Año: 2018
Editorial: Dolmen
Género: Novela (Terror)
¿Una gota en un mar de miembros putrefactos?
La originalidad va por barrios y por costumbres lectoras. Seguramente habrá ojos más duchos que los míos en esto de están lloviendo zombis y eso que no está ni nublado; pero, oye, encontrar no muertos en la bahía de Cádiz ha sido una sorpresa agradable (no estoy hablando de tu prima la de Trebujena que veranea en Puerto Real). Entre la profusión de zombis ninja en el Kilimanjaro, gánsteres zombi en Chicago, que si a ver si le muerden el culo a Brad Pitt y nos vamos a pelar la pava al parque que esto ya lo he visto y, si hablamos de resucitados con colgajos patrios, zombis en el valle de los caídos, uno acaba algo saturado de tanta oferta sin que la demanda se haya ni coscado; por eso la frescura de esta historia es gratificante. Pero aparte de ese punto vacacional provinciano (en el buen sentido, en el de irse de lo céntrico y masticado), en Aquí la tierra es mala los monstruos en cuestión tienen una peculiaridad, además de ser gaditanos o residir en la provincia. Os adelantaré algo al respecto en los párrafos que vienen, pero intentaré alimentar la intriga por si os decidís a leer esta novela que, resumiendo mucho, nos ofrece un terror sin pretensiones, adictivo, y con elementos de otros géneros. Creo que pasaréis un buen rato.
Como digo, mires donde mires, y aunque la fiebre por estas adorables criaturas aficionadas a roer parietales parece haber mermado un tanto, nos siguen llegando historias de este palo (en el fondo, el nihilista de salón que soy espera que sigan haciéndolo, porque disfruto viendo cómo la especie que me vio nacer recibe lo que se merece: mordisquitos de extinción). La misma editorial que apostó por esta obra tiene en su catálogo numerosas publicaciones con la misma temática. Tienen algo los zetas que nos llegan al corazón, son la confusión personificada, el caos hecho costillar marcado; nos seduce esa masa amorfa, sin razón y con mucha hambre; son multitud violenta hecha personaje, la quintaesencia del alma aborregada, pero nos dan pena. Porque, qué daño va a hacer un pobre muerto viviente con más peligro que una peluca de cobras pero que solo ha tenido la mala suerte de estar donde no debía.
Sí amigas y amigos, al rico zombi de la bahía, estoico cadáver apoyado en la barra del chiringuito observando con mirada algo demente a tu prima de Trebujena torrándose al sol mientras el levante azota sus escuálidas y pútridas canillas. Pero, dejando un poco de lado ya el desahogo y la guasa, he de reconocer que Aquí la tierra es mala es una historia, aunque predecible y con sus defectos, bastante entretenida, con un afán de sorprender que se lleva a la práctica mediante escenas sorprendentes. Material más que fungible.
Como os digo esta novela tiene ingredientes que le aportan cierta dosis de originalidad: su ambientación (nada de grandes ciudades con la gente apretada como piojos en cabeza de niño guarrindongo), el tipo de contagio que convierte al paisanaje en pelín malajes no está tan explotado y parece sacado de un especial del Halloween de Jara y Sedal; la acción que va acumulándose y que implica a una multitud de personajes (esto supone tanto una fortaleza como, en ocasiones, un exceso de atrevimiento), algunos de ellos con una capacidad evidente de convertirse en iconos: el bombero gay de corazón cálido y mamporro budspencerciano o las dos adolescentes jugadoras de hockey hierba que están más que preparadas para la vida moderna, por poner dos ejemplos. Los defectos en el ritmo y el tratamiento de personalidades son disculpables y no impiden disfrutar de la acción desbocada y de la pormenorizada descripción de lo que un ancestro amazónico del pie de atleta puede hacerle a un ser humano. Se recomienda no leer descalzo, usa chanclas por tu propio bien que después cualquiera se rasca la paletilla cuando no quede nadie que pueda ayudarte.
La ley del embudo, de la espiral y del sálvese quien pueda
Se pueden diferenciar en la novela dos partes. La primera, de presentación, se hace algo lenta y carente de ritmo. Además, el exceso de actores hace que a veces se emborrone la película, por momentos no sabemos bien si habíamos visto ya a ese romano peleando en el circo. A medida que avanza la trama, sube carga de acción y eso beneficia a la historia, los personajes se van depurando y la pluma del autor se centra en los más capitales.
