquier cosa, incluidas… ¡las velas! Salto del sofá para quitárselas de la boca antes de que Kaira descubra mi pequeño alijo romántico, pero tropiezo y me caigo sobre ella.

—¡Eh, eh! ¡Oye! —Se levanta con indignación—. ¿No habrás creído que…?

Intento disculparme con palabras que juntas no tienen ningún significado. Por alguna razón se calma. Supongo que ha leído mi mente y entiende que ha sido un accidente. Se acerca a mí y me mira a la cara.

Me quedo en blanco.

Esos ojos penetran más hondo que cualquier sondeo mental. Me está mirando los labios. ¿Qué hago? No pienses. Eso es. No pienses en nada. No…

—No te has afeitado.

¿Qué?

—¿Qué? —vuelvo a preguntar, esta vez en alto.

—¿Por qué hueles a after shave?

Ahora huelo a las palomitas de la decepción, así que me alejo de ella y me siento de nuevo en el sofá.

—Es el olor que tenía en mi primera cita —confieso con vergüenza, aunque lucho por apartarla mientras me bebo la cerveza de Kaira. Lo último que quiero es oler a vergüenza delante de ella—. Me explicaré: yo también tengo una habilidad idiopática.

—¿Oler a after shave es una habilidad?

Tuerzo la boca, molesto.

—Son mis axilas. Reproducen cualquier olor que haya asociado a una emoción con anterioridad.

—¿Por eso olía a quemado en el contenedor?

Asiento.

—Miedo. Tenía diez años y se quemó el salón de mi casa.

—Vaya, pues no deberías ir dejando tantas velas por ahí tiradas. —No puedo evitar sonrojarme. Kaira se da cuenta y cambia de tema—: Los que no son idiópatas lo llaman habilidades. Yo a veces creo que son maldiciones.

No sé si habla de su hermano o de ella misma. Tal vez de ambos.

—Yo también —respondo.

Miro el techo mal pintado.

Recuerdo cuando no tenía miedo de sentir. Ya ni siquiera soy capaz de ponerme triste. Todo lo tapa un velo monocromo y solo me dedico a observar un punto fijo muy lejano. Ni siquiera aparto la mirada de él cuando Kaira posa su mano en la mía. Su calidez me duele aún más.

¡POM!

Damos un respingo. La puerta ha temblado.

¡POM!

Otro golpe. Croqueta ladra y por alguna absurda razón agarro la lata vacía de cerveza, preparado para defenderme.

¡CRAK!

Me cago en mi vida.

Bjorn se ha cargado la maldita puerta. Debería estar aterrado, pero lo único en lo que puedo pensar ahora mismo es que vivo de alquiler y mi casero es un cabrón y un ruin. Casi prefiero enfrentarme al puto oso.

—¡Ha seguido nuestro rastro! —exclama Kaira mientras se refugia tras el sofá.

Está claro que el bicho tiene buen olfato. Aunque su aspecto es diferente: ahora es más humano que oso. Aún así, ha roto la puerta de tres empujones. Le tiro la lata vacía. Por supuesto, no le hace nada. Viene despacio hacia mí y empuja cada obstáculo a su paso. Retrocedemos hasta el fondo del salón, la zona de la tele y el portátil. Una silla vuela en nuestra dirección y sucede lo peor que podría haberme sucedido nunca.

No. No me da en la cabeza. Ojalá.

La silla choca contra la mesa, se rompe y, de algún modo, el portátil sale de la suspensión. En la pantalla del televisor comienza a reproducirse el vídeo porno que estaba viendo antes de salir de casa. A pesar de encontrarnos en una situación de vida o muerte, Kaira lo ve. Claro que lo ve. El audio inunda la sala hasta que logro pulsar la barra espaciadora por inercia y pauso el vídeo. No es idiopática, pero tengo la habilidad de dejar la imagen parada en el peor momento, así que Kaira puede apreciar el enorme parecido que la actriz tiene con ella.

Me muero de la vergüenza.

Y lo peor no es eso. Lo peor es mi olor a vergüenza.

A mi mente regresan las risas y los gritos de los demás niños del colegio. «León el meón», corean. Ya sabéis: los niños.

Bjorn no está motivado para el porno, así que llega hasta mí y ruge tan fuerte que Croqueta se queda muda por un momento. Yo casi prefiero que me mate, porque la tarde no podía haber salido peor. Sin embargo, se detiene con las fauces a medio metro de mi hombro. Me olisquea. El olor a orina debe de haber activado algún mecanismo en su naturaleza primitiva y se aleja de mí con la seguridad de que no soy una amenaza.

