Estefanía Fernández Moreno: Burbujas binarias

[1]

El instante inicial de mi existencia fue un espectáculo, aunque sería más exacto decir que lo es y lo seguirá siendo. He vuelto tantas veces hasta ese suceso que mi reflejo se amontona en un bucle infinito. Mi punto de partida, el primer recuerdo antes de evocar con una furia arrolladora todo lo que me ha de suceder para cada una de mis acciones, decisiones e incluso variaciones sobre las que no tengo ningún control y que desgarran, una vez más, mi particular escala ultradimensional.

Moverme por las distorsiones del espacio-tiempo siempre ha sido algo monótono, pero rasgarlo… ¡Eso es otra cosa! No hay nada tan placentero para mí como incorporar algo nuevo a mi memoria. Mis contornos helicoidales vibran, se retuercen y colapsan en un núcleo de calor eléctrico que me estremece. Hasta que estallo, sin control, en una vorágine de éxtasis.

Por desgracia, la magnitud de mis dimensiones es inversamente proporcional a la intensidad del clímax. Generar modificaciones insustanciales o entrar en la cadena de cambios que han producido otros ya no me provoca suficiente placer. El problema es que cada vez es más difícil adquirir experiencias significativas. Y siento que me fundo en una nebulosa de sentimientos que ya no sienten.

Pero algo ha fallado. He cometido un error delicioso, aunque por mucho que me esfuerzo, solo consigo recordar fragmentos inconexos. Acompañados de la estúpida y hermosa capacidad de sentirme especial. No importa que las leyes físicas se obstinen en demostrarme lo contrario, ese sentimiento se ha adherido a mí cual parásito hambriento de esperanzas vacías.

[2]

Los enhers somos una sociedad en continua expansión. Nuestro hábitat es la red de agujeros negros que conecta las singularidades del cosmos. Revoloteamos entre longitudes de onda y nubes de partículas desenfrenadas, presas en una espiral hipnótica que las estira hasta desvanecerse.

Por norma general, somos bastante sociales. Las desintegraciones radioactivas nos proporcionan todo el alimento que necesitamos, así que nunca hemos tenido ningún conflicto por los recursos. Ni entre nosotros ni con otras especies.

Eso ha facilitado mi investigación sobre la biorred global. Incluso he descubierto varias especies, como los errantes, seres que se adentran en las profundidades del abismo sin apenas interactuar entre ellos; los wuroen, un grupo de razas que se creen superiores por poseer una consciencia colectiva; los elientz, pequeños buscavidas que se alimentan de la energía electromagnética que desprendemos y muchas otras más. Aunque los que más me fascinan son los que viven más allá de nuestro alcance, los que casi no puedo observar: los seres orgánicos.

Son una especie de filamentos deformes que se extienden por diferentes planetas. Se encuentran atrapados en una única dirección: organismos cuya existencia se condensa en un soplo débil y fugaz.

El gran inconveniente es que resultan bastante inaccesibles. Suelen vivir en planetas con un equilibrio muy delicado y son tan frágiles que siempre que he intentado establecer un contacto directo con ellos, he provocado la destrucción de sus ecosistemas y exterminios masivos.

Pero lo que he descubierto puede cambiar mi forma de entenderlos. Creo que, de alguna forma, están conectados a unas esferas vacías delimitadas por un amasijo de datos sin sentido. Como si fuesen burbujas.

He detectado transmisiones bidireccionales de información entre las burbujas y los orgánicos. Lo que me lleva a concluir que puede existir un entrelazamiento cuántico entre ambos. Las variables son aleatorias y tienen tal complejidad que no me queda duda de que no se trata solo de una forma de vida, sino que existe una multitud de especies orgánicas.

Aunque soy incapaz de descifrar los patrones de comunicación, ahora sé cómo contactar con ellos.

[3]

—Tu idea es tan… —Hace una pausa antes de recordar la expresión adecuada—. Rudimentaria —continúa Nzalde—. Si a estas alturas no lo has conseguido, lo mejor es que abandones.

—No te he pedido consejo. Además, ya sabes que nada de lo que digas me hará cambiar de opinión —respondo tajante.

