Daniel Dopazo: La ópera que no nació

La ópera que no nació. Libros Prohibidos

I – OBERTURA

La melodía comenzó con la percusión grave del corazón contra el pecho, un tan-tan blando que rasgó por la mitad el silencio en el que había sido recluida. Hasta ese instante, aquel golpeteo de órgano y sangre había desaparecido para internarse en un vacío que se escapaba a su percepción, lejos, más allá de las sombras en las que se alojaba. El suceso apenas había durado unos segundos, un suspiro quejumbroso de su otra mitad; sin embargo, durante ese tiempo permaneció sola, aislada en su cárcel de sentimientos compartidos y sin la música interna que siempre la había acompañado.

Fue terrible, agónico; más doloroso que sentir. Pero la melodía volvió.

Emocionada, sintió como el susurro de los pulmones aparecía casi al mismo tiempo que el discurrir agudo de la actividad neuronal, indeciso al principio, agitado conforme los ojos de su otra parte, aquella que controlaba el cuerpo, empezaban a abrirse y a percibir la realidad. El fluir de la sangre a través de venas y arterias terminó de ambientar unas sombras que se iban esclareciendo a cada instante, con cada golpe de corazón, cada insuflación de aire en los pulmones. Era un inicio prometedor de lo que estaba por llegar, el comienzo de una partitura perfecta. Su partitura. El telón se levantaba y ella sabía que aquella sería la última función, el último espasmo de dolor compartido.

Por fin la iban a encontrar. Al fin sería libre, lo sabía.

Y comenzó a cantar.

II – RECITATIVOS

Uxía abrió los ojos poco a poco, todavía aturdida por el golpe en la frente.

—Joder, tío, pensé que te la habías cargado.

Los dos hombres que la habían raptado de la habitación del sanatorio la observaban con una mezcla de temor y rabia en la mirada. Del cuidador que les había ayudado no había rastro. El que acababa de hablar, un joven enclenque que apenas tendría más edad que ella, trataba de taponar la herida en la mano derecha del otro, que no paraba de sangrar sobre las baldosas blancas del suelo, donde un dedo meñique descansaba retorcido.

Uxía tragó saliva y notó al instante el sabor de la sangre en la boca, entre los dientes, acariciando sus pupilas como si de óxido se tratara.

—Te dije que era una hija de puta dura. Apenas ha estado inconsciente unos segundos. ¡Joder, Mario, ten más cuidado con el trapo!

El tal Mario se disculpó a toda prisa y cerró los ojos con un pestañeo rápido, como si esperase recibir un bofetón.

—Deberías de haberle dado otra hostia —continuó el otro, ignorando a su compañero y agarrando con más fuerza el palo que sostenía con la mano sana.

—¡Eh! Tranquilízate, Jose. Esta gente no se anda con mierdas. Ese dedo no es nada en comparación con lo que nos harán si te la cargas. Además, solo lo usabas para sacarte mierda de la nariz. Mira —dijo, y señaló con el mentón el dedo meñique del suelo—, aún tiene tropezones clavados en la uña.

Jose se giró de golpe hacia Mario y este volvió a cerrar los ojos con rapidez, esperando un vez más un bofetón que no llegó; después, ambos soltaron una risotada.

Uxía los miró con pena. No les tenía miedo, y era obvio que ellos tampoco se lo tenían a ella, motivo por el cual no se habían molestado ni en atarla ni en ocultar sus rostros.

Pero ella sabía que deberían temerla. Uxía era capaz de apartar el miedo, de canalizarlo de una manera que no comprendía hasta aprisionarlo en alguna parte de su ser. Había sido así desde que tenía memoria, algo natural que hacía por puro instinto, para no sufrir. Odio, miedo, rabia, dolor; sentimientos negativos que separaba para encerrar en otro lugar, uno muy profundo, en su interior. A veces podía notar cómo esos sentimientos que aprisionaba se agitaban dentro, cómo empujaban por salir. A veces lo conseguían. Y aquella era una de esas veces.

La voz de su interior había empezado a cantar.

—Escapad —dijo con un tono casi inaudible.

Mario centró su atención en ella y frunció el ceño.

—¿Qué? —preguntó, pero Jose no le permitió continuar hablando.

—Mira, mocosa, más vale que te calles la boca si no quieres recibir otro palo en la cabeza. La doctora ya tiene que estar al llegar.

—Tenéis que escapar. Si no lo hacéis vais a… morir. —Pronunció la última palabra casi cantando, con la voz medio agrietada, y Uxía supo que ya no había vuelta atrás.

Se incorporó para ponerse de pie, en una lucha interna consigo misma por tratar de hacer todo lo contrario; el cuerpo ya casi no le obedecía.

