Carlos P. Casas: La jubilación en las lunas de Júpiter

La jubilación en las lunas de Júpiter. Libros Prohibidos

Gulika se sentía aliviada con la placentera media g de desaceleración que el Senior VI mantenía de forma constante. Los últimos seis días habían sido una de las experiencias más gratificantes en más de una década. El miedo a caerse persistía, pues sus pasos sobre la cubierta de recreo eran inseguros, con las manos siempre cerca de la pared por si las piernas le fallaban; pero no se podía negar que estaba caminando. Ella sola.

Ankur la vigilaba desde su asiento, los puños firmemente apretados en el reposabrazos, listo para saltar a la más mínima señal de que Gulika fuera a caerse. «No voy a caer», se dijo la anciana. Le dedicó una sonrisa tranquilizadora a su marido y agitó las manos de forma pausada para demostrarle que tampoco hacía falta que se apoyara para mantenerse en equilibrio.

Al otro lado del comedor, la Informante de Travesía sonreía condescendiente. Gulika supuso que debería de ver algo parecido en todos los viajes a Io.

—Es increíble, ¿verdad? —dijo la mujer—. Lo que un cambio de gravedad puede hacer por nuestros huesos.

—Cero coma cinco g —suspiró Gulika. La voz le salió natural, como si no hubiera hecho el esfuerzo de haber estado la última media hora en pie—. ¿Y en Io la gravedad es de cero coma dos?

—Un poco menos —dijo la informante. Sus dos pies se despegaron ligeramente del suelo cuando avanzó hacia Gulika. Parecía demasiado alta para ser terrana—. Haciendo un cálculo de cabeza, usted se sentirá como si pesara unos diez u once kilogramos.

Gulika se quedó boquiabierta como si fuera una chiquilla viendo su primera nave despegar. Diez kilogramos. El sueño de una anciana de huesos martillados por el trabajo.

—Por supuesto, tendrá que hacer ejercicio —añadió la informante—. Los músculos se acostumbran demasiado rápido a la buena vida y hay que mantenerlos activos. Hago este viaje cada dos meses, a veces uno al mes, en función de la demanda de residentes, y cuando vuelvo a Tierra siempre tengo que acudir al gimnasio para recuperar fuerzas. Es obligatorio para los empleados de Senior, pero yo lo hago encantada. Nací en Marte y dos semanas en el espacio no son la mejor preparación para la gravedad terrestre.

—¿Dos semanas? —se extrañó Gulika.

—Una de ida, una de vuelta —explicó la informante.

«Ah, claro». Gulika no había pensado en el viaje de vuelta, para ellos no habría. Se estaban jubilando.

Pese a los largos años de trabajo, su plan de pensiones era exiguo y el gobierno indio no podía garantizarles más que unos ínfimos ingresos que apenas cubrirían lo básico. Jubilarse en las lunas de Júpiter era la mejor opción. Solo debían soportar las ochenta horas de viaje que el Senior VI necesitaba para llevarles hasta allí.

Ankur se acercaba con la torpeza que caracterizaba a casi todos los pasajeros de la nave, gruñendo por ser el centro de atención de quienes permanecían sentados. Era un espectáculo cómico ver a todos aquellos ancianos correr el riesgo de que las dentaduras postizas les saltaran de la boca entre carcajada y carcajada. La ligereza de sus cuerpos los hacía comportarse como chavales en un parque ecológico, tratando de hacer movimientos bruscos que en Tierra hubieran sido imposibles. El babel de lenguas de distintas partes del Sistema Solar también contribuía al jolgorio.

La informante se volvió hacia Ankur mostrando una blanca sonrisa de dientes naturales. No debía de tener más de cincuenta años, todavía joven desde la perspectiva de Gulika.

—No estoy seguro de que mi mujer pueda hacer esos ejercicios.

La sonrisa de la informante continuaba y su mano se posó sobre el hombro del anciano.

—El caso de su mujer es bastante habitual entre nuestros residentes. Todas nuestras instalaciones tienen equipamientos deportivos para mantener los cuerpos, digamos, más veteranos, en buenas condiciones de salud —explicó—. Io no será una excepción.

—También necesita atención médica —añadió Ankur.

—Todo eso está contemplado en el plan de retiro. Alojamientos, servicios médicos, zonas de recreo, jardines para quienes deseen cultivar flores, talleres manuales, actividades culturales…

Esta vez las palabras de la informante sonaban menos espontáneas y más como datos memorizados. A Gulika no le sorprendía: el trabajo de aquella mujer era informar a los nuevos residentes sobre las condiciones de su futuro hogar.

