Imma Turbau: El rostro del tiempo

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Año: 2017
Editorial: Navona
Género: Novela
Valoración: Mejor no

Sin sal ni pimienta es complicado

La narrativa es un género que se me suele atragantar. Aunque por aquí os he hablado de muchas y variadas excepciones, por regla general la narrativa me aburre. Me gusta que los libros me transporten, si no a mundos nuevos, por lo menos a situaciones muy distintas de las que acostumbro a vivir. Vamos, que necesito que leer sea diferente a hablar con el pollero. Pero cuando la narrativa está bien escrita, cuando los autores logran crear belleza con el lenguaje y a través de él mostrarnos facetas ocultas de nuestra realidad, puede ser una verdadera gozada. Cuando ni el contenido, ni el continente destacan, el resultado es un libro que ni fu ni fa. Y eso es justo lo que ocurre con El rostro del tiempo.

Carlos es un arquitecto insatisfecho con su vida que un día decide largarse de viaje a ver si la soledad y el tiempo le permiten entender qué es lo que falla. El azar le llevará a un pueblo sin nombre, y a la puerta de Carla, una mujer que vive en una casa aislada, sin relojes, ni internet, ni televisión, y que se encuentra enfrascada en un ambicioso proyecto artístico. Se inicia entonces una historia de amor entre ambos, que dará pie a un proceso de conocimiento mutuo y propio.

Son raras las ocasiones en que la vida te guiña un ojo y estás mirando.

Hablemos primero del contenido de El rostro del tiempo. El libro comienza con el protagonista, Carlos, despertando al pie de un acantilado. Tras leer la primera página se me pusieron los dientes largos. ¿Qué puede ir mal con un libro que comienza con alguien despertándose al pie de un acantilado? La respuesta, por desgracia, es: todo, amigos, todo.

Y es que ese comienzo no es más que un McGuffin, una trampa para hacernos creer que entre estas páginas se esconde una historia de intriga y suspense que nos mantendrá en vilo de principio a fin. Nada más lejos de la realidad. El misterio de qué hace el protagonista a los pies de un acantilado se resuelve pronto: estaba borracho y tropezó. Y sí, el resultado de la caída es que el pobre anda hecho un despojo, que es lo que le hará pasar la noche en casa de Carla, dando pie a su posterior enamoramiento. Así que el acantilado cumple una función.

Pero es una función insulsa. La historia del enamoramiento de Carlos y Carla no podría tener menos gracia. Aunque la autora trata de jugar con la posibilidad de que tal vez no acaben juntos, en realidad el lector no tiene ninguna duda, porque se comete la torpeza de que el narrador está en primera persona del pasado, y desde el primer momento ya se nos anticipa que la historia tiene un final feliz. ¿Quién tiene interés en leer una historia de dos personas que se enamoran, y ya? Yo, desde luego, no.

Pero no todo es tan insípido dentro de El rostro del tiempo. Nos encontramos, cuando quedan unas veinte páginas para que acabe la novela, con una historia dentro de la propia historia que sí es interesante. Esto es lo que el libro debería habernos contado, en vez de resumirlo a toda pastilla en un manojo de páginas y dedicar capítulos y capítulos a una de las historias de amor más sosas que haya parido la literatura.

Respecto al continente, poco hay que decir. La pluma de Imma Turbau es correcta, pero no destaca en ningún momento por su virtuosismo. Tiene, eso sí, una molesta tendencia a usar más puntos suspensivos de la cuenta y a señalizar las risas de los personajes con unos enervantes «ja, ja, ja». Los diálogos suelen ser insoportablemente largos y dan vueltas y vueltas sobre sí mismos, al igual que los monólogos internos del protagonista, que se repite más que el ajo, el pobre.

El amor estipulado

Quizá pensarán que estoy siendo demasiado dura con la autora, y tal vez alguno de nuestros lectores sí se sienta atraído por una lectura que presenta poco más que una historia de amor. Para los aficionados al género rosa, he de advertir que no nos encontramos aquí ante una representación satisfactoria de los sentimientos amorosos. En la buena novela romántica, el lector se ha de enamorar con el protagonista; ha de entender perfectamente sus motivos, y sentir que no queda otra que perder la cabeza por la persona amada. En El rostro del tiempo el amor entre los protagonistas se estipula, pero no surge de manera orgánica. Sabemos que están enamorados porque el narrador nos lo repite de forma machacona, pero no vemos este amor en sus palabras, en sus gestos, ni tampoco entendemos por qué narices se están enamorando.

Todo amor es un gran amor, es un primer amor, es el único amor y es el último amor.

A este sentimiento de confusión contribuye el carácter odioso de los personajes, en especial el protagonista, un tipo caprichoso, impulsivo y bastante imbécil, al que no se le ve la gracia por ningún lado. Carla es algo más interesante, pero tal y como nos la describe Carlos, no hay manera de comprender qué encuentra de atractiva en ella. A la más mínima contrariedad ya la está tachando de loca (sin que el lector termine de entender el motivo), y está constantemente convenciéndose a sí mismo de que, a pesar de que esté gordita, es una mujer hermosa. En fin.