Año: 2016
Editorial: Baile del Sol
Género: Novela
Valoración: Recomendable
Estupenda (y curiosa) cosecha de letras
Baile del sol es una de las editoriales que llevan con nosotros desde el principio. Su producción de obras es bastante importante en cantidad y, sorprendentemente, también en calidad. No en vano, han conseguido colocar dos de sus obras —Cabotaje y La máquina natural— entre los nominados de las 3 ediciones de los Premios Guillermo de Baskerville. Y también han tenido otras cuantas obras a punto de ser nominadas, amén de las que podrían caer en la próxima edición. Todo esto para presentar la obra que traigo hoy entre manos: El invernadero, de Fernando Luis Chivite.
Un escritor de mediana edad viaja a Berlín por una temporada como forma de retomar su carrera literaria. Una vez allí, se encuentra con lo que más o menos esperaba, aunque sí se sorprende con aquellos que tiene más cerca: los vecinos de una casa de huéspedes en cuyo jardín hay un invernadero.
Con El invernadero nos encontramos con el enésimo intento de mostrar la complejidad de las relaciones humanas en nuestro día a día. La vida, así, sin más. ¿Y lo consigue? Pues parece ser que sí. Bueno, eso creo, aunque tengo la sensación de que no sabré responder a esa pregunta hasta que no haya alcanzado suficiente conocimiento del ser humano. O sea, nunca. Y he aquí el gran mérito de esta novela. Sin caer en grandes parrafadas, sin ponerse filosófico ni pretender dar lecciones, el autor nos va presentando una serie de hechos a través de los ojos de su protagonista. Su curiosa forma de entender la narración aporta al texto originalidad y frescura. Además, esto hace que los hechos no aparezcan del todo crudos —no es un autor tan sádico. Mientras tanto, no pasa nada y pasa todo; esa cosa tan sumamente complicada.
Somos realmente parecidos. Tanto, que no sé qué pensar. Además ya no se trata solo del aspecto físico. Tenemos ingredientes similares en la mirada: introspección, ironía, astigmatismo.
No me entiendan mal, entre las páginas de El invernadero no van a encontrar el significado de la vida. No es un libro de esos. Sin embargo, sí se van a encontrar un retrato —subjetivo, por supuesto— de nosotros como individuos que habitamos esta sociedad. Y ya. De nuevo, algo tan tremendamente complejo en 191 páginas sin mayores pretensiones.
Su forma de relatar es despreocupada. Finge tratar los temas de pasada, sin intención distinta al placer de contar qué ocurre alrededor de esa casa con invernadero. Pero en realidad no es así en absoluto. Pretende no querer dejar nada en el lector, apenas una historia hecha jirones. Y es mentira. Sería una pena que no encuentre las palabras para expresar lo mucho que me ha sorprendido la obra en este aspecto. Espero que me lo podáis perdonar.
Más allá de la grata sorpresa, he experimentado distintas sensaciones al leer este libro. La primera es que, por su estructura, parece haber salido de un manual de SEO: no hay división de capítulos, solo porciones de texto separadas por titulares. Esto confunde un poco, pero solo al principio. Más adelante, comprobé que la novela también encajaba en formato serie de televisión: apenas hay continuidad, los capítulos saltan de un tema a otro, de un personaje a otro, de un lugar a otro. Nunca abandona la historia principal —esto es, el protagonista en Berlín—, pero va mudando de situación en situación, dejando algunos temas en el aire para volver más adelante; cuando toque.
Tiene al niño en los brazos y lo observa en silencio. Con una curiosidad angustiada. Como si estuviera tratando de descifrar el significado de unos signos extraños grabados en una pared extraña de algún lugar extraño.
Personajes frescos de fuera de temporada
Por si no reuniera suficientes virtudes, Fernando Luis Chivite se destapa en esta obra como un experto de los tiempos, las situaciones y los personajes. Lleva la batuta de la narración con maestría. Se permite el lujo de jugar con el lector, mareándole con minicapítulos —de uno o dos párrafos de extensión— que en principio nada tienen que ver con lo que está pasando, pero que llenan de color el texto.
Si bien los diálogos no consiguen destacar por encima de lo demás, están a la altura de lo que se espera de los personajes. Estos últimos sí son de lo mejorcito. Cuando termina la historia, el lector no podría decir que los conoce demasiado bien uno por uno. La intención va mucho más allá. El autor utiliza estos personajes para realizar una radiografía del ser humano de nuestro tiempo, con nuestros problemas propios del primer mundo, tan irresolubles como insustanciales. Podemos ver a través de ellos como miramos a través de las paredes de plástico de un invernadero: hay algo ahí dentro, pero no sabríamos decir exactamente qué.
Y seguimos con los personajes, ya que la anterior no es la única analogía de estos con el título del libro. El invernadero que aparece —y que apenas tiene presencia en la vida de los protagonistas— puede interpretarse como una alegoría de la vida de estos y, por extensión, de nosotros mismos. Los personajes son como fruta fuera de temporada, animados por algún motivo que desconocen en el momento en el que les ha tocado vivir antinaturalmente; fuera de su temporada. ¿Hay aquí, de nuevo, una crítica a nuestro mundo? Juzgad vosotros, amigos.
Está visto que hay sonrisas para todo. Para cualquier mal rato hay una sonrisa. Para cualquier desprecio. Para cualquier clase de fracaso y de dolor. Hasta para la muerte debe de haberla, no me extrañaría.