Año: 1979
Editorial: Planeta
Género: Novela
Valoración: Infumable
Supongo que muchos de ustedes se habrán sentido ofendidos, incluso indignados, al ver la valoración que le ha caído a este libro de mi parte, ya que entiendo que es común encontrarlo entre las obras favoritas de mucha gente. Pero lo cierto es que a mí me ha parecido una novela del todo insufrible, y aunque no pretendo convencer a nadie, sino tan sólo dar mi humilde opinión, sí que voy a tratar de desglosar pormenorizadamente las razones que me han llevado a este implacable juicio.
Los renglones torcidos de Dios narra la historia de Alice Gould, o Alicia de Almenara, una mujer que afirma ser detective y que ha sido encerrada en un manicomio con un diagnóstico de paranoia. Alice niega estar enferma y afirma que su encierro es parte de un plan urdido por ella misma para investigar un asesinato, cuyo autor se encuentra entre los enfermos de aquel hospital psiquiátrico. Al tiempo que ella va familiarizándose con los enfermos y sus distintas dolencias, así como haciendo migas con los enfermeros y doctores, va dándose cuenta de que es considerada una loca más, y tratará de convencer a todos de lo contrario. La novela, en fin, se debate entre si Alice está realmente loca o no, con la intención por parte del autor de crear en el lector una tensión y unas ansias por destapar la verdad. Ahora bien, el primer y principal problema de esta novela es que no logra cumplir con este objetivo, o al menos no lo ha logrado en mi caso. Puede que yo sea un poco rarica, pero lo cierto es que no podía importarme menos que Alice Gould estuviera o no enferma, y esa es una sensación que tuve desde el comienzo y que se fue acrecentando a medida que avanzaba la novela, con sus incontables giros argumentales locura-cordura-locura-cordura que debían causarme sorpresa y sólo me provocaban tedio.
¿Y por qué esta indiferencia hacia el destino de Alice Gould? Pues, fundamentalmente, porque me parece un personaje por completo insoportable. Es una mujer enamorada de sí misma, con ganas constantes de ser el centro de atención, creída, clasista, prepotente, pedante y cursi a más no poder. Pero lo que realmente me ha enervado es el hecho de que sólo “el malo” del libro (el director del manicomio, que nunca duda de su locura) comparte esta opinión conmigo. El resto de enfermos y personal del hospital están constantemente comentando lo maravillosa que es Alice Gould, una mujer (por mencionar sólo algunos de sus calificativos) “de ideales elevados”, “pura”, “de personalidad especialmente exquisita”, “altamente cultivada”, “demasiado perfecta”, “de grandes cualidades”, “distinguida”, “delicada”, “tan inteligente”, “muy bella” y, por supuesto, rubia, que alguien tan perfecto no puede ser una morena con pelacos en los brazos, hombre, ¡por favor! Este enervante peloteo es realizado incluso de la mano del propio narrador, lo cual ya me parece el colmo. El texto nos brinda perlas como la siguiente:
Sintió de pronto Alicia una viva simpatía por esta mujer. Su recelo se transformó en afecto en un abrir y cerrar de ojos. ¡Alicia era así! [Léase: de perfecta, de maravillosa]
Y todo esto dirigido hacia una mujer que está constantemente señalando lo superior que es a los demás, que se dedica a ponerles motes en ocasiones degradantes a los demás enfermos, que mangonea y manipula a todo el que se le ponga por delante, y que profesa unos valores tan rancios que llega a dar una buena hostia (con perdón) a una enferma por estar practicando sexo oral con otra. Hablando de valores rancios, al libro se le nota, y mucho, el toque nieto-del-fundador-de-ABC. Está plagadito de referencias clasistas:
El momento más delicado, antes del duro trance del encierro, era el de recibir [a los enfermos], sosegar sus temores, demostrarles amistad y protección. Mas he aquí que esta señora -tan distinta en su porte y en su atuendo a los habituales pacientes- no parecía demandar amparo, sino exigir pleitesías.
Machistas:
-[…] ese viejo caserón es de mi propiedad.
-¡No me digas! ¿Vives aquí?
-Todavía no. Lo estoy arreglando por dentro.
-¡Necesito imperiosamente que me lo enseñes!
-No tengo las llaves conmigo.
-Otro día me lo tienes que enseñar.
-¿Por qué tanto interés, Alicia?
-Porque los hombres no tenéis idea de arreglar una casa por dentro. Y ese edificio es una joya. Y estoy segura de que si no sigues mis consejos te lo vas a cargar.
Homófobas:
-¿Qué le ha parecido el autor de las cartas que usted recibe?
-Me ha dado mucha pena conocerle. Mucha. ¿Es homosexual?
-Es amanerado, como su escritura, pero no es pederasta. Carece de huellas de perforación anal.
-¡No le había pedido tantos detalles, doctor!
Racistas:
Le tocaba con ambas manos. Otra de las características que observó Alicia es que hay una gran mayoría de sobones [en el manicomio]: como en la India, como entre los negros. Para hablar, tocan, dan pequeños golpes en el pecho o en los brazos.
Y, en general, católicas, apostólicas, romanas:
-[…] No se vuelva usted, Alicia. ¡Es repugnante! ¿Cómo puede tolerarse que se practique el onanismo en público?
-No sé qué significa esa palabra – comentó Alicia.
Volvióse y observó a una reclusa realizando, enajenada, el vicio solitario. […]
-¡Qué asco! -comentó Alice Gould.
En fin, creo que basta con estas citas para ilustrar la profunda ranciedad de un libro que, recordemos, es del año 79, y no del siglo XIX, como pudiera parecer. Pero vamos a parar un segundito de darle caña a Torcuato y concedámosle un par de cosas. Primero, que es una obra que (al menos en su primera mitad) ha logrado tenerme relativamente enganchada – no en vano está escrita con formato bestseller y se vendió en su día como churros (aunque también es verdad que el tema de la locura vende mucho, que somos muy morbosillos los humanos). Y segundo, que está muy bien documentada. El propio autor ingresó de forma voluntaria en un manicomio y leyó toneladas de libros para informarse acerca de las distintas enfermedades mentales y poder así plasmarlas adecuadamente en esta novela, por lo que tiene cierto interés como cuasi-manual de psicología. Pero esto es también un arma de doble filo. Por un lado, porque Torcuato aprendió tanto de estas cosas que se le ve con muchas ganas de contarnos todo lo que sabe, y si para ello tiene que meter monólogos antinaturalmente largos dentro de los diálogos para explayarse a gusto, pues lo hace, con el coñacismo que ello conlleva. Y, por otra parte, porque, como se habrá notado ya con las referencias a la homosexualidad como enfermedad, muchas de las referencias psicológicas se han quedado anticuadas y esto contribuye a la sensación general de que la novela (si alguna vez fue buena, que lo dudo) ha envejecido muy mal.
Por lo demás, es una obra que está mal escrita: con abundantes laísmos, unos diálogos insoportablemente cursis y un lenguaje arcaico y farragoso. A esto se le añade la inverosimilitud de muchos de los acontecimientos que narra y la excesiva longitud del texto, que provoca que los últimos capítulos (donde se supone que están los giros argumentales más impactantes) resulten aburridos. Podría seguir enumerando cosas negativas, pero creo que mi mensaje ya ha quedado bastante claro: no puedo recomendarles este libro. Es más, les diría que no se acercasen ni con un palo. Pero es sólo mi opinión.