Ariadna Castellarnau: La oscuridad es un lugar

Año: 2020
Editorial: Destino
Género: Libro de relatos (fantasía/terror)

Pocas dudas caben, terminado de leer La oscuridad es un lugar, de que Ariadna Castellarnau es una maestra en la escritura de relatos. Mi perseverancia en incluirla en una tradición más latinoamericana que española no es un mero capricho, y uno de mis argumentos siempre ha sido la importancia que la autora le concede a este género narrativo; que, en su temática fantástica, es uno de los pilares sobre los que descansa la larga y nutrida historia de la literatura de esa región. Si bien Quema ―su primer libro― fue catalogado como una novela mosaico, sus partes funcionaban perfectamente con independencia; pero con esta última entrega, por si alguien aún necesitaba pruebas, la autora demuestra su gran pericia como cuentista.

Castellarnau ―que vivió durante años en Argentina y trabajó allí con la palabra como instrumento; cuya familia también es argentina― es una figura híbrida, como híbrida es su literatura; que entremezcla tradiciones, que confunde dialectos y difumina espacialidades para dotar a sus personajes y ambientes de una cualidad ambigua y universal.

Ocho relatos fantásticos conforman La oscuridad es un lugar. En casi todos ellos los protagonistas son niños: niños que se comportan como entidades malignas, como Erinias que perturban a quien obró mal; imprevisibles niños que llegan para no irse; y también niños víctimas, cuya infancia ha sido truncada por el sórdido mundo de los adultos, quienes los desean y al mismo tiempo los rechazan, por ajenos.

Para adentrarnos un poco más en estas historias, les propongo delimitar tres líneas conflictivas en que podrían agruparse estos relatos:

El terror de la niñez robada

En los cuentos «Calipso», «De pronto un diluvio» y el que le da nombre al libro aparecen niños que se ven obligados a abandonar la infancia antes de tiempo. Ya sea por la amenaza de convertirse en objetos sexuales de adultos retorcidos o por tener que asumir los roles de los mayores y sus responsabilidades, estos niños protagonistas deben naturalizar situaciones de extrema violencia y convivir con la cercanía de la muerte.

Los ojos oscuros de Mauro se llenaron de agua. Pestañeó, pero el agua siguió ahí, como retenida detrás de un cristal. Frente a él, en el suelo sucio, el padre había dejado un montón de huesos y un cráneo. El perro estiró el hocico y husmeó con precaución. Los huesos aún tenían un poco de carne adherida.

―Los he encontrado en el arroyo seco ―volvió a decir―. Estaban ahí. Han estado ahí todo este tiempo.

El año anterior varias personas habían muerto ahogadas en el delta a causa de las inundaciones. Algunos cuerpos los habían recuperado los equipos de rescate. Otros, como el de Miranda, todavía yacían bajo el agua, descompuestos en el aburrimiento y el olvido.

―Es tu hermana. ¿Lo ves?

Por mucho tiempo prevaleció el equívoco de que la literatura fantástica era un tipo de ficción evasiva, torremarfilista y elitista. Una literatura que se alejaba conscientemente de la realidad, que elegía ignorarla y centrarse en cuestiones más elevadas y dignas. Sin embargo, para encarnar esos atributos no es imprescindible escribir literatura fantástica y, al mismo tiempo, no toda la literatura fantástica es, per se, evasiva. Muchos de los cuentos de La oscuridad es un lugar son una prueba: el horror que suscitan no nace de los aspectos supraterrenales que aparecen en ellos, sino de los elementos más realistas. El monstruo es demasiadas veces el hombre común; no ya el loco, el depravado o el psicópata; sino el hombre pragmático, cotidiano e indiferente.