Tras enumerar las instalaciones y los diversos elementos de seguridad atmosférica que protegían las cúpulas, empezó a hablar del contrato que habían firmado. Senior se quedaba con la totalidad de su pensión a cambio del viaje, el alojamiento, la manutención y los gastos médicos en Io. Gulika escuchó el tono quejumbroso de la informante acerca de los gastos de mantenimiento de esas residencias, inferiores a Tierra pero aún así elevados. La anciana hizo oídos sordos a aquellas quejas, pues estaba convencida de que Senior no se dedicaría a ese negocio si no hubiera beneficio. De todas formas, no veía problema en que la corporación se quedara con su pensión, en Tierra no podría proporcionarles lo que ella consideraba una vida digna. Aunque la corporación saliera ganando, Gulika no iba a protestar: les daban más de lo hubieran conseguido por sí mismos. Por otro lado, donde iban no necesitarían dinero. En Io no había economía monetaria, pues todo era proporcionado por Senior.

—No piensen en ningún momento que les han expulsado de Tierra —añadió la mujer, haciendo que la pareja pusiera cara de intriga—. Deben plantearse este retiro como una ayuda mutua: ustedes reciben un alojamiento que en Tierra no podrían permitirse y a cambio dejan espacio libre para que los jóvenes busquen su lugar en un planeta superpoblado. Todos salen ganando con este sistema. Y han podido comprobar que cada vez más gente abandona sus prejuicios sobre viajes interplanetarios —dijo señalando el gran número de ancianos en los asientos de la nave—. Senior ha sido pionera en este tipo de servicios pero dos corporaciones más esperan conseguir una licencia similar antes de que acabe el año.

—Las corporaciones siempre huelen el dinero —apuntó Gulika.

—Ha tenido mala experiencia en su oficio, ¿no es así? —se interesó al informante—. ¿Construcción subacuática? —aventuró.

—Minería.

—¿Minería? —se extrañó la mujer—. ¿Minería terrestre? Vaya, no sabía que aún quedaran minas en activo. Un trabajo duro, desde luego. —La informante examinaba el cuerpo de Gulika, prestando especial atención a sus manos y rodillas—. ¿Cuántos años tiene, si se puede preguntar?

—Setenta y uno.

—¿Y se jubila ahora? —La mujer estaba escandalizada—. ¿Le hicieron llegar hasta la edad legal a pesar de trabajar en minería? ¿Cómo puede ser eso?

—Supongo que era buen negocio mantenerme trabajando —dijo con amargura mientras examinaba la aspereza de sus manos—. A pesar de que apenas pudiera levantar la maquinaria…

La informante no dijo mucho más. Gulika supuso que su reacción había sido una buena señal, en cierto modo. Si estaba acostumbrada a tratar con jubilados en su trabajo y se sorprendía de la situación de Gulika debía de ser porque su caso no era lo habitual entre los ancianos que se jubilaban en Júpiter. Sintió una extraña sensación de alegría al saber que era una desafortunada a la que habían machacado sin descanso en su trabajo, no era una víctima más de una despiadada política laboral. «Mala suerte, parece ser. Tan solo mala suerte».

Una luz amarillenta sustituyó a la iluminación que habían tenido durante el tránsito y la informante se volvió hacia la parte superior de la nave. Una voz distorsionada por los altavoces alentaba a los pasajeros a que ocuparan sus asientos y se abrocharan los cinturones.

—La desaceleración está a punto de concluir y pronto experimentarán microgravedad.

—Tengo asuntos que atender antes del alunizaje —dijo el informante al matrimonio—. Buena suerte.

Sus dientes blancos se marcharon de camino a la cabina de pilotaje.

La pareja de ancianos regresó a sus asientos. Gulika apoyada en su marido, más por costumbre que por verdadera necesidad. Era fantástico poder valerse por sí misma.

La anciana se ajustó el cinturón y se volvió hacia Ankur.

—¿Qué te parece?

—Mejor que lo que teníamos —respondió él.

—Eso pensaba yo. Ya solo por la gravedad merece la pena esta aventura.

—Sí, yo me siento como flotando en el mar —dijo su marido—. Tú debes de estar en una esponjosa nube.

Gulika asintió sonriente, Ankur había captado perfectamente cómo se sentía. Supo que en Io la sensación sería más gratificante. «Diez u once kilogramos. Va a ser una vejez sin dolores». No era el tipo de retiro que había imaginado cuando contaba los meses que faltaban para jubilarse y eso le insuflaba una oleada de satisfacción.

Una serie de luces de distintas tonalidades marcaron las sucesivas fases de la puesta en órbita alrededor de Io. Cuando los motores del Senior VI se detuvieron por completo las piernas de todos los ancianos se alzaron. Solo los cinturones evitaron que los pasajeros salieran flotando a una velocidad ridículamente lenta.