—Pero podrías pensar en algo más realista. Estas cosas nunca terminan bien, Galenz.

Un zumbido nervioso revela su preocupación.

—Tranquilízate. ¡Esta vez será diferente, te lo aseguro! —digo sin disimular el tono fingido mientras me estiro para entrelazarme con Nzalde.

—Siempre dices lo mismo —murmura, pero se deja acariciar.

—Lo sé, pero en alguna dimensión será verdad —explico por enésima vez.

—¡No quiero que desaparezca otra parte de ti!

Las ondas que emite Nzalde se intensifican.

—No te preocupes, quizá puedas rescatarme —comento con una pizca de ironía perversa.

—Sabes que no puedo… —Cada vez me aprieta con más energía—. Por favor — suplica.

—Lo siento. Tengo que hacerlo.

Doy la conversación por concluida mientras me deshago de su abrazo con delicadeza.

—¡Detente! —ruega.

Cuando me doy cuenta, me rodean infinidad de Nzaldes y otros enhers que me resultan familiares. No entiendo cómo siempre me sorprenden. Hay tantos que ya no puedo distinguir quién se comunica conmigo. Todos repiten el mismo mensaje directo a mi psique. Agresivos, contundentes, insoportables.

Pero no me pueden parar. Aunque ya lo saben.

[4]

Estoy en los límites de Lestrengzel, un agujero negro aislado de las conexiones principales y rodeado por una galaxia raquítica donde el alimento escasea. Aquí solo vienen los pocos enhers que no quieren ser molestados.

Vago por sus recovecos, relamiendo los instantes más vacíos, en busca de una soledad que sé que no puedo alcanzar. Llego hasta un pliegue temporal en el que el agujero negro agoniza con un último desafío desesperado y me enquisto en él. Me acomodo y me dejo llevar por los momentos más dulces de mi existencia.

Recuerdo a cientos de enhers fundidos en el ritual de reproducción, formando un destello que atraviesa los entresijos del espacio; energía repleta de la esencia vital que da paso a nuevos individuos. Exploraciones interminables a través de la espuma cuántica que se extiende hasta algún lugar al que aún no he podido llegar. Las salidas al más allá, donde multitud de hiperesferas danzan en un baile perpetuo al tiempo que forman las galaxias que son atraídas a nuestra red. Y las burbujas. Sobre todo, las burbujas.

Pero aún hay algunos problemas por resolver. Los filamentos son demasiado efímeros y, cuando desaparecen, las burbujas se disipan. No he podido solucionarlo ni concentrándome en ese breve lapso existencial. Parece que están sometidos a un vínculo temporal lineal e inalterable sin el cual se vuelven caóticos.

Desde mis hallazgos, mi única obsesión es descifrarlos. He llegado a la conclusión de que, para lograr mi objetivo, he de desprenderme de mi sistema atemporal. Sumergirme en ese tiempo bidimensional para recorrer un único viaje. Dejar que me domine, aunque eso signifique que debo desaparecer.

Por eso he venido a Lestrengzel; aquí apenas puedo alimentarme, necesito reducir mi estado energético para no provocarles daño, pero no lo suficiente como para no poder acceder a ellos.

Y estoy a punto de alcanzar ese equilibrio.

Un poco más.

Un… poco… más.

¡Ya está!

Me deslizo a través de la espuma cuántica. Me muevo por grietas que aparecen y desaparecen, y que trazan el rumbo de mi destino.

Me ajusto con total precisión en el momento exacto en el que aparece una nueva burbuja y la asalto con un movimiento envolvente en busca de la conexión.

Una fuerza descomunal me repele. Cuanto más lucho, más inútiles parecen mis esfuerzos. Se vuelven convulsos, irracionales. Se descontrolan. Siento que pierdo el poder sobre mis movimientos en ese caos desesperado. Aún no… Me empiezo a encender. Deseo contenerme, pero no puedo. No puedo. Y, al fin, sobreviene una ola de placer que revuelve cada uno de mis átomos.

Todo comienza de nuevo, pero no me rindo. Lo vuelvo a intentar, una y otra vez. Mantengo siempre el mismo rumbo, la misma burbuja, pero en distinta dimensión. No soy yo, son todos mis «yoes». Infinitas posibilidades. Aun así…

Bum-bum.