—Oye, mocosa, estate quieta.

Los movimientos de Uxía eran imprecisos, vacilantes, como si estuviera aprendiendo a controlar su cuerpo. Al dar el primer paso la visión se le retorció, distorsionando la realidad que percibía mientras la voz de su interior cantaba. Las paredes de la habitación se agitaron y empezaron a latir, cambiando su consistencia hasta adquirir la forma de una membrana gelatinosa de la que pronto comenzó a manar sangre: cientos de hilos carmesís que supuraban de las paredes y descendían por ellas como lágrimas rojas.

Y el sonido de un corazón sonando de fondo, al ritmo pulsátil de las paredes.

—Joder, Jose, la doctora ya tendría que estar aquí. ¿Qué coño le está pasando? Parece un puto zombi.

Escuchó la voz de Mario muy lejana, hermosa, perfecta para cantar junto a la suya. Un recitativo accompagnato sería ideal en aquel momento.

Se acercó a él, un paso tambaleante tras otro.

—¡Hey, estate quieta!

Escuchar en ese instante la voz de Jose la estremeció. ¡Oh, qué maravillosa! Rabia contenida deseando ser liberada. Uxía escuchó los pasos del secuestrador acercándose a través de un baño de sangre que ya le llegaba por las rodillas. Las paredes no paraban de supurar plasma cargado del glóbulos rojos y plaquetas. Era como estar dentro de su propio cuerpo.

La entrada de Jose a escena era triunfal.

—No te veo pero te siento. Eres parte de mi ópera.

Uxía cantó con entusiasmo lo que escuchaba en su interior, porque en aquel momento ella y la voz que le cantaba estaban más unidas que nunca. Casi eran una.

—Que te jodan, loca de mier…

No dejó que Jose terminara la línea de su estrofa. En aquella ópera, su ópera, había cabida para la improvisación. Por eso cuando el hombretón levantó el palo ella sonrió y saltó hacia su cuello. Los dientes se cerraron sobre la tráquea de Jose con una fuerza abrumadora y, a su grito, denso y acuoso, se unió el de Mario, lleno de terror.

¡Qué parte tan bella! ¡Qué accompagnato! ¡Cómo se fundían las dos voces con la melodía, con las traquicardias del corazón, con los esfínteres del intestino!

Escupió la tráquea de Jose sin ganas. Absorta como estaba en la melodía, perdió el equilibrio. Su ensimismamiento era tal que no oyó acercarse a Mario. Al dar un paso tropezó con sus propios pies y cayó al suelo duro, atravesando la marea de sangre que le daba por la cintura como si esta no existiera, como si no pudiera sentirla. Apenas un segundo más tarde, un cuerpo cayó a su lado. Uxía, porque así era como creía llamarse, se levantó de nuevo, con los movimientos cada vez más descoordinados. Y entonces volvió a caer, esta vez por el impacto del palo en su cabeza.

***

Levantarse fue una tarea titánica. Si pudiera controlar el cuerpo directamente, lo más seguro es que ya se hubiera puesto de pie. Pero tenía que acceder a su otra parte, y esta había comenzado a desaparecer. Los suaves tonos agudos que pasaban por los axones al desplazarse habían cambiando de rumbo. Ya no iban de los nociceptores a la médula espinal o al cerebro de su otra parte; ahora el dolor ya no le llegaba filtrado, sino directo. Y se emocionó.

Ya quedaba menos para que la encontraran.

Cuando consiguió ponerse de pie emitió algo parecido a una risa; la primera desde su existencia; acto seguido sintió otro golpe en la cabeza.

Los movimientos al intentar incorporarse aún fueron más difíciles esta vez; las sinapsis entre ella y su otra mitad se hacían más difíciles ahora que Uxía había desaparecido, y encargarse ella sola de hacer funcionar todos los órganos vitales mientras coordinaba los movimientos del cuerpo le resultaba casi imposible. Una ópera dramática.

—¡¿Por qué coño te sigues levantando?! ¡¿Por qué?!

La voz de Mario estaba cargada nervios y miedo, y ese miedo escupió otro golpe tremendo en la cabeza del cuerpo que había sido de Uxía, un golpe al que le siguieron dos más, con sus correspondientes crujidos. Con cada uno de ellos, Mario elevaba el tono de sus gritos.

—¡Deja de levantarte!

El sonido de una puerta abriéndose con violencia y los impactos del palo contra el cuerpo que intentaba controlar acompañaron como melodía al secco de Mario. Un recitativo angustioso. Luego, las siluetas que acababan de llegar detuvieron la música clavándole agujas en el cuerpo que habitaba, y ella volvió a la oscuridad.