Gulika había imaginado que en cualquier momento les harían levantarse de los asientos para acudir a algún tipo de lanzadera; pero cuando las compuertas de entrada y salida se cerraron supo que la nave de la corporación tenía un sistema mucho más barato: la cabina de pasajeros era la nave de desembarco.

Se dio cuenta de que no había tripulación en aquellas lanzaderas. Una serie de chirridos metálicos indicaron que se había iniciado un proceso automatizado que separaba la cabina de pasajeros de la nave principal, dejando un gran agujero en su panza. Una ligera fuerza empujó a Gulika contra su asiento cuando la débil gravedad de empezó a ejercer su influencia sobre sus cuerpos.

La temperatura en el interior de la cabina apenas subió medio grado durante la reentrada. El aislamiento térmico parecía de buena calidad y la jubilada no sintió en ningún momento que su vida estuviera en peligro. Mucho había avanzado la tecnología desde que era niña.

Un brusco golpe contra el suelo, más de lo que Gulika esperaba, indicó que habían tocado tierra. Los chirridos metálicos se reanudaron y se produjo un breve instante de confusión mientras los pasajeros se iban haciendo a la idea de lo que aquel golpe significaba.

«Estamos en Io».

Nerviosa y excitada, Gulika se quitó el cinturón con facilidad y dio el primer paso en la gravedad de la luna de Júpiter. Casi volaba. Se giró sonriente hacia Ankur, había un ligero gesto de dolor en su cara.

—Me he mordido la lengua con el golpe —dijo, mostrando su saliva roja.

Gulika lo ayudó a incorporarse.

—Un pequeño contratiempo. ¡Vamos! ¡Mira a esa gente!

Las cámaras exteriores mostraban la esclusa de aire que conectaba la lanzadera con la residencia de Senior. El comité de recepción era abundante, ruidoso y cubierto de arrugas. Uno a uno, los recién llegados se fueron incorporando de sus asientos y aproximándose a la salida. Esperaron impacientes a que todas las luces del panel de control se pusieran en verde. Entonces, las puertas se abrieron.

La alegría inicial de ver a un gran número de ancianos que habían elegido el mismo plan de jubilación que ellos se desvaneció cuando vieron las armas en las manos. Porras, martillos, cuchillos e incluso lo que parecían podadoras de jardinero. Las manos de los ancianos agitaban las armas de un lado a otro, tratando de intimidar a los otros grupos de jubilados armados. Los rostros estaban cubiertos de barbas sucias y aquellos que conservaban el pelo lo tenían largo y descuidado. A Gulika le vino a la mente las películas ambientadas de los tiempos en los que la rueda era tecnología punta. Pero esta vez los personajes eran reales.

—¿Pero qué…?

Una masa de cuerpos envejecidos se abalanzó sobre los recién llegados en una algarabía de gritos e insultos. Algunos empezaron a luchar mientras otros atrapaban con sus manos huesudas a los que salían de la nave. Los más jóvenes y sanos eran los primeros en ser retenidos. Otros, simplemente, comenzaban a destripar el interior de la lanzadera.

—¡Arranca los fusibles!

—¿Hay algún botánico?

—¡Los cojines, idiota! ¡Necesitamos la piel!

—¡Buscamos metalúrgicos!

—¡Largo de aquí, abogado inútil!

—¡Los que puedan trabajar en la mina recibirán comida extra!

—Tengo experiencia como…

—Todos tenemos experiencia, ¡lo que necesitamos son músculos!

—¡Médico! —suplicó alguien—. ¡Necesitamos un médico!

Ankur alzó tímidamente la mano. Fue un gesto discreto en medio de aquel caos de gritos y movimientos frenéticos, pero captó la atención de la voz que pedía auxilio. Gulika miró con sorpresa a su marido un instante antes de que una mujer apartara con bruscos empujones a quienes se interponían en su camino. Un rostro que tiempo atrás debió pertenecer a una hermosa joven apareció frente al matrimonio, en las manos sujetaba una barra metálica de la que sobresalían púas afiladas.

—Ven conmigo —espetó la mujer sin más dilación—.¿Eres médico? ¡Sí, tú! ¿Puedes ayudarle?

El dedo de la mujer señalaba algún punto más allá de la masa de gente.

—¿A quién?

—A mi hermano —respondió la mujer, dando otro empujón a alguien que se le acercó demasiado—. Le cuesta respirar.

Ankur se volvió hacia su mujer. Gulika negaba con la cabeza, asustada por no comprender qué es lo que estaba pasando. Echó una mirada atrás, al interior de la cabina de pasajeros en la que se había sentido emocionada de ser capaz de andar por sí misma rumbo a un lugar donde pasar tranquila el resto de sus días. El tirón de manga la devolvió a la realidad.