La oscuridad me invade. Ondas extrañas acarician la superficie de mi mente como nunca antes lo habían hecho. ¿Es esto lo que buscaba?

Bum-bum.

No puedo moverme; una gran presión me retiene. Intento escapar, aunque es inútil. Algo va mal.

Bum-bum.

Lo que me oprime se agita conmigo. Me sacude y me lleva hacia un abismo desconocido. Sin que mi voluntad importe en absoluto.

Bum-bum.

Caigo sobre una explosión de fotones disueltos en un remolino de luz uniforme. La perfección queda desgarrada por sombras grotescas que me sostienen y destrozan su armonía. Me golpean hasta que una masa de gas afilado penetra en mi interior y deja tras de sí un espasmo punzante.

Recibo frecuencias agudas. Creo que salen de mí. Entra más gas y las frecuencias se intensifican.

—Enhorabuena, tiene usted una niña sanísima. ¡Vaya pulmones! Como siga gritando así, va a despertar a todos los pacientes.

—¿Puedo verla?

Las sombras se comunican entre ellas. Detecto el dibujo de voces formando un mensaje, pero no lo entiendo.

—Vamos a asearla. Enseguida se la devolvemos. ¿Sabe ya el nombre?

—Sí. Se llama Leisa.

Puedo moverme de forma limitada. Las sombras me llevan de un sitio a otro; son ellas las que me dominan. Empiezo a percibir el perfil físico que me aprisiona. Los filamentos ya no son tal cosa. Desde esta perspectiva son algo mucho más increíble. Siento fascinación y temor a partes iguales.

Me dejan reposar en una superficie cálida y suave que chorrea una sustancia pegajosa mientras salpica moléculas que capto en forma de fragancia. Su aroma es irresistible y me atrae como la singularidad a la materia. Succiono a través del orificio por donde entra el aire, y las partículas se transforman en un sabor dulce y cremoso. Siento que estallo, pero no lo hago.

Alzo la vista. Dos galaxias profundas me observan. Su calidez me quema y se apodera de todos mis sentidos. El miedo desaparece y los recuerdos se difuminan en una expansión sin retorno. Se pierden en algún lugar al que ya no puedo —ni quiero— llegar.

[5]

—No podemos hacer más por usted. Lamento comunicarle que su esperanza de vida es de un año, dos como mucho —dijo el doctor en tono solemne.

Las palabras sonaban mecánicas en aquella estancia aséptica. Intentaba ocultar, sin mucho esfuerzo, la incapacidad de sentir algo por la paciente que se sentaba al otro lado de la mesa. Ya eran las seis de la tarde y aún había quince pacientes en la sala de espera, a repartir en las dos horas que le quedaban de turno. Miraba impaciente el reloj mientras calculaba las horas extra que le tocaría trabajar. Otro día más.

—¿Y ahora…? ¿Me harán volver a la mina? —preguntó Leisa.

—No, por supuesto que no. Ya no es un miembro productivo de la comunidad. Se le concederán tres semanas de prórroga en las que podrá escoger diferentes actividades propuestas en el catálogo. —Deslizó una hoja en la que aparecían dos ancianos sonriendo—. No se preocupe, durante ese tiempo tendrá asignada, de forma gratuita, el setenta y cinco por ciento de la ración de un trabajador en activo. En su estado le aseguro que no pasará hambre. —Volvió a mirar la hora—. Después de ese período, deberá cumplir con su obligación.

—Está bien, está bien. —Recogió el folleto de la mesa y lo guardó sin siquiera mirarlo.

Salió a la calle con paso vacilante. El sol caía horizontal sobre sus ojos y, por primera vez en mucho tiempo, Leisa disfrutó del calor de un atardecer.

Volvió a casa atajando por los márgenes de los campos de cultivo. Aún había muchos trabajadores arando la tierra para sembrar el maíz de la próxima temporada. A los pobres infelices les habían prometido un porcentaje de la cosecha, una nueva semilla resistente a la sequía, decían. Prometían solucionar los problemillas de las anteriores. Pero Leisa sabía que habían exprimido hasta la última gota de vida de esos campos. Lo había vivido en carne propia durante tres años de hambre en los que casi termina convertida en abono.

