La tiranía de las moscas — Elaine Vilar Madruga

Título completo: La tiranía de las moscas
Autora:
Elaine Vilar Madruga
Ilustraciones: Manuel Marsol
Año: 2021
Editorial: Barrett
Género: Novela (realismo mágico)

La tiranía de las moscas está de camino a convertirse en el próximo gran éxito de la editorial Barrett, de la mano de la cubana Elaine Vilar Madruga, que nos narra la historia de rebeldía de tres hermanos peculiares.

Esta reseña se adhiere a la iniciativa #LeoAutorasOct, la cual busca la visibilización de las mujeres que escriben literatura

Las nietas de Guillermo Tell

En el año 1989, el trovador cubano, Carlos Varela, cantó por primera vez ante un público lo que se convertiría en un himno para toda una generación de jóvenes inconformes y hastiados.

Guillermo Tell

no comprendió a su hijo
que un día se aburrió
de la manzana en la cabeza.

Echó a correr
y el padre lo maldijo

pues cómo entonces iba
a probar su destreza.

Guillermo Tell,

tu hijo creció.
Quiere tirar la flecha.
Le toca a él

probar su valor

usando tu ballesta.

La figura de Guillermo Tell, el bandido benévolo que robaba a los ricos para dar a los pobres, era una clara alusión a cómo la Revolución cubana se había pensado a sí misma en el contexto de una América latina intervenida por el capital extranjero, explotada en sus recursos y usada, en definitiva, como patio trasero por las potencias primermundistas, especialmente por los Estados Unidos. La Revolución, que había expropiado empresas y, supuestamente, empoderado a los trabajadores cubanos con la propiedad de sus medios de producción; sin embargo, se comportaba para las alturas de 1989, como un Guillermo Tell cercano a la decrepitud, que se negaba a ceder el poder a la generación siguiente. Y no solo eso: un Guillermo Tell, intolerante, que no iba a perdonar a su hijo por la osadía de pretender tomar esas riendas.

No obstante, la canción de Varela, en su esencia, aspiraba a establecer un diálogo con el poder. Planteaba la cuestión como una situación casi universal de desavenencias generacionales, que quizás había posibilidad de resolver; y no como un grito inútil que rebotaría contra una pared de autoritarismo, como resultó al final.

La tiranía de las moscas. Ilustración de Manuel Marsol. Libros ProhibidosCuando Carlos Valera estrenó «Guillermo Tell», poco faltaba para que cayera el Muro de Berlín, se desbaratara el campo socialista y Cuba entrara en una violenta crisis económica de la que, en realidad, nunca llegó a recuperarse. Ese año, 1989, coincidentemente vio nacer a Elaine… también a mí. Somos las dos, ya no las hijas, sino las nietas de Guillermo Tell; como nuestros padres y madres, esperamos pacientemente a que el poder nos cediera la ballesta y esto nunca sucedió. El poder nunca cede las armas con las que nos apunta.

Había cumplido con el protocolo de la vida de manera perfecta. A ver quién podía marcarle un fallo en la portería del deber. Nadie. A ver quién podía señalarle con un dedo. Nadie. Cuando fue preciso luchar por el país, allá fue él. Cuando fue preciso alzar la voz para defender al Líder Bigotes, habló él. Cuando le encomendaron la difícil tarea de controlar a los enemigos del pueblo con preguntas y dolor, quién fue voluntario, quién aceptó la carga del deber, no es precisa una respuesta, ya se sabe, las órdenes existen porque hombres como él viven para cumplirlas. Y, por supuesto, papá se considera un héroe. Un héroe envejecido, que sentía el cansancio en la fibra más profunda de los huesos, pero que quería seguir de pie.

Mucho se ha hablado de La tiranía de las moscas, la última novela de Elaine Vilar Madruga, publicada por Barrett en 2021 y editada por Cristina Morales. Se ha resaltado la peculiaridad de sus personajes, sus concomitancias con el realismo mágico, su prosa evocadora, su oda a la rebeldía. Pero poco se ha mencionado cómo esta novela es, además, un testimonio de la Cuba de hoy; de cómo es un documento profundamente político y un alegato generacional.

Mientras haya dictadores

Caleb, Calia y Casandra, los hermanos protagonistas de la novela, representan cada uno una extrañeza, una disidencia, no solo al orden que intenta imponer el patriarca en el hogar, sino a la sociedad a la que se encuentran adscritos. Caleb parece ser un mensajero de la Parca; lo animales acuden a él para desembarazarse de este mundo y la muerte les sobreviene en cuanto lo tocan. Calia es una niña autista; un prodigio dibujando, pero el resto de la familia sospecha que algo macabro urde en su mundo interior y ese algo terminará repercutiendo en el resto. Por último, Casandra, que desarrolla sentimientos y deseos sexuales hacia los objetos, es la que más abiertamente hace frente a la tiranía de la normalidad.

