Título original: Mongrels
Traducción: Manuel de los Reyes
Idioma original: Inglés
Año: 2016
Editorial: La biblioteca de Carfax (2019)
Género: Novela (terror)
Obra perteneciente a la sección oficial de los Premios Guillermo de Baskerville 2019
Las bestias vuelven a casa después del trabajo
Para ver concursos. Habitan entre nosotros, puede que un poco en las afueras, donde el prado empieza a ser transitable, en esa zona liminar entre la civilización y los lugares abiertos, donde se nota el aliento del bosque, con un suelo mullido capaz de albergar todas las huellas de la cacería. Porque el hombre lobo no solo tiene su hambre, también tiene que pagar sus facturas y cuidar de sus mayores. No es la música lo que amansa a las fieras, son los fines de mes achuchaos.
Sigue La biblioteca de Carfax poniéndonos los dientes largos a los amantes del terror. Con su toma y daca entre lo clásico y lo contemporáneo, entre los relatos y las novelas, entre los muchos caminos que conducen al estremecimiento gustoso y la mitología monstruosa que buscamos los fanáticos de de este género a mí me tienen como cadáver fresco en ataúd de caoba. Mirad, mirad su catálogo, parece concebido por un oculista sádico que quiera tenernos sin pestañear durante eones, mucha lectura hay en ese rincón y no me canso de señalarlo.
Comienza Mestizos queriendo y consiguiendo desarmarnos mediante una demolición del mito. No es que destruya el halo de misterio que envuelve a los hombres lobo, no lo tira por tierra ni lo desmiente, tampoco añade invenciones efectistas para lavarle la cara y adaptarlo al (dudoso) gusto del espectacular presente. Lo que hace es aproximarse mucho, fusionarse, a la cotidianeidad de una familia de licántropos que vive su condición como un elemento más de la existencia que les ha tocado en suerte, la integra en su día a día, siente un orgullo lupino pero también es consciente de todos los inconvenientes que conllevan ser un monstruo rabioso entre otros bichos cabreados. La historia trata con amabilidad la maldición del lobisome, con cierta ternura, pero no rehúye la carnicería, el hambre, la rabia que normalmente se asocia a estos seres.
Mestizos es un diario de vida, leemos a un crío que es parte de una familia de licántropos y que nos escribe su rutina, sus vivencias, sucesos de su desarrollo al margen de lo normal. A través de él vamos conociendo cómo se justifican sus necesidades y su forma de existir tan marginal. El chico espera convertirse en lo que ya son su tío y su tía, Darren y Libby, tiene miedo de no desarrollar su lado de lobo porque le llegan historias de que no todos pueden transformarse. Vemos su impaciencia cuando, ya en plena pubertad, no llega el esperado cambio.
Pero en este libro los monstruos parecen ser otros, la maldad aparece muy bien repartida. La condición de cambiapieles es un rasgo más con el que hay que cargar, como el que tiene orejas de soplillo o fobia a las croquetas de puchero. Es verdad que tiene algunas implicaciones particulares y en ellas se apoya la narración para hacer una mezcla que funciona entre historia clásica sobre lo monstruoso y una película de carretera polvorienta e infinita de lo más excitante. En definitiva, vemos cómo seres de apariencia normal se adaptan a un mundo que no es para ellos, seres que asumen lo que son, que no niegan la maldición que les ha tocado vivir.
Todo cobra sentido si uno se fija lo suficiente
Hay una manipulación de la realidad en Mestizos. Mejor dicho, un cambio de punto de vista, se centra la atención en un universo particular que define su propia rutina, su propia norma e intenta sobrevivir en un entorno que no sabe de sus necesidades. Vemos un mundo con sus propias normas, con sus miedos ancestrales, sus costumbres, sus rituales y tabús. El hombre lobo sufre y ríe, vemos sus particulares dolores y gozos, al detalle, a golpe de diálogo de tapadillo, a través de las historias que los miembros de la familia protagonista se cuentan unos a otros. De outsiders trata esta novela, de inadaptados muy adaptados, de lobos viviendo en cuerpos y tierras de humanos, pero, eso sí, renunciando a emitir juicios acerca de la maldad o la culpa de gentes que no pueden hacer más que lo que hacen.
—No es mal lobo —añadió, sacudiendo la cabeza despacio—. Eso es verdad. Pero los lobos buenos no siempre son buenas personas. Grábatelo.
La violencia justa aunque a veces sea mucha
La historia que se desarrolla en Mestizos se mueve a través de dos grandes hilos. Uno familiar y otro personal. Uno de vida cotidiana y otro sobre la entrada en la adultez. Sentimos el ansia de un chico al que vemos crecer desde unos escasos ocho años hasta los dieciséis, edad que la tradición atribuye a la madurez del lobo que lleva dentro. Sentimos también el lazo emocional entre los tres componentes de la familia a la que seguimos a través del sur estadounidense —porque más arriba la nieve desvela su rastro—. Al centrarse la visión del narrador en un trío de parias orgullosos se hace inevitable que aparezca la picaresca; la necesidad acuciante de estos personajes, su nomadismo pone al descubierto algunas rigideces por las que la norma podría quebrarse, grietas por las que se cuelan Darren, Libby y su sobrino. El límite, como decía al inicio de la reseña, la zona de nadie, la libertad más absoluta, eso nos propone esta novela y, también, el precio por habitar fuera de lo común, alto y sangriento pago.