La familia como máquina de tortura

En contraposición a estos niños rotos hallamos en este libro el personaje colectivo de la familia perniciosa: los padres abusivos o, incluso, una estructura familiar que prolifera y se deforma hasta abarcar entero el pueblo de la infancia, al que la protagonista de «Al mejor de todos nuestros hijos» añora regresar victoriosa y altiva; un pueblo que, sin embargo, existe para recordarle que ella es de su propiedad y que lo será siempre. En «Marina Fun», donde aparece el personaje de un niño pez o un tritón, los padres literalmente se aprovechan de él para lucrar; a la par que utilizan la mano de obra cuasi esclava del hermano para mantener en pie su negocio. «La isla en el cielo», de un modo más sutil, habla de la conveniencia de los hijos y la posibilidad simbólica y real de desecharlos, una vez que comienzan a estorbar o no resultan lo que se esperaba de ellos.

[H]undió la cabeza en el vientre del bebé y aspiró con fuerza, como si quisiera arrancarle de su cuerpo todos los olores a la vez. No podía ser. Tanta mala suerte junta. Se negaba a creer que entre tantos bebés abandonados en puertas y portones del mundo, a ella le hubiera tocado en suerte uno estropeado.

Tanto en «Marina Fun» como en «La isla en el cielo» los elementos insólitos aparecen desde el inicio y de una manera naturalizada, acercando los relatos al modus operandi del realismo mágico u otras estructuras de historias feéricas. El objetivo nunca es explicar el origen de la anomalía o lo monstruoso y nuevamente, el efecto horrorífico potencial que poseen estos elementos sobrenaturales es opacado por el proveniente de la realidad y del comportamiento de aquellos que pensamos «normales». «Al mejor de todos nuestro hijos» resulta quizás más clásico en el sentido que presenta una estructura de suspense que se va incrementando hasta la llegada del final apoteósico y sorpresivo.

El niño como entidad espeluznante

La oscuridad es un lugar. Ariadna Castellarnau. Libros Prohibidos

Un motivo frecuente en las historias de terror es el del niño ―figura que en contextos normales encarnaría la inocencia y lo inofensivo― como figura demoníaca o maligna. Castellarnau lo utiliza en varias ocasiones en La oscuridad es un lugar; lo hace en «Calipso», en «Los chicos juegan en el jardín» y en «El hombre del agua»; pero es detectable una diferencia de matices en estos casos.

En «Los chicos juegan en el jardín», un grupo de adolescentes aparece en la casa de una madre que acaba de perder a su hija, alegando ser amigos de la difunta. Pronto la madre se da cuenta de que algo no anda bien, estos seres parecen haber sido enviados a atormentarla y hacerla sufrir por sus faltas. Encarnan su propia culpabilidad, y el desasosiego y la ansiedad que provocan en la mujer es experimentada de igual manera por el lector. En más de un sentido, estos adolescentes desvergonzados me recordaron a una tesis contenida en Mandíbula, de Mónica Ojeda, sobre esa extraña edad y sus imprevisibles y monstruosas apetencias.

En «Calipso» y «El hombre del agua», por el contrario, empatizamos con los personajes de estos niños espeluznantes, pues están allí y actúan como lo hacen en busca de una suerte de retribución o resarcimiento del dolor y el daño que les han provocado a ellos o a sus pares.

Por toda respuesta, la niña se acercó a él y lo besó en la mejilla. Igor sintió su aliento en la cara, que era frío, muy frío, como un trago de nieve, y no húmedo y tibio como había imaginado. Luego ella saltó de la furgoneta y él la vio alejarse corriendo hacia el caserón. Lo que vino a continuación fue sencillo, como deslizarse por la pendiente de un sueño favorable. […] En el lugar ya no quedaba nadie. La música del bar había cesado, la cortina de la puerta estaba echada, el Calipso parecía oscilar, mecido por la respiración de las chicas que dormían en su seno, tras las ventanas enrejadas del piso de arriba.

En definitiva, La oscuridad es un lugar es una magnífica colección de cuentos. Existe una corriente subterránea de sentido, así como un acabado estético, que los conecta, no solo entre ellos, sino con la poética misma de la autora, y nos devuelve al mismo lugar recóndito, extraño e hipnótico al que nos trasladamos cada vez que leemos algo suyo.

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Foto de Rene Bernal en Unsplash