Nos acercaremos a Angela Carter a través de una anécdota. Cuando su amigo Salman Rushdie la visitó por última vez, Carter se hallaba en la fase terminal del cáncer que terminaría con su vida. La escritora se vistió como corresponde para tomar el té y bromeó con Rushdie sobre su seguro de vida. Iba a costarle un dineral a su compañía aseguradora, el mismo dinero que iba a garantizar el desahogo para su marido y su hijo. Britanísima, furiosamente anticapitalista y luciendo su negro sentido del humor hasta el final.
Rushdie cuenta la historia en su prólogo a Quemar las naves (Burning The Boats): una antología de todos sus cuentos, publicada en España en 2017 por Sextopiso, en una notable edición anotada. Por supuesto incluye La cámara sangrienta, libro en el que Angela Carter deconstruye y retuerce los cuentos de hadas, en el que es obligado que nos detengamos.
Angela Olive Carter (1940-1992), nació en Reino Unido y vivió en Australia, EE. UU. y Japón, países que marcaron su obra de forma indeleble. Autora de ocho novelas (muchos críticos consideran que Niños sabios —Wise Children, 1991— es una obra cenital de la literatura inglesa contemporánea) y de una montaña de artículos periodísticos, nos va a interesar aquí por sus cuatro libros de relatos. Fuegos de artificio (Fireworks, 1973), el citado La cámara sangrienta (The Blood Chamber, 1979), Venus Negra (Black Venus, 1985) y Fantasmas de América y maravillas del Viejo Mundo (American Ghosts and Old World Wonders, 1991). Quemar las naves los contiene todos y también cuentos no antologizados previamente. Tengamos en cuenta que los relatos de Angela Carter vieron la luz en distintas revistas (fuesen literarias o «femeninas» como Vogue, Cosmopolitan o Next) desde 1962 hasta su fallecimiento.
Angela Carter, cuentista
Llegados aquí, cabe destacar que Carter defendía que no escribía relatos sino cuentos. La diferencia, para ella, estribaba en la menor conexión del cuento con la vida contemporánea y con sus valores. Y, por el contrario, en su imbricación con la tradición oral, las leyendas y lo pagano, con su sexualidad y su primitivismo amoral. Esto es importante en tanto que notaremos en ella la clara impronta de grandes cuentistas. Carter (así lo dice en el epílogo a Fuegos de artificio) reconocía la honda influencia de Poe o E. T. A. Hoffmann. Y nosotros nos atreveremos a atribuirle la de Oscar Wilde, Guy de Maupassant, Lord Dunsany o D.H. Lawrence.
Y descubriremos que los cuentos de Angela Carter son salvajes. Descarnados, inmorales y hermosamente sórdidos; tanto como plagados de metaliteratura y de referencias a la alta cultura (pintura, filosofía, poesía), a la historia y a la cultura popular tradicional. Construía sus cuentos sobre una idea central y después revoloteaba sobre ella, con impresiones personales y reflexiones que jamás buscaban la moraleja. O, si lo hacían, llegaban a una diametralmente alejada de la ética actual, occidental, pequeñoburguesa y capitalista. En algunos pasajes de sus historias se puede sentir la misma sensualidad, la misma indiferencia hacia la norma y el mismo desapego por su zeitgeist que mostraba Elizabeth Smart en 1945 con En Grand Central Station me senté y lloré.
Los viejos cuentos de siempre, o no
Con Angela Carter los cuentos de hadas van a recuperar toda su crueldad original, aunque servirán para fortalecer a las mujeres que los protagonizan, no para castigarlas por sus actos. Una vuelta de tuerca como la que le alineará con otro ilustre malévolo, Lewis Carroll, con el que compartía el dominio de la lengua inglesa, para conspirar contra su sintaxis y su semántica. Así lo hace en «Una fábula victoriana», narrado íntegramente mediante argot (slang). Todo un desafío para los traductores, el último de ellos Rubén Martín Giráldez. Su alianza con Carroll se extiende a «Alicia en Praga» o a «Obertura y música incidental para Sueño de una noche de verano», fábula a propósito de la sexualidad rampante de Oberón y Titania construida sobre el libreto de Shakespeare.
«Los barcos fantasma. Un cuento de Navidad» y «En Pantolandia» despliegan todo el conocimiento de Carter sobre la pantomima inglesa y sus raíces en las festividades precristianas europeas que devendrían en la Navidad, y son casi un pequeño ensayo sobre literatura comparada. En «Los amoríos de Lady Purpura» tenemos también el teatro de marionetas para un malicioso relato de sabor oriental. «La hermosa hija del verdugo» , «Servir de rifle al diablo» (un relato del Oeste con magia india, en cierto modo un weird western) o «El hijo de la cocina» encierran toda la malevolencia de Guy de Maupassant.
Y La cámara sangrienta
El libro de relatos más significativo de Angela Carter está formado por versiones de cuentos de hadas en las que los roles se transforman y las moralejas desaparecen. Carter va a contraponer la feminidad de las protagonistas con la brutalidad aplastante y la sexualidad avasalladora de las figuras masculinas como el Lobo o la Bestia. La sangre (sangre menstrual, sangre de heridas) y el color rojo van a destacar sobre el blanco de los escenarios nevados. Van a ensuciar la pureza que se atribuye a las protagonistas clásicas y las va a empoderar como mujeres vivas, reales.