La violencia también aparece en el libro, desde bien temprano, pero no se muestra como en una película gore. La sangre solo llega al río cuando los protagonistas no tienen más remedio que cruzarlo. Entendemos perfectamente la falta de control que lleva aparejada la condición de hombre lobo y que impide a los personajes llevar una vida adaptada al canon. La violencia de Mestizos es estrictamente inevitable, la sentimos como necesaria y natural, al menos cuando pertenece al lobo, otra cosa es cuando el hombre se cuela en el ansia animal. Hay otra violencia, la que se ejerce sobre el cuerpo propio, la que conlleva la transformación en bestia, que está descrita con un detalle pasmoso y efectivo. Cuerpos cambiando, ojos que se hunden en las cuencas, articulaciones que se dislocan, piel que se da la vuelta, pelo crespo atravesándola como dagas. Violencia también en las relaciones sociales, maneras toscas pero conciencia de lo que se es y de cómo intentar vivir con ello.
Los coches y las autopistas no representan el único peligro para nosotros, en cualquier caso. El mundo actual está diseñado a medida para matar hombres lobo.
Detrás de todas las escenas de carnicería, tratadas de soslayo la mayoría de las veces, late una alegoría sobre los inadaptados, sobre los que aman distinto pero, a pesar de la animadversión del mundo, intentan mantener su estilo, sus creencias, su forma de habitar una realidad fullera y rígida. Orgullosos apestados y su romántica huida hacia delante.
Hay otra alegoría en Mestizos, una sobre un niño que quiere ser mayor, que quiere ser como sus mayores. Un deseo de ser buen hombre, buen lobo, de ser uno mismo al final de la vía viva que es la estirpe. Obsesión adolescente de individualidad, descubrimiento de un cuerpo traicionero y excitante. Esto ya lo hemos leído en muchos sitios, pero aquí está expuesto de forma distinta, de forma salvaje, con olor a choto y a basura revuelta, a canal bobina sanguinolenta y perlada de moscas.
—Ser un hombre lobo no es solo cuestión de dientes y garras —me dijo con los labios rozándome la oreja, muy cerca, muy bajito—. Está dentro. Es tu forma de ver el mundo. Es la forma en que el mundo te ve.
Los lobos también se ríen
Tiene esta historia un humor primario, básico, algo bestial, como no podía ser de otra forma. En Mestizos se despliega un humorismo sin refinar, reírse para superar las adversidades, para ocultar lo complicado que es vivir a ese ritmo y con esa certeza de Damocles que lo sobrevuela todo: va a ir a peor, lo normal es que vaya a peor. El que tira más de este humor difuso es el personaje de Darren, tío del protagonista, que lo utiliza en la relación con su sobrino y para ocultar heridas y dificultades a sus seres queridos.
Uno acaba queriendo ser lobo con ellos, desea que el protagonista, ese sobrino sin nombre, pueda cambiar, pueda crecer, pueda desarrollarse y ser feliz en un mundo de hombres crueles. Así de bien está desarrollada la vida del núcleo protagónico. La empatía es casi inevitable.
Mestizos gustará a los inadaptados, a los que sufren en esta realidad injusta. A ellos interpela. Atraerá a adolescentes de todas las edades, muchos estamos aún por cambiar, por dejar salir el bicho sabio que llevamos dentro, por dar cauce al hambre. Como polillas a la luz acudirán los inseguros y aquellos que tenemos enterrado en lo más profundo de nuestra carne y psique una intuición profunda: hay otra forma de vivir. Los que tuvimos que devorar parte de nuestro ser para llegar a la ejemplaridad adulta, esa parte que aflora cuando vivir se pone peliagudo y nos da un revolcón que no esperamos, esos que nos aguantamos las ganas de morder, aquí tenemos una aventura que recorrer a nuestras anchas.
En lo técnico, hay un constante ir y venir temporal, un avance y retroceso que quizás a los menos acostumbrados pueda cansar y extrañar. Pero esa deriva sirve para completar la vida de los protagonistas, para presentarnos la justificación de sus ocurrencias y acciones, sus asuntos de licántropo que con esta forma de exponer la historia se nos dejan encima de la mesa con naturalidad, como el que cotillea en la vida de una anodina familia de vida corriente; pero aquí, claro, esa cotidianeidad incluye mordiscos, huidas, robos, escaramuzas…, pura rutina de lobo.
Mestizos trata, de forma directa o indirecta, muchos temas: la maduración, la influencia de la familia, la exigencia social de normalidad, los abusos, la violencia necesaria y legítima, minorías, racismo… Pero me llegó, sobre todo, un mensaje: aunque no miremos o no queramos mirar, lo increíble sucede, existe. Hay otras vidas que en nada se parecen a la nuestra, que nos enseñan que lo que damos por seguro y correcto no es más que una cuestión de coordenadas de aterrizaje. Caer en el cuerpo de una bestia, conocerse con una claridad irrefutable, estar seguro de lo que se es y salir de noche a sentir la hierba blanda y fresca, ¡menuda vida! Para mí la quisiera.
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Foto de Michael Busch, The Brewers, Markus Spiske y Thomas Bonometti en Unsplash