Ariadna se había vuelto loca, no cabía otra explicación, y se había arrancado un dedo, el meñique de la mano izquierda, de un mordisco.
Teresa, Tesa en realidad, mucho más corto y fácil de recordar, visitaba a su amiga con la esperanza de ver en ella algún rastro de la mujer fuerte y pragmática que conocía. En vano. Su seguridad había mutado en vacilación y sus firmes convicciones habían desaparecido a favor de una fe nueva y oscura de la que Tesa no había oído hablar jamás.
—Diosa desea que difundamos Su credo. Nos ha enviado a ejercer Su ministerio. No podéis mantenerme encerrada. No podréis retenerla para siempre.
Cuando Tesa preguntaba quién era esa Diosa desconocida, Ariadna bajaba la cabeza en actitud sumisa y devota.
—Solo hay una Diosa. Rezaré para que se perdone tu blasfemia porque no la has visto. Si la conocieras sabrías. No es generosa ni resulta fácil apaciguarla, pero de todos modos rezaré por ti.
Llegadas a ese punto, las visitas no continuaban. Ariadna llamaba a un celador que la acompañaba a su cuarto y Tesa se aferraba con fuerza a los brazos del sillón. Para no gritar. Para no culpar del estado de su amiga a ningún inocente. A los médicos, a los padres, a los jefes.
Hasta que decidió que, puesto que culpar a inocentes quedaba fuera de la ecuación, debía encontrar a los culpables.
La agenda de Ariadna marcaba el lugar de su último reportaje. Inacabado, por supuesto. De ahí que la mañana del sábado encontrase a Tesa dando vueltas por carreteras sin marcar y caminos apenas asfaltados al noreste de Soria. Allí no valía el GPS. Tampoco retroceder; hacía ya varios desvíos que había perdido cualquier punto de referencia. Se felicitó porque, al menos, el cultivo más extendido de la zona no era el maíz.
La iglesia apareció tras una curva más cerrada que la mayoría. Tan de repente como un adolescente borracho en la noche madrileña. De hecho, a Tesa le faltó muy poco para tocar el claxon y soltar un improperio, como si el edificio fuese a apartarse de un salto o a enseñarle un dedo.
«Como mucho—pensó— se hundiría por la vibración».
Castilla era prolija en pequeñas ermitas de piedra; la mayoría cubiertas por un tejado a dos aguas y adornadas por una apertura redonda, acristalada a modo de rosetón, en uno de sus cuatro lados. Aquella en concreto disfrutaba del dudoso privilegio de sostener un campanario derruido solo a medias que proyectaba una sombra inclinada sobre una superficie terrosa en la que se apilaban escombros y material de derribo variado.
No se oían ni las chicharras.
—¿Hola?
Su propia voz hizo que se sintiera incómoda. Se le ocurrió que no parecía aquel un mal lugar para perder la cabeza.
—Estás en un recinto sagrado. Diosa te agradece que respetes Su santuario. Y la verdad es que yo también. Estoy trabajando, ¿qué quieres?
Tesa se quedó petrificada. Movió los dedos de los pies dentro de los zapatos para asegurarse de que su conversión en piedra no era más que una metáfora. No lo era.
—Buenos días.
—Nos dé Diosa —respondió la mujer. Arrastraba las eses solo un poco, lo suficiente para que el sonido hiciese que Tesa pensase en una serpiente. Por lo demás, tenía el aspecto de una profesional de la construcción: botas reforzadas, vaqueros manchados de yeso, casco y gafas protectoras que ocultaban su expresión. Aunque tampoco hacía falta ver su gesto para no sentirse en absoluto bienvenida. Miró a su visitante de arriba a abajo antes de repetir la pregunta.
—Estoy trabajando, ¿qué quieres?
—Una amiga mía —empezó Tesa— estuvo aquí hace unas semanas. Ahora no se encuentra bien.
Los labios de la albañil se estiraron en una sonrisa de dientes resplandecientes.
—Pasa mucha gente por aquí. Ni te lo imaginas.
Tesa echó un vistazo al páramo que las rodeaba.
—¿Qué quieres?
—¿Se acuerda de ella?
—Claro que sí. Periodista, gorda como yo. Daba gusto verla, la verdad. Ojos azules, piel lechosa como la tuya. No tomáis mucho el sol en Madrid, ¿eh? ¿Qué quieres?
—Solo quiero saber…
—Un momento. Hace calor aquí fuera. Ven dentro. Vas a empezar a hacerme preguntas, como ella. Bueno, como todos. A eso venís. Pero ya te he dicho que estoy trabajando. No quieroperder el tiempo.