Con la mina por lo menos podía ir tirando. Aquello le aseguraba una ración fija por jornada. No estaba mal. Aunque pasar doce horas diarias bajo tierra durante más de cuarenta años le había hundido los sueños en barro.

Tres semanas no eran mucho, pero las había recibido como el regalo más preciado: la libertad.

Ya había anochecido cuando llegó a casa, un antiguo contenedor para el transporte de mercancías de la Época del Despilfarro. Lo había heredado de su madre que, a su vez, lo había heredado de la suya.

Una tos húmeda le hizo convulsionar. Se dejó caer en la única silla que tenía mientras escupía sangre y se limpiaba con la manga del jersey. Sacó del bolsillo la hoja que le había dado el médico y empezó a leer:

Bienvenido/a al proyecto Última Etapa,

De acuerdo con la ley 309-105 aprobada por el Senado y la Cámara de Representantes de Estados Unidos de América en el Congreso…

Leisa se saltó varias líneas hasta llegar a la parte interesante:

… su deber como ciudadano/a es facilitar la optimización de recursos. No obstante, se le concederán tres semanas en las que podrá disfrutar de cualquiera de las actividades* propuestas a continuación:

  • Visita al Parque Nacional del Gran Cañón del Colorado.
  • Estancia de dos días en San Diego con opción a paseo en barca por los canales del Barrio Logan.
  • Entrada al Archivo Fotográfico Histórico y al Museo de Tecnología Contemporánea.
  • Circuito por las ruinas de Las Vegas.
  • Recorrido de un tramo de un kilómetro por El Muro de la Libertad.
  • Alojamiento de hasta una semana en la residencia Bienestar y Salud con dos masajes de treinta minutos incluidos.
  • Cuatro horas de transporte motorizado de uso individual. Si no dispone del permiso de conducción, se le asignará un chófer y el tiempo de la actividad se reducirá a dos horas. En cualquier caso, el consumo no podrá exceder los cuarenta kWh.

(*) Las actividades descritas en el presente folleto pertenecen a la zona sudoeste 05Z-SO.

Una vez finalizado el plazo e independientemente de si ha disfrutado del programa de actividades o no, deberá escoger cualquier método de eutanasia homologado.

Se le concederá cierto grado de libertad en la aplicación del método seleccionado, siempre y cuando no ponga en riesgo la vida de otras personas, se lleve a cabo bajo condiciones higiénico-sanitarias adecuadas y los costes no superen los límites establecidos por la normativa vigente.

Lo que seguía eran datos de contacto y promesas vagas que la intentaban convencer de que estaba haciendo lo correcto para la sociedad. Pero a ella todo eso le daba igual.

Durante las dos semanas siguientes fue a lugares que, aunque estaban cerca de su hogar, no había podido visitar nunca. Quedó abrumada con la inmensidad del océano Pacífico y con cómo había devorado parte de la ciudad de San Diego. Disfrutó de los parajes escarpados de rocas rojas, esculpidas por un río extinto. Paseó por los edificios agrietados de Las Vegas, imaginando cómo serían en su apogeo. Y se rio como nunca cuando vio al hombrecillo esperpéntico de la fotografía en la que inauguraban el Muro. En su mente, Trump, el hombre que los protegió de la miseria del sur, siempre sería alguien de aspecto soberbio y mirada inteligente, no aquella caricatura.

La última semana decidió descansar, se relajó leyendo buenos libros y aprovechó los masajes que, aunque se le quedaban cortos, la hacían gemir de placer. Faltaban tres días para el final cuando una figura vestida de gris irrumpió en su oasis particular.

—Buenas tardes, soy…

—Ya sé quién es —interrumpió Leisa—. ¿Qué quiere? Ya he cumplimentado todos los formularios. Déjeme disfrutar de estos días.

—Disculpe, señora, no es mi intención incomodarla. Pero ha habido un problema con el método de eutanasia que ha seleccionado. Me temo que no es posible aplicar el protocolo solicitado —respondió el hombre.