III – INTERLUDIO

El telón volvió a abrirse para continuar su ópera. La orquesta, en esta ocasión, comenzó con varios détaché de bisturí sobre músculo, rasgaduras de tejido que imitaron sobre su piel los movimientos del arco de un violín para continuar con un staccato sobre un tendón.

Los músicos trabajaban sobre su cuerpo como si de un gran instrumento se tratara mientras ella preparaba la aria final, el último adiós a su oscuridad antes de reunirse con Uxía.

Los golpes de corazón eran en aquel momento casi imperceptibles, tenues a medida que los músicos usaban sus tendones como cuerdas de violín.

La estaban buscando, a ella.

Los pulmones que ahora controlaba eran trombones graves, imprecisos. A veces los usaba de tubas, de clarinetes, de oboes según el sonido que buscase; así de diferente era su respiración, que cambiaba a cada segundo.

Supo que el final iba a llegar en cuanto el contralto comenzó a cantar.

IV – ARIAS

La voz de la doctora era idónea para el final, necesaria para encajar todas las piezas de su obra. Desde la oscuridad percibió la perfección de su tono de contralto a través de los oídos del cuerpo de Uxía.

La doctora cantaría el aria:

—Como pueden comprobar, dentro del vientre de la muchacha, sobre su estómago, se halla un pequeño cráneo cubierto de pelo. Si el cuerpo que ven es capaz de moverse, a pesar de tener media cabeza destrozada, es porque el cerebro que se encuentra en ese pequeño cráneo es ahora quien lo controla.

»Si bien el Síndrome del gemelo evanescente no es ningún misterio a día de hoy, hemos empezado a encontrarnos con casos mucho más siniestros, como el de Uxía y su hermana Mónica. Sí, ese cráneo y su cerebro son de Mónica, la hermana gemela nonata de Uxía.

»Como saben, durante un embarazo de alto riesgo, uno de los gemelos puede, en sus primeras fases de gestación, ser absorbido por la madre o la placenta. Sin embargo, hay casos, los menos, en que el gemelo es absorbido por su otro hermano. El caso de Uxía y Mónica es uno de ellos.

»Hace poco descubrimos, solo aquí en Galicia, seis casos en los que el gemelo absorbido, de alguna manera que no comprendemos, continúa desarrollándose dentro de su hermano. No obstante, como pueden observar en el cuerpo de Uxía, el desarrollo es solo cerebral, y limitado, apenas un tercio del tamaño de un cerebro normal. Lo más sorprendente es que ambas hermanas están unidas por el sistema nervioso, siendo el cerebro de Mónica un órgano más del de su hermana. Lo terrorífico de este suceso es que Mónica está viva, es una conciencia que lleva diecinueve años recibiendo las emociones que Uxía le envía, un ser vivo que sabe que existe pero interpreta la vida de una forma diferente, consecuencia de la información que su hermana le hacía llegar.

»Uxía, según nos contó su psicóloga, no dejaba de cantar y escuchar música desde que era pequeña. Ópera, principalmente. Tras la muerte de sus padres siguió cantando. Fue feliz incluso en el momento de sus muertes, como si estas no le hubiesen afectado. Estudios realizados en anteriores sujetos con el Síndrome del gemelo evanescente, afirman que el gemelo dominante puede derivar emociones negativas hacia su hermano: un mecanismo de autodefensa que, sin embargo, trastorna a la otra entidad. ¿Son capaces de imaginar por un momento, cómo es capaz Mónica de percibir la realidad? ¿Y su existencia? ¿Qué creen que siente alguien a quien constantemente le suministran sentimientos y sensaciones nocivas? Por desgracia, ni nosotras somos capaces de saberlo a día de hoy.

»Señoras, señores, no les quiero seguir aburriendo con teorías que aún no podemos demostrar. Esperamos que los experimentos llevados a cabo a lo largo de estos meses con los demás sujetos arrojen algo de luz a este misterio de la naturaleza; entonces volverán a ser informados. Muchas gracias por seguir confiando en nosotros, aunque sea de forma clandestina.

»Señor Toba, proceda a aplicarle la eutanasia a Mónica.

***

Los aplausos del público llegaron incluso antes de que el telón se bajase del todo. El corazón detuvo sus golpes; los pulmones dejaron de interpretar su partitura.

Mónica, así era cómo se llamaba, eso era ella.

Disfrutó de la sensación que le producía la palabra, la única nota alegre que sintió antes de que la oscuridad se la tragase.

Daniel Dopazo

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Foto: John Robert Marasigan. Unsplash