Obra finalista de los VI Premios Guillermo de Baskerville, categoría de Libro traducido
Título original: The secret of Ventriloquism
Idioma original: inglés
Año: 2016
Editorial: Dilatando mentes
Traducción: Jose Ángel De Dios
Género: Relatos (terror)
Obra perteneciente a la sección oficial de los Premios Guillermo de Baskerville 2019
Si sois seguidores de Libros Prohibidos, es probable que hayáis leído alguna de mis reseñas. Tal y como explicaba Coral Carracedo en un artículo referido a los distintos tipos de reseñas y criticas literarias, en el que se menciona brevemente el estilo de cada uno de los colaboradores de la web, suelo abordar las reseñas intentando ser lo más objetivo posible, analizando ciertos aspectos técnicos y tratando de dar una visión global de la obra. En el caso de El secreto de la ventriloquia hacer esto me resulta imposible, porque no estamos hablando de un conjunto de textos al uso. Se trata de una obra tan excepcional que exigiría un nivel de análisis para el que no me siento capacitado. De hecho, lo mejor que podríais hacer es dejar de leer esta entrada, apagar el ordenador o silenciar el móvil e ir a cualquier librería para haceros con un ejemplar, leerlo de un tirón y sacar vuestras propias conclusiones. Nada de lo que diga aquí va a reflejar la experiencia en que consiste su lectura. En cualquier caso, vamos a intentarlo:
Terror ontológico y brazos que se mueven solos
En el postfacio de Jorge P. López a la edición de Dilatando Mentes (2019) se menciona el concepto de «terror ontológico», que se vincula, a través de un juego de palabras a la idea de «terror oncológico». Eso me recordó a una de mis primeras clases de Ontología, en el primer año de carrera. El profesor, una mañana en que debía haberse despertado más animado que de costumbre, nos explicó que era capaz de mover objetos con la mente. Algunos se echaron a reír, otros le miramos con incredulidad. Después de una pausa dramática muy estudiada volvió a insistir: podía mover objetos con la mente. «¿Queréis verlo?», preguntó. «¿Estáis seguros?». Varios de los alumnos asintieron divertidos y le animaron a hacer el truco. A esas alturas yo me había arrepentido de no haberme quedando en la cafetería desayunando, pero estaba ya atrapado en el aula, con un señor que había decidido invertir los primeros minutos de clase en reírse de nosotros. Y entonces, muy despacio, levantó el brazo derecho hacia un lado. Y después lo dejó caer y comenzó a hablar del escepticismo racionalista de David Hume.
Ahora bien, ¿realmente podíamos —o podemos— tomarnos la pregunta en serio? ¿No es una obviedad que si queremos mover un brazo, sencillamente lo movemos? ¿No poseemos la certeza de que hay ciertas conexiones nerviosas, neuronales, físicas, que nos permiten regir nuestro cuerpo, que enlazan nuestro “yo” con nuestro cuerpo y nos permiten distinguirlo del resto de los objetos? ¿No somos nosotros precisamente —o al menos en parte —nuestro cuerpo? ¿O solo —dado que cuando morimos el cuerpo, frío e inerte, permanece— el cuerpo en la medida en que está animado, y entre otras cosas, resulta movible? Pero entonces, ¿qué es lo que anima al cuerpo, la mente? ¿Y no es la mente también cuerpo? ¿Qué se pierde entonces, cuando morimos y el cuerpo, con su cerebro, queda y lentamente se derrite?
Por suerte, para resolver estas dudas incómodas contamos con los «20 pasos simples hacia la ventriloquia», uno de los textos contenidos en El secreto de la ventriloquia y guía definitiva hacia la Ventriloquia Suprema. La respuesta que da Padgett es relativamente sencilla: el maniquí es una nimiedad. La certeza de que nacemos y morimos, la presunción de que somos dueños de nosotros mismos —de nuestra voluntad, de nuestros actos— es infundada. Todos somos maniquíes, la cuestión está en saber quién mueve nuestras palancas y nuestros resortes.