—Os venís conmigo —ordenó la mujer mientras forzaba al matrimonio a seguirla.

Dar empujones y amenazar con la barra metálica parecía ser la rutina a la hora de recorrer los pasillos de la residencia de Senior en Io. Mirara donde mirara, no veía más que ancianos; pero no tenían el aspecto que había visto en los panfletos publicitarios. La higiene era tan escasa como la masa muscular. Había quien apenas se podían mantener en pie incluso con la bajísima fuerza de la gravedad.

—¡Yoba! —gritó un hombre que usaba un palo como remo para arrastrar su propia camilla—. ¿Quienes son estos?

—Él es médico —dijo la tal Yoba señalando a Ankur.

Gulika pudo escuchar cómo su marido tragaba saliva, nervioso.

—En realidad soy veterinario —masculló—. Sé que habían pedido un médico pero he oído que alguien necesitaba ayuda y…

Su marido dejó de hablar. El ceño de Yoba mostraba un ligero enfado y Gulika no había olvidado la barra metálica que llevaba en la mano. Ahora se agitaba nerviosa.

El hombre de la camilla apoyó una mano tranquilizadora en el antebrazo de su hermana.

—Nos tratan peor que animales —dijo con voz entrecortada—. Toda mejora es bien recibida.

La portadora del bate se tranquilizó y con un gesto de la mano señaló al hombre de la camilla.

—Apenas puede respirar y le duele al toser. Ha estado así los últimos dos meses. Y va a peor.

Ankur le pidió al hombre que se tumbara y comenzó a examinarle bajo la atenta mirada de Yoba. Gulika observó con nerviosismo el evidente estado de abandono del lugar.

—¿Qué lugar este? —preguntó. Su voz todavía temblaba por lo sobrecogedor de la situación.

—La residencia de ancianos de Senior en Io —gruñó Yoba—. Bienvenidos.

Unos alaridos lejanos sobresaltaron a Gulika. Un hombre gritaba en una lengua que no entendía. Pero era evidente que suplicaba. El silencio que vino a continuación le puso los pelos de punta.

—Esto… esto no es… ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están los responsables?

—En un lugar mejor —gruñó Yoba de nuevo. La mujer vio que Gulika iba a formular otra pregunta y le cortó de raíz con un gesto de la mano. Apoyó el bate en una pared y se sentó en un taburete junto a su hermano—. Repetirlo una y otra vez no lo hace más fácil… —masculló mientras apretaba los dientes con tanta furia que parecía que se los iba a partir. Alternó la mirada entre Ankur, Gulika y su hermano. El hombre de la camilla asintió—. En este lugar no encontraréis ninguna de las comodidades que os prometieron. Hay muchas camas, con eso podéis contar, pero nada más. Si queréis comer, tendréis que trabajar en los invernaderos, conseguir alguna gallina o robar lo que necesitéis cada día. Y aseguraros al mismo tiempo de que no os roben. Si sabéis hacer medicamentos, esa es la mejor baza para poder comerciar. Trabajar en los talleres manuales solo es buena idea si tenéis alguien interesado de antemano; en cualquier otro caso, es una pérdida de tiempo. Tú serás muy demandado —le dijo a Ankur—, los médicos suelen jubilarse en un planeta de verdad, por lo que un veterinario ya es más de lo que teníamos. Las cosas te irán bastante bien mientras no cabrees al vejestorio equivocado. Los ojos siempre abiertos, ¿de acuerdo?

Yoba continuó relatando la realidad de la residencia de Senior. El oxígeno y un lecho para dormir era lo único de lo que no tendrían que preocuparse. Todo lo demás escaseaba o se había agotado. A medida que más naves llegaban de Tierra, las bocas aumentaban y las raciones empequeñecían. Los asesinatos esporádicos eran algo habitual. Al igual que los suicidios. Tragedia tras tragedia, la verdadera naturaleza de aquel basurero fue aflorando.

—También se suicidan los que están muy cabreados —añadió Yoba, su voz completamente imbuida en odio—, para que Senior deje de cobrar su pensión. Si creéis que sois de esos, hacedlo antes de seis o siete meses. De lo contrario amortizarán con vuestra pensión el coste del viaje.

Ankur se quedó boquiabierto, demasiado confuso para reaccionar. El anciano de la camilla seguía reclamando que le examinara los pulmones. Gulika apartó la vista de allí y alzó sus ojos llorosos al cielo, hacia el Senior VI que aceleraba sus motores de vuelta a Tierra.

Se preguntó si la informante realmente sabía cómo era la jubilación en las lunas de Júpiter.

Carlos P. Casas

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Foto: NASA. Unsplash