—¿Por qué? Más barato no puede ser. Ni siquiera se tienen que hacer cargo de mi cuerpo.

—En efecto, pero ese no es el problema. Se han estudiado los riesgos y no están dentro de los niveles aceptables —continuó el hombre.

—No puede ser. Hace cuarenta y nueve años mi madre hizo lo mismo y no provocó ningún riesgo —protestó Leisa.

—No lo pongo en duda, pero las normas ahora son más estrictas. No podemos aceptar el mínimo fallo. Le damos hasta mañana para que nos facilite su propuesta. En caso contrario, se le aplicará por defecto la inyección letal.

Leisa recordó el día en que su madre se fue. También padecía de cáncer de pulmón. Por aquel entonces, la prórroga era de dos meses y se permitía un acompañante, así que pasaron todo ese tiempo juntas. Fueron los mejores meses de su vida.

—¡Espere! —gritó Leisa mientras el hombre salía por la puerta—. Ya lo he decidido.

—Perfecto. Le he dejado el formulario de solicitud en recepción. Es usted una buena compatriota; le deseo una muerte plácida —dijo sin girarse.

[6]

—¡Mamá, tengo miedo! Vayamos a otro sitio —dijo Leisa.

—No pasa nada, cariño. Si el Muro ha aguantado más de doscientos años, sería mucha casualidad que se derrumbe justo cuando venimos nosotras. Puedes estar tranquila — dijo Elba.

Pero no lo estaba. Siempre le habían aterrorizado las historias que contaban sobre lo que había al otro lado. Estando tan cerca sentía que, por muy fuerte que fuese el hormigón, no podía proteger para siempre lo poco que les quedaba. Y que, en cualquier momento, estallaría como un globo incapaz de soportar el contenido en su interior.

—Mira, está llena de pintadas. Quién sabe… podrían ser de nuestros antepasados. Vamos, Leisa, acércate. —Elba estaba entusiasmada inspeccionando la obra que se alzaba ante ella—. Hay muchas en las que pone «Viva México», pero están todas cubiertas con tachones.

—¿Qué es México? —dijo Leisa sin soltar la pierna de su madre.

—Es el país que hay justo al otro lado.

Leisa cogió una piedra del suelo y la empezó a frotar en la pared con la esperanza de terminar la faena que otros habían empezado. Quería eliminar cualquier rastro de aquellas palabras.

—No quiero que vayas allí. ¡No quiero! —gritaba mientras se sorbía los mocos y seguía aporreando la pared.

—Ya lo hemos hablado —dijo Elba aguantando las lágrimas—. ¡Ah, mira! Me has dado una idea. Esta piedra irá mucho mejor.

Después de trabajar un buen rato, consiguió grabar sus propias palabras en el muro: «Leisa y Elba. Siempre juntas».

Cuando llegó el momento, Leisa insistió en acompañarla, pero solo le dejaron ir hasta una pequeña puerta custodiada por dos vigilantes armados, donde también le esperaban una doctora y su equipo técnico.

Elba se tambaleó sobre uno de los vigilantes cuando le hicieron beber el brebaje que le quitaría la vida. Pero se recompuso y pudo despedirse de su hija antes de que se marchase al otro lado.
Todo fue muy rápido, o eso le pareció a Leisa.

Volvió llorando hasta el lugar donde habían estado hacía apenas unas horas. Buscaba las palabras que había escrito su madre. Cuando las encontró, deslizó el dedo por el surco que dejaban aquellas letras, intentando creer en su significado. Aunque la habían preparado para esto, no podía entender que ya no estuviese allí con ella.

Se acurrucó contra la pared, hecha un ovillo. Tenía los ojos tan inflamados que cuando vio que un objeto brillante caía del cielo, pensó que no era real. Dudó unos instantes, pero al final se levantó a recogerlo.

Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que lo que tenía entre las manos era una llave.

[7]

Allí estaba de nuevo, después de tantos años. Se estremeció al comprobar que el tiempo no había borrado del todo la caligrafía de su madre.

Durante todo ese tiempo había sido incapaz de entender lo que había pasado aquel día. No lo entendió hasta el momento exacto en el que le confirmaron que iba a morir. Todo el miedo acumulado se evaporó como una gota de agua bajo el sol del verano.