«La cámara sangrienta» es una variación de Barbazul en la que la mujer elige al artista frente al marido acaudalado y en el que la Madre aparece como Deus ex machina a cambiar el final del cuento. «El cortejo del señor León» y «La novia del tigre» ponen del revés a La Bella y La Bestia. «El gato con botas» se convierte en un sainete erotizado digno del Decamerón. «El rey de los trasgos» está barnizado con la sexualidad fálica y lasciva del sátiro, símbolo de lo silvano.
«La niña de nieve» insiste en la desigualdad de las relaciones maritales entre mujer-joven y hombre-adulto, el robo de la inocencia virginal. «La dama de la casa del amor» es un relato vampírico con reminiscencias inmediatas a la Carmilla de LeFanu, donde la vampiresa supone la perdición del joven extranjero y un tanto cándido. «El hombre lobo», «La compañía de los lobos» y «Lobalicia» giran en torno a Caperucita Roja y el simbolismo sexual del lobo.
Angela Carter va al cine
Estos tres son los relatos más atrevidos, con alteraciones del motivo como que la abuela sea un licántropo, o que Caperucita y el lobo terminen viviendo juntos y felices. Algo que reprobaría Ana María Matute, contraria a enmendar cuentos clásicos. Son también los que sirven de base a la película En compañía de lobos (The Company Of Wolves, 1984), de Neil Jordan, una cinta de terror de factura británica con unos efectos especiales notables para su época.
La relación de Carter con el cine se extiende a sus cuentos. «El mercader de sombras» es un homenaje al viejo Hollywood y a su Era Dorada, cebándose en la decadente vida privada de sus estrellas y a su inherente sexualidad. «Lástima que sea una puta, de John Ford» juega con la homonimia del cineasta y de un dramaturgo británico, y traslada al Salvaje Oeste una historia de amor incestuoso narrada con un estilo que evoca al de Dorothy M. Johnson. El mismo manejo de motivos de la gigantesca autora del western (el mismo choque entre lo civilizado y lo salvaje, entre lo nativo y lo invasor) da lugar a «Nuestra Señora de la Masacre».
Recuperando antiguas historias
Tras La cámara sangrienta, Angela Carter continuó su trabajo de deconstrucción de cuentos de hadas. «Pedro y el lobo» y «Cenicienta o El fantasma de la madre. Tres versiones de un cuento» son una diseccion casi psicoanalítica a lo que esconden los cuentos originales.
No son menos interesantes sus fabulaciones sobre personajes clásicos y sus vidas azarosas. «Venus Negra» especula sobre Jeanne Duval, la amante caribeña de Baudelaire. «El gabinete de Edgar Allan Poe» repasa la infancia del gran autor americano. Dos relatos están dedicados a Lizzie Borden, «La matanza a hachazos en Fall River» y «El tigre de Lizzie». En ninguno juzga a la asesina por lo que hizo.
Las historias de Duval o Borden son claras denuncias de la asimetría de las relaciones hombre-mujer y del papel represor de la sociedad sobre la mujer. En «La novia del tigre» el padre entrega a la hija para salvar deudas de juego. En «Amo» el padre vende a la hija a cambio de una rueda de coche. «Amo» destroza la novela burguesa británica: el hombre blanco colonial arranca a la joven negra absolutamente todo: su nombre (la llama Viernes, como el personaje de Defoe), su libertad, su virginidad, sus costumbres, su tótem tribal, su mundo entero. En los cuentos de Angela Carter, feminismo, marxismo y anticolonialismo van de la mano.
Una voz, muchos registros
Angela Carter transmitía todo su ideario en un discurso con muchas texturas. Su estilo podía ser suave y libertino como el de Oscar Wilde, en «El pabellón nevado». Áspero, seco y expresivo en su parquedad como Cormac McCarthy (sobre quien se puede aventurar una influencia). Podía divagar recreándose en su habilidad para crear imágenes, en cuentos más descriptivos que narrativos. Podía llevar el erotismo al extremo en «La casa escarlata», una historia de sadomasoquismo digna del Marqués de Sade, que en realidad es una historia sobre voluntad y resiliencia, inspirada tal vez por Viktor Frankl.
Asombra su capacidad para trazar relaciones entre sus historias y referencias culturares de todas las disciplinas, sean películas, versos concretos de poemas, cuadros o tratados filosóficos. Todo ello sin perder ni por un instante su delicioso sentido del humor negro, una ironía delicada en la forma pero cáustica en el fondo.
Por ello hay una Angela Carter para cada lector. Los amantes del fantástico deberían lanzarse sin demora sobre La cámara sangrienta. Quien prefiera las historias intimistas puede comenzar por «La cosedora de retales», donde toda la vida de la protagonista se articula sobre algo tan aparentemente insignificante como elegir entre dos melocotones.