Año: 2017
Editorial: Ediciones B
Género: Novela policiaca
Valoración: Está bien
Los riesgos de pasearse al filo del acantilado
Hay autores que consideramos como hijos adoptivos de esta web. Los seguimos desde sus inicios, vemos su evolución y, cuando alcanzan mejores publicaciones y éxitos, los sentimos como propios. Por supuesto que no es así, que si ellos llegan donde llegan es por sus propios méritos, pero nada nos puede quitar la satisfacción de haberles leído antes de su aparición ante el gran público. Esto es algo que nos ocurre con Antonio Manzanera, autor al que ya hemos reseñado en dos ocasiones. El asesino del acantilado, obra que criticamos hoy, es la tercera novela suya en esta web.
En 1984, la preolímpica Los Ángeles ya apuntaba a convertirse en la megalópolis que hoy en día conocemos. El crimen y la corrupción despuntaban por doquier, lo que podría considerarse como algo positivo para un investigador privado, aunque se sea de tan poca monta como Cheney Moore. Sin embargo, y pese a su necesidad, Moore debería haber rechazado el encargo de investigar el asesinato de un ex-recluso que había robado 3 millones de dólares de los que no hay rastro.
Como en las otras obras de Manzanera que ya he tenido la ocasión de leer, en El asesino del acantilado nos encontramos con una historia llena de suspense e intriga. El lector parte desde un punto muy básico —lo mismo que el propio investigador Cheney Moore— y va a ser a través de sus averiguaciones cuando vaya enterándose de qué ha ocurrido en realidad. Pero eso sería demasiado fácil para lo que nos tiene acostumbrados este autor. En realidad, entre callejones sin salida, pistas falsas y suposiciones erróneas, lo normal es quedar enredado y terminar aceptando que hasta el final no vamos a enterarnos de qué es lo que ha pasado. Para ello, Manzanera se vale de una arriesgada estructura que nos recuerda más a La tercera versión, aunque en esta ocasión las tres partes avanzan hacia atrás en el tiempo. Esta vuelta de tuerca que alguna podría considerar como un artificio innecesario, le da una dosis de originalidad y aumenta en el lector la sensación de estar completamente perdido. Se hace especialmente duro el primer salto —de 1984 a 1980—, pero conforme se va avanzando en la trama y en los personajes, se va encontrando el sentido de esta forma de narrar.
Una cosa más sobre la estructura: a mí me han convencido las explicaciones finales de la obra, pero personalmente no he conseguido sacarme de encima la sensación de que hay algo que no cuadra, que es imposible que todo quede perfectamente cuadrado al cerrar la última página. Mucho me temo que El asesino del acantilado no soportaría bien una segunda lectura. O tal vez sí, quién sabe.
A Cheney Moore no le gustó nada lo que vio. Las heridas del rostro hacían muy difícil precisar su edad, pero la víctima era varón y debería de rondar los cincuenta años. El cráneo, muy redondo, lo tenía bollado por varios sitios, como si su cabeza hubiese sido una lata de Pepsi que alguien hubiese chafado a conciencia para luego volver a recomponer. Desde la frente hasta la parte de las piernas que había quedado descubierta, Moore pudo ver una infinidad de abrasiones, cortes y magulladuras de distinta índole, todas ellas limpias, fotografiadas y catalogadas.
Las formas, bajo control
El estilo de Antonio Manzanera viene que ni pintado para el tipo de libros que escribe. Es minimalista con la escenografía —total, sabe de sobra que el lector conoce el tipo de lugares por donde pasan los protagonistas, así que para qué detenerse más de lo necesario— y va al grano. Tampoco se detiene demasiado en identificar las sensaciones de los personajes, solo justo para ayudar a centrar la atención. Cuando digo que va al grano, no me refiero a que en la novela solo aparece lo justo y necesario para seguirla, no es así en absoluto, ya que se vale de gran cantidad de información que no siempre es válida —ahí entran en juego las ya mencionadas pistas y suposiciones falsas, por ejemplo—, sino que prescinde de artificios u otros recursos. Vamos, que si hay una coma es porque tiene que estar ahí. Esto ayuda en gran medida a que la historia avance siempre a una misma velocidad, tal vez no demasiado rápida —tampoco lenta— pero siempre constante.
Y, claro, con esta premisa, mientras las páginas van pasando y los capítulos cayendo, la tensión no para de crecer. A esto contribuye, además de mantener apropiadamente desinformado y confundido al lector en todo momento, el tono, más que seco, áspero, y el realismo que envuelve a todas y cada una de las escenas. Los diálogos y los personajes son lo que se espera de estos tipos duros de los bajos fondos tan habituados a los trabajos sucios; no maravillan estilísticamente hablando, pero cumplen su cometido con solvencia y coherencia.
—En fin… siempre dije que tuvimos que haberlo matado en la cárcel —dijo Joe con cierta resignación.
Fui apagando todas las luces y me reuní con Joe en la entrada del apartamento, desde donde echó un último vistazo antes de salir.
—Joder —dijo—. Un trabajo fácil y al final terminamos con tres muertos.
—Ya no quedan trabajos fáciles, Joe.
En resumen, nos encontramos con una obra que no solo es perfecta para leer en la piscina, sino que tiene enjundia suficiente como para requerir todos los sentidos por parte del lector. De modo que para consumir El asesino del acantilado recomendamos el uso de sombrilla y/o protector solar. Luego no admitimos reclamaciones.