El armazón de Aquí la tierra es mala es uno de sus aspectos más originales. Cada capítulo está precedido de una especie de índice en blanco que se va desvelando y rellenando a media que leemos. El narrador aprovecha esta elección formal para ir desarrollando una trama en espiral, desde el centro a los extremos temporales. Lo hace con pericia, salta adelante y atrás en el hilo temporal de modo que siempre nos falta algo por conocer de los antecedentes y consecuentes de los acontecimientos que tenemos ante nuestros ojos en ese momento. Mesa nos ofrece una novela de tira y afloja; de tira cuando anochece y todo se hace violento y claustrofóbico y afloja cuando hay luz y se puede caminar por los pinares. El imaginario es conocido pero perlado de elementos que nos hacen sonreír y disfrutar de la novedad: si ya el levante es complicado de aguantar, después de leer este libro lo vas a amar más aún. La tensión narrativa tiene altibajos, demasiados valles plácidos quizás, pero cuando se empeña en ascender afila bien sus picos y nos hace mordernos las uñas.
Gibson pudo distinguir la enorme «Y» de la autopsia en el pecho y el abdomen, el damero blanco y rojo de los dedos de aquel cadáver que, al parecer se había arrancado la carne de la última falange con los dientes.
Como ya se ha dicho, el ritmo de Aquí la tierra es mala es irregular, lento por momentos. El inicio renqueante, demasiado preocupado por definir en exceso caracteres personales y trazos psicológicos, se compensa con una progresiva aceleración y un levantamiento de secretos que recibimos con un alivio. Se va cerrando el plano, sabemos de menos personajes, sus motivaciones se hacen más claras y aparece algo que une a toda la raza humana: el miedo, un miedo cerval y atávico, que es un componente imprescindible en este tipo de saraos haitianos. Asistir en primera fila a una sociedad que se desmorona sacará el anarquista que llevas dentro.
Cuando todo se desata ya nos da igual que algunos hilos se vayan por peteneras. Perdonamos que los personajes desarrollados con trazo grueso de la primera parte ahora nos confundan con sus heroicidades o miserias, que se nos mezclen nombres y familias. Da igual, ya habremos elegido (el narrador también lo hace) nuestros favoritos y habremos preparado las palomitas para asistir al acto final.
Que la carnicería no está reñida con lo pop
Algo que se agradece en Aquí la tierra es mala es su militancia en lo popular. Tanto en la descripción de escenarios y en su ambientación, como en las referencias personales de los personajes encontramos mucha cultura de cuarto adolescente, cigarrito a escondidas y boca abierta llena de moscas. A mí me ha enternecido que se incluya una escena muy conocida de la saga cinematográfica de Peter Jackson de El señor de los anillos, una que me parece ya ha entrado a formar parte de muchas memorias sentimentales. El momento elegido para introducir esta referencia es especialmente significativo y se presenta una de las partes mejor narradas de toda la novela.
—La pelea ha sido aquí —dijo Julián.
«¡Caerán las lanzas, se quebrarán los escudos…!»
—No está —sentenció Norma; su voz se superpuso a la del rey de los Rohirrim—. Se lo han llevado.
Me ha entusiasmado la forma de terminar que el narrador ha elegido, un cierre en el que primero asistimos al principio de la historia. Un cómo empezó todo emotivo y con mensaje para navegantes: si no sabemos mirar y reconocer al otro, cuidarlo, corremos el peligro de convertirnos en muertos vivientes. Y por último, en un epílogo de la mano de un personaje hasta ahora solo mencionado de refilón y una sorpresa final (hasta aquí puedo morder) que suponen un guiño a lo sencillo, una nueva advertencia para el que se quiera dar por aludido: pobre de ti si pierdes el contacto con la naturaleza, no sabrás anticipar cuando la tierra es mala.
En definitiva, es esta una historia de terror, pero también de vidas cruzadas, un juego narrativo del que J. G. Mesa sale con suficiencia pero sin brillantez. Hay que valorar el riesgo y el prolongado disfrute, son más de cuatrocientas las páginas que nos acogen, que nos aporta. Con excesos y cabos que se destensan por momentos, irregular pero trepidante cuando consigue encontrar el tono. Novela de las que están orgullosas del origen de sus piezas: la vilipendiada literatura de subgénero, reivindicada aquí sin rubor, con sus clichés utilizados con sabiduría y socarronería, sin complejos. También es una buena hibridación de géneros, un cubo lleno hasta el borde de carnaza apestosa, esa que después es la que mejor sabe, cebo para todos los paladares: los policíacos, los que gustan de intrigas políticas y críticas a lo establecido, los que disfrutan con una bata blanca y un experimento, los juveniles en busca de amigos del alma…; todo bajo el disfraz de un terror reconocible y cercano. Un batiburrillo del que se puede obviar el color fluorescente del mejunje porque los destellos de buen sabor que deja merecen la pena. ¿Quién va a querer resistirse a una sesión de zombis cercanos y reconocibles?
Eso sí, vigilad donde pisáis, mirad a la copa de los árboles y manténgase este libro en lugar fresco, seco y expuesto a una luz fuerte y directa. Por vuestro propio bien.