A Tesa se le ocurrió que la mujer intentaba engañarla. Como una bruja de Hansel y Gretel para adultos. No le ofrecía caramelos, la retaba ¡la estaba retando! Y si entraba en la iglesia se la comería. Inclinó la cabeza para observarla, para leer mejor en su rostro, pero las gafas protectoras no se lo ponían fácil.
—¿Vienes?
«No va a comerme —se dijo—. No es una bruja. Es una mujer común y corriente con algún tipo de fijación religiosa. Y yo estoy dejando que se me vaya mucho la olla».
—Claro, hace calor.
En realidad corría una brisa fresca muy agradable, no tenía que haber puesto ninguna excusa.
Dentro la temperatura no variaba demasiado. En gran medida porque faltaba un buen trozo de una de las paredes traseras. El resto estaban recubiertas de frescos realizados en tonalidades ocres. Rostros. Sobre todo había caras y partes de caras. Algunos ojos de pupilas granates, fosas nasales dibujadas en color burdeos. Parecían ensayos o bocetos de una imagen más grande.
Mientras los contemplaba, la albañil se encaramó a una escalera de madera apoyada en la misma pared en la que se abría la puerta. Desde ahí saltó a un andamio muy poco estable. Cada vez que la mujer se movía, la tabla que la sujetaba crujía y las vigas de hierro oxidado protestaban con un coro de chillidos.
—¿Qué quieres? —volvió a preguntar mientras tomaba una brocha de tamaño medio. La sacudió sobre el cubo del que la había sacado y unas gotas de pintura roja salpicaron a Tesa.
«Es sangre —pensó—. Está pintando esto con sangre». Respiró hondo para calmarse. El truco solía funcionar en la redacción. Se frotó el antebrazo, donde destacaban unas gotitas escarlata. Al tocarlas comprobó, con alivio, que tenían textura de pintura. Se conminó a dejarse de tonterías.
—Quiero saber qué le pasó a mi amiga. Desde que estuvo aquí no es la misma y no sé por qué. Quiero averiguarlo.
La mujer no se dio la vuelta para contestar. De hecho no contestó en absoluto. Dejó la brocha en el mismo cubo y cogió otro. La pintura también era roja, quizá dos o tres tonos más oscura. Se entretuvo en repasar el tono encarnado de la cara en la que trabajaba. Por lo visto no resultaba lo bastante ominosa a pesar de la boca entreabierta de la que sobresalía una lengua bífida. La nariz escamosa y los ojos, abiertos como simas, aparecían difuminados, como si una cámara digital hubiera enfocado los labios provocando un defecto de profundidad de campo. Da Vinci habría estado orgulloso de una aplicación tan a gran escala de su sfumatto.
—¿Seguro que es eso lo que quieres?
Hipnotizada por el ir y venir de las cerdas sobre la piedra, Tesa dio un pequeño respingo.
—¿Qué?
—¿Que si es eso lo que quieres de verdad?
«No —se dijo—. Quiero la paz mundial y que me toque la lotería. Vale, y ganar unos kilos, que estoy harta de comprarme la ropa en la sección de niños. Pero si le digo eso es capaz de concedérmelo, y entonces el precio será mucho más alto que la falange de un dedo meñique».
—Sí. Quiero saber eso.
—Pues menos mal que no me has pedido que acabe con el hambre en el mundo.
Tesa sonrió, nerviosa. Seguro que se trataba de una coincidencia, pero el hambre en el mundo y la paz mundial eran conceptos muy semejantes. Casi intercambiables en según qué contextos.
—O la paz en el mundo —continuó la mujer—, imagínate.
Tesa dio un paso atrás. Tropezó con una irregularidad del suelo y se le escapó un grito pequeño, patético, incluso.
—Tranquila, mujer. Tampoco es que vaya a comerte.
Entonces sí, se dio la vuelta y de nuevo los dientes blanquísimos sorprendieron a Tesa que terminó por convencerse de que terminaría aplastada entre sus dos mandíbulas.
—Solo voy a decirte lo que le ha pasado a tu amiga.
—No hace falta.
—No, no hace falta porque ya lo sabes. Pero has hecho tu petición y tu deseo será concedido.
En su habitación de hospital Ariadna agradecía a Diosa que la hubiera escuchado. Un dedo no era nada a cambio de la salvación de su amiga y de la suya propia. Solo faltaba que Tesa aceptase convertirse en la otra parte del trato. Aunque lo haría de todos modos. Se convertiría en una nueva profeta o en pigmento para Su iglesia.
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Foto de portada: Annie Spratt. Unsplash.
Foto de Soria: Alicia Pérez Gil.