Desde este punto de vista, no es gratuito, ni siquiera fantástico o sobrenatural, que el ventrílocuo pueda mover al maniquí con la energía de su mente. El ventrílocuo, como mi viejo profesor de Ontología, puede mover objetos a distancia, ya se trate de un brazo o de un muñeco. No hay una gran diferencia. Paso 9: todos son maniquíes.
PASO 9
Todos son maniquíes.
[…] ¿Cómo se puede esperar que un bloque de madera, tallado y pintado a semejanza de un ser humano, parezca algo natural? Es fácil. ¿Alguna vez has tenido mascota? […] Con la práctica, podemos controlar a nuestras mascotas sin esfuerzo, sin pensarlo. Hacemos una cosa y pensamos en otra. ¿Y qué hay de nuestras relaciones con otros animales humanos? ¿No podemos «accionar sus palancas» y «tirar de sus cuerdas» igualmente y de forma automática? […] El PASO 9 es tu primer paso real para convertirte en un Ventrílocuo Supremo, pero es bastante simple. Solo recuerda que el maniquí de ventrílocuo, tus mascotas, tu familia y amigos tienen una cosa en común entre ellos: son maniquíes. Con la práctica, te sorprenderás de cómo danzan al ritmo de tu voz.
Dice Hume, al finalizar su Investigación sobre el entendimiento humano, que «cuando recorremos las bibliotecas, persuadidos de estos principios [escépticos], ¡qué estragos no haremos! Si tomamos en nuestras manos cualquier volumen de teología o de metafísica escolástica, por ejemplo, preguntémonos: ¿contiene cualquier razonamiento abstracto sobre la cantidad o el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental sobre cuestiones de hecho y existencia? No. Arrójese entonces a las llamas, pues nada puede contener salvo sofistería y engaño».
Ahora bien, después de Kant, que recupera la figura de Dios como un postulado ético de la razón práctica, y sobre todo después de Nietzsche, que subvierte esa misma figura para reubicarla en su genealogía como el elemento catalizador de los principios contrarios a la vida y el devenir —el odio y el resentimiento contra la existencia y el fundamento de la culpa—, podemos muy alegremente proclamar que Dios ha muerto y que, en efecto, como aventuraba Hume, todos aquellos tratados de escolástica no encerraban más que sofistería y engaño. Bienvenidos al nihilismo metafísico, a la ausencia de horizontes estables, a la falla en cualquier asidero metodológico.
El secreto de la ventriloquia lleva al límite ese horror ontológico, que, en la medida en que se experimente como algo emocional, es el anverso de aquel fantasma escéptico que lleva amenazando a la metafísica tradicional desde sus orígenes en la Grecia clásica. Aquí ni siquiera la cantidad y el número son estables. Los dedos de las manos no se pueden contar y a los cadáveres les surgen apéndices una vez muertos, los sueños y las pesadillas son indistinguibles de la vida consciente y los hogares mutan y se transforman. En tanto que la teoría del conocimiento devenga antropología y el escepticismo, antimetafísica, la desesperanza y la angustia serán la norma. Resuenan entonces Cioran, Brassier o Thacker.
El horror nihilista del escéptico
El segundo Wittgenstein, ya en el siglo XX y refutando a Moore, explicaba en Sobre la certeza que cualquier duda (es decir, cualquier aseveración sobre la verdad o falsedad de una cosa) se asienta sobre una regla que postulamos y que no podemos demostrar. Entre los ejemplos que menciona para fundamentar esta tesis, habla de que todos pretendemos saber, sin ningún genero de duda, que tenemos cinco dedos en cada mano, o, empleando las palabras del propio Moore, que todos sabemos que «aquí hay una mano». Y si alguien nos preguntase, el hecho de mirar e incluso contar los dedos sería una mostración, una reafirmación de algo que en cualquier caso ya dábamos por descontado. Del mismo modo sabemos (utilizamos como reglas) que la Tierra gira alrededor del Sol, que Buenos Aires está en Argentina (tal vez conocemos a alguien de allí o a alguien que lo ha visitado) y que cuando salimos de casa encontraremos todo al regresar igual que lo dejamos (el edificio no desaparecerá o cambiará de lugar, los objetos permanecerán estables e inanimados). Confiamos en determinadas reglas para realizar distintas aseveraciones de verdad o falsedad. El hecho de que esas reglas pudieran alterarse es algo que jamás nos planteamos y si lo hacemos, es apoyándonos en otras que damos por supuestas.