La íntima trama de la novela se irá desvelando a partir de estos tres personajes; es con ellos con quienes empatizará el lector. El resto de caracteres personifican la opresión. El padre, un militar venido a menos; un alto mando al que «tronaron» —porque en Cuba tenemos una palabra para designar cuando una «vaca sagrada» cae en desgracia y se le destituye de su cargo—, ahora intenta verter toda su furia y sus ínfulas dictatoriales sobre la familia. La madre, una psicoanalista que pretende «arreglar» a los hijos a partir de sesiones de terapia, que no hacen más que corroborar que, en realidad, ella nunca quiso ser madre y que sus vástagos la desprecian profundamente. Y por último, el Abuelo Bigotes, el dictador de este país que nunca se especifica cuál es; pero que no hay que esforzarse mucho para adivinarlo… un hombre paranoico y poderoso, que manipula su entorno a partir del miedo y los favores.

En un segundo plano están las moscas. El enjambre zumbante que conforman participa de la trama como una deidad que pasa desapercibida, como el coro en las tragedias griegas —porque esta novela tiene mucho de teatro, ya sea este clásico o isabelino—, como un ente incomprensible y todopoderoso que mueve los hilos de las vidas humanas.

Las moscas son animales inteligentes que tienen su propio gobierno sobre las cosas vivas y las muertas, no hay lugar en este mundo que las moscas no controlen, ni piel, ni superficie, ni naturaleza. La tiranía de las moscas es una filosofía de la vida que Calia ha aprendido demasiado bien, por eso las deja posarse donde ellas quieren (…). De hecho, las moscas se posan sobre el aullido de Calia y la niña las deja, es preciso habituarse a la tiranía. Calia es la más inteligente de la familia, sabe que las moscas aprecian su esfuerzo por no sacudirlas aunque la piel cosquillee y las paticas llenas de porquería de las moscas caminen, hacia arriba y abajo, sobre la senda de los poros.

Tenemos entonces que La tiranía de las moscas se inserta en la tradición latinoamericana de la novela del dictador; pero desde una perspectiva millennial. Es intima, irónica, sediciosa. No es la humanización o el desmenuzamiento de la psiquis del tirano lo que importa, sino las vidas y experiencias de quienes insurgen frente a él. Es sórdida, pero no por la sordidez y la violencia de los regímenes opresivos, sino porque esos niños protagonistas no son niños al uso; son pequeños monstruos que se vanaglorian de su monstruosidad, que la llevan como bandera y pretenden provocar una revolución que, de adentro hacia afuera, derribe el statu quo.

Podríamos preguntarnos: ¿Qué hace Vilar Madruga escribiendo una novela mágico-realista en 2021? ¿Qué hace aproximándose a la narrativa del dictador a estas alturas? ¿A qué se debe este revisionismo? Pero erraríamos la diana si estas fueran nuestras interrogantes.

Mientras haya dictadores habrá narrativas que los recreen y se adentren en las ondas expansivas que sus existencias provocan. No es revisionismo un capítulo que está aún por terminar de escribirse en la historia del país de Elaine; en la de mi país. La tiranía de las moscas, a diferencia del «Guillermo Tell» de Carlos Varela, ya no alberga la ilusión de establecer diálogos con el poder. Sus protagonistas están hastiados y han comprendido que cualquier intento de conversación bilateral es una pérdida de tiempo. El abismo que separa la generación, las ideologías, los valores de padres e hijos es insondable. La única perspectiva es la resistencia y la insurrección.

El verano es la peor época del año: doy mi opinión y punto. Y el verano es la única estación que se conoce en este país. Olvídense del invierno. Ni sueñen con otoño o primavera. Por eso es que la gente termina volviéndose loca en este sitio. Miren, por ejemplo, a papá. El verano lo ha convertido en lo que es. Ahora está muy concentrado en imaginar venganzas, en soñar con el poder, se nota, se huele. Limpia y limpia sus medallas, y qué bueno que no se las quitaron, porque con este calor y un papá sin ningún rastro de su antigua gloria al que aferrarse, el mundo sería una mierda.

Ser Casandra nunca ha sido un asunto fácil, ¿okey?

Encima, si esta aproximación de Elaine Vilar Madruga se hace desde una sensibilidad que, por fuerza, ha de ser distinta a aquella que engendrara, décadas atrás, obras como El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez o Los recuerdos del porvenir de Elena Garro; es, como mínimo, un recordatorio de que la literatura fantástica —un territorio donde la autora ha echado robustas raíces— continúa siendo una herramienta invaluable para desentrañar nuestra realidad; para contar nuestro presente, para intentar entender nuestro pasado y para afianzar imaginarios —con suerte, esperanzadores— de nuestro futuro.

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