Maldita sea, para esto no había sido necesario llegar tan lejos. Ni tener mi habilidad, porque entre el miedo y la cerveza era cuestión de tiempo.

—¡Claro, reacciona a los olores! —celebra Kaira al otro lado del salón—. ¡Tal vez, si pudieras evocar un olor tranquilizador…!

—No estoy en mi mejor momento para eso.

Croqueta vuelve a ladrar. Si hay algo más fuerte que el miedo a un teriántropo, es el afán de un perro por proteger a su expendedor de galletas. Bjorn se dirige hacia ella, consciente de que es el único ser vivo con el que puede liberar su rabia.

Eso sí que no.

Salto sobre la espalda de Bjorn y le impregno el cuello con el olor a hierro oxidado de mi ira.

—¡Eso lo enfurecerá aún más! —grita Kaira—. ¡Volverá a transformarse del todo!

—¡Tú eres la sondeadora, joder! Además, ¡eres su hermana! ¡Dime tú qué necesita para calmarse! —consigo farfullar mientras le aprieto el cuello con los brazos.

—Un olor… —Cierra los ojos con fuerza. Parece concentrarse en la mente de Bjorn—. Su primer trabajo… despedido; su gran amor… le puso los cuernos; un cumpleaños… le tiré un regalo por el váter…

—¡Coño, no me extraña que acabara cabreándose como un oso!

—…Todos juntos… en las fiestas… camas elásticas… fuegos artificiales…

—¿Y si mejor me echases una mano aquí? —Me estoy quedando sin fuerzas y apenas puedo alzar la voz.

Bjorn se agita y termino cayendo al suelo. Lo único que ha impedido que me vuele la cabeza de un zarpazo es que Croqueta le ha agarrado una pierna y tira de ella.

—¡¡Gofres!! —grita Kaira—. ¡Olor a gofres!

Estoy jodido. No recuerdo la última vez que probé uno. ¿Cómo voy a reproducir su olor?

Ruedo por el suelo y atraigo la atención de Bjorn tirándole un cenicero para que no ataque a Croqueta. Es terriblemente efectivo. Ahora necesito que alguien lo distraiga para que no me ataque a mí.

Kaira sigue concentrada con los ojos apretados. Si ahora mismo el cuchillo de cocina que tengo a mis pies fuera a parar al cuello de su hermano por accidente, tal vez, y digo tal vez… ¡Bah! Ella me leería la mente.

—Lo siento, Leon… —su voz ha cambiado—, lo hemos pasado mazo bien…

¿Qué coño está diciendo?

—…, pero es que a mí el que me mola es el Rober.

¿El Rober? ¡Un momento!

—¡Podemos seguir siendo amigos!

Claro, ¡es un recuerdo mío! Celis, la imbécil de Celis. En el instituto me dejó por ese payaso. Sí, Rober, te llevaste a mi novia, pero también una buena calvicie. Y no de las sexis…

—¡Concéntrate en los gofres!

Kaira me saca de mis digresiones. En efecto, Celis cortó conmigo en la estación de Luna Nueva. Era verano y olía a gofre.

El gofre del despecho.

Bjorn cae de rodillas al suelo. Vuelve a ser humano y Kaira se acerca por detrás para abrazarlo. Viéndolo así, nadie habría podido imaginar lo aterrador que era. Su expresión rebosa la paz que solo un niño amado puede experimentar.

Croqueta viene hacia mí y me lame la cara. La acaricio reconfortado hasta que empieza a ponerme nervioso que me chupe tanto el sobaco.

—Gracias —me susurra Kaira mientras deja a Bjorn en el suelo, dormido.

Sonrío. De pronto me doy cuenta de algo:

—¡Eh! ¡Somos héroes!

—No seas tonto. Un héroe es alguien que va todas las semanas al supermercado a comprar productos sin gluten, lactosa ni azúcar. Nosotros solo hemos sobrevivido a la muerte. —La miro con gesto adusto, pero ella me dedica una sonrisa abierta por primera vez y añade—: Sabía que lo lograrías.

De alguna forma, esta chica rompe todas mis barreras. Tal vez porque ha visto lo peor y lo mejor de mí, ya no me importa que los sentimientos me invadan. Sus ojos están fijos en los míos y su sonrisa me parece el más tentador de los placeres. Nuestras caras están tan cerca que alejarme de ella un solo centímetro me parece más difícil que escalar una montaña.

Cierro los ojos y me dejo llevar.

—¡Eh!

—¿Qué?

Ella retrocede. No está enfadada, aunque tampoco parece contenta.

—Lo siento, pero no me terminas de gustar.

Genial. A partir de ahora oleré a oso cuando me den calabazas.

Noa Velasco

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Foto: Nabil Boukala. Unsplash.