Los relatos de El secreto de la ventriloquia exploran la posibilidad de que las reglas no permanezcan, de que todas y cada una de las certezas sobre las que asentamos nuestros juicios se diluyan. Como en una perversión literaria de Wittgenstein, las casas mutan y se transforman, los caminos no siempre llevan al mismo lugar, los dedos de las manos son cinco cuando deberían ser seis y seis cuando deberían ser cinco. Tampoco los personajes-maniquíes (nosotros) son los mismos, tampoco la identidad de un «yo» es algo que permanezca entre el nacimiento y la muerte. De hecho, los conceptos mismos de vida y muerte son bastante inestables. El horror del escéptico es, como sugería Jorge P. López, el horror que se esconde bajo cualquier ontología y su ineludible fracaso. El horror de saber si este brazo que muevo es mío o no, de preguntarse quién lo mueve en realidad. Es necesario hablar entonces de Ligotti y La conspiración contra la especie humana: la existencia es una pesadilla, el ser humano es innecesario, el maniquí es una nimiedad.
Y si el yo, la vida o el concepto de lo externo se tambalean, las ideas relativas a la política o a la moral o a los derechos sencillamente se derrumban. Las relaciones interpersonales se vacían de contenido. Los maniquíes flotan en un espacio indeterminado, entre la fábrica de papel y el Pantano Cubierto y la niebla negra. El lugar, Dunnstown, es un no-lugar. Una pesadilla. La pesadilla en la que todos vivimos. Paso 14: el maniquí es una nimiedad. No es nada.
Asegúrate de que puedes ver toda la cabeza del maniquí reflejada en el espejo. Míralo directamente a los ojos. […] El maniquí es una nimiedad. No es nada. Míralo fijamente. […] Ten en cuenta esos ojos (no son nada), pero piensa en el otro lado de los mismos que no puedes ver (el mecanismo que le permite girar conectado a los cables que se deslizan por su cabeza hacia las hendiduras del mango de control desde el muñeco). El maniquí es una nimiedad. No es nada.
Si interpretamos esta devastación escéptica como un cáncer (tirando del hilo de aquella metáfora relativa al «terror ontológico») podemos mencionar también Teratoma, de Francisco J. Pérez. Se podrían establecer semejanzas entre su Casa de Alivio y la fábrica de papel de Padgett, como aglutinantes y a la vez emisores de todo lo que acontece alrededor. El horror que J. Pérez plantea en Teratoma, el monstruo lovecraftiano que aguarda al final del camino, podría ser también la «voz de maniquí» que en su disolución encuentra al Ventrílocuo Supremo en El secreto de la ventriloquía.
Huelga decir, y a estas alturas sin duda resultará también una nimiedad, que El secreto de la ventriloquia es una gran obra de literatura. Los distintos relatos están interconectados, en el universo literario, de manera sutil, a veces por alguno de sus personajes, otras veces por la mención a algún lugar o por elementos metaliterarios. La obra es compacta y, pese a estar formada por distintos textos, forma una unidad en la que los relatos se completan unos a otros y poco a poco van esbozando el corpus conceptual. El estilo literario, como indica Matt Cardin en la introducción, es personal y está asentado sobre un conocimiento muy sólido de las técnicas narrativas. Padgett, como buen ventrílocuo, posee su propia voz, y es única.