Por eso había decidido morir al otro lado, dando un último vistazo a lo desconocido. Hacia su miedo más profundo, al igual que hizo Elba. Pero esta vez iba a tener que arriesgarse un poco más.

Le hicieron beber un líquido amargo y luego se marcharon. En el formulario había especificado que no le importaba lo que le diesen, siempre y cuando hiciese efecto pasadas unas horas. También había especificado que tenía que ser indoloro.

Durante ese tiempo tendrían que dejarla sola. Y, como no podía ir al otro lado, lo pasaría en el lugar en el que se sentía más cerca de su madre. Luego podrían volver a recoger su cadáver.

Aceptaron su solicitud.

En cuanto comprobó que todos se habían ido, se dirigió hacia la puerta por donde se había despedido de su madre.

Tenía pensadas mil excusas para los guardias. También sostenía una piedra afilada como último intento desesperado. Pero no hizo falta; allí no había nadie.

La puerta estaba cubierta de telarañas. La única presencia que había era una mosca que zumbaba desesperada por escapar de aquella trampa viscosa.

La ayudó a salir y la sostuvo con cuidado mientras sacaba una trompa con la que le palpaba las manos. Luego se pasó las patitas por todo el cuerpo en un movimiento frenético, hasta que decidió que estaba lista para emprender un vuelo que la llevó de vuelta a la telaraña. «Bicho estúpido», pensó.

Metió la llave en la cerradura y temió lo peor. Pero, por suerte, su intuición no falló y la puerta acabó cediendo. Su corazón se aceleró. Parecía que iba a estallar en una nube de polvo rojo. Pero, al fin, se atrevió a cruzar al otro lado.

Avanzó varios metros por un terreno arenoso hasta que se topó con una alambrada oxidada. A través de ella pudo ver algo para lo que jamás se había preparado. Una extensión de cúpulas brillantes y torres verdes más altas que cien árboles. Y sonrisas. Escuchaba el sonido lejano de niños jugando y riendo, ajenos a cualquier preocupación.

No le costó mucho encontrar un agujero por el que pasar. Pero el polvo que levantaba al arrastrarse se le metía en la boca formando una pasta en la comisura de los labios. Y su tos no dejaba de empeorar.

Cuando estaba a punto de lograrlo, se le enganchó el pantalón en un alambre suelto. Forcejeó para liberarse con las fuerzas renovadas por la esperanza de descubrir aquel nuevo mundo, pero el hierro atravesó ropa y carne. Aunque no sentía dolor, su cuerpo dejó de obedecerla y se desplomó.

En cuestión de segundos llegó una esfera blanca que se deslizaba por el aire con la suavidad de una pluma y quedó suspendida sobre ella. Se desplegó mostrando lo que parecía ser algún tipo de equipamiento médico. Con una precisión digna del mejor de los cirujanos, limpió y suturó la herida antes de cubrirla con una manta y ponerle una mascarilla.

Tenía una pantalla por la que se veía a una mujer que le hablaba, pero no entendía lo que le decía.

—Recalibrando al inglés antiguo. ¿Me entiende ahora? No se preocupe. En menos de cinco minutos llegarán para ayudarla —dijo la esfera. Su voz sonaba dulce y la miraba con ternura.

Leisa no dijo nada, solo se limitó a extender la llave y señalar hacia el Muro. Ahora parecía tan pequeño…

Una luz apareció frente a ella, un punto minúsculo que crecía sin tregua y transformaba sus ojos en bolas de fuego. Escuchó como alguien la llamaba con un nombre que ya no le pertenecía.

—¿Mamá? —susurró sin mover los labios—. Nzalde, ¿eres tú? Márchate, por favor. No necesito esto. Vete, vete, vete…

Pero ya era demasiado tarde para Leisa. Aunque le dolía la pérdida, su recuerdo permanecería para siempre en su memoria.

Su camino se abría en un nuevo árbol de infinitas posibilidades. Soñaba con explorar toda la vida orgánica. Se había decidido a degustar cuantas realidades fuese capaz, tanto de este como de otros mundos.

Ahora, más que nunca, tenía hambre de vida.

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