Daniel Pérez Navarro: Frío

Frío. Libros Prohibidos

1

Rebeca duerme sobre un lecho cubierto de hojarasca, una madera de ruidosas galerías en la que unas larvas tienen sus nidos.
Leo la despierta.
—Vamos. Es tarde.
Ella remolonea, por cansancio.
—Déjame.
—No, Rebeca. Es tarde.
—Ya voy.
—Arriba.
Ella hace por fin caso. Padre e hija echan a andar.
Da la impresión de que puede llover. O es algo que va en el aire, que lo vuelve pesado.
Siguen el vuelo de una paloma, acicalada, como las demás, con una pátina de monóxido de carbono.
Observan el frontal de una casa. La misma negrura domina los demás edificios que los rodean.
Saquean uno de los apartamentos. Llenan sus mochilas de lo que encuentran. Enseres. Nada comestible.
Quedan pocos, muy pocos.
Sin que lo esperen, les sale al paso una pandilla de críos.

2

—¿Cómo te llamas? —le pregunta uno que tiene la mejilla marcada. Lleva un machete.
Leo no responde.
—Yo me llamo Uka —dice una niña con un pañuelo violeta mientras da un paso hacia él.
El de la mejilla marcada gira la cabeza. Escupe en el suelo, a los pies de Uka, y dice:
—Ya sé cómo te llamas, Uka. Hablo con el platanito.
Otro de los niños rompe a reír. Muestra una hilera de dientes completamente negros.
—¿Cómo te llamas? —repite el que dirige el grupo.
—Leo.
—Mal.
El machete corta el aire. Roza la frente de Leo, de la que nace un surco rojo.
Las cejas contienen la sangre durante un par de segundos.
—¿Cómo te llamas? —repite el niño de la cara cortada.
Algún bardo hablará de ellos. Cantará lo siguiente: Eran menudos, y rompibles como pájaros, y sombríos, y feroces, y tenían la mirada esquiva. Habían sido reclutados a la fuerza. Y llevaban las mismas armas que habían segado la vida de sus padres.
—Que cómo te llamas.
—Ya te lo he dicho. Leo —repite el hombre.
—Mal otra vez.
El machete se alza de nuevo. Traza una segunda línea en la frente del adulto, también roja.

3

Los imagina en otoño. Al abrir los ojos, el revoloteo se repite. Palomas que sobrevuelan el parque. Contracciones y expansiones en cada estación. Se arrojan desde el cielo. Salvan acantilados. Hunden sus picos amarillos en algunos de los supervivientes.
Rebeca. Rebeca.
El de los dientes manchados golpea a Leo en una rodilla. Usa un martillo.
El hombre grita y cae.
El de la mejilla abierta se inclina sobre el adulto.
—Dilo.
Leo sigue berreando.
—Dilo.
El de los dientes manchados le golpea de nuevo, con la misma herramienta y en el mismo punto de su anatomía.
Leo vuelve a aullar.
—Dilo —insiste el que dirige la expedición.
Deberá comer papaya, berenjenas y zumo de melocotón. Leyó un artículo en el que alguien aseguraba que esos alimentos prolongan la vida de las rodillas.
—Dilo.
La salud es lo primero. De modo que si no es por ti, hazlo por tus seres queridos.
La niña que se hace llamar Uka le echa un cable.
—Dilo. Te llamas platanito.
Tus seres queridos. Solo le queda Rebeca.
Rebeca. Detrás de él. En el suelo.
Una mancha roja se extiende entre ella y una fila de insectos.
El de los dientes manchados sujeta su martillo con las dos manos. Apunta a un cielo de nubes apretadas. Con ese tercer lanzamiento pretende superar las marcas anteriores.
Los huesos de la otra rodilla de Leo crepitan como una cucaracha.

4

Recupera el conocimiento. Está medio congelado.
Los niños se han ido. Se han llevado el cuerpo de Rebeca. A él lo han dejado con vida. Para después.
Leo trata de incorporarse. La rodilla izquierda está aplastada, fragmentada en esquirlas. La derecha es una bolsa de pipas atravesada por terminaciones nerviosas.
Como puede, se arrastra hacia un escondite.
Tarda 40 minutos en recorrer poco más de 30 metros, los que le separan de un portal. A pesar del frío, suda a borbotones.
Comienzan luego las verdaderas dificultades. Sube, uno a uno, los escalones.
Quiere refugiarse en uno de los pisos. Lo que Rebeca y él habían recolectado ese día, lo había encontrado en uno de los apartamentos de la tercera planta.
Intenta recordar si había visto o no algún rollo de papel higiénico. Quizá pueda fabricar un vendaje.

5

Oscurece. La sed le quema la garganta. Ha sudado mucho. Las prendas interiores, de algodón, humedecidas, pesan como un perro muerto.
Los intentos de subir el primer tramo de escaleras han fracasado.
La pierna izquierda arde como si sus amigas las hormigas la estuvieran royendo.
Agotado, arrastra su cuerpo hacia el ascensor. Aquel cubículo inútil, al menos le resguardará del frío.
Cree que va a morir, allí mismo, en aquella postura, con la espalda apoyada en la caja del ascensor.
Despierta a media noche, en el mismo lugar y en la misma posición.
Y tiene las piernas entablilladas.
Un destello estropea la negrura. Es un encendedor, delante de sus ojos, a menos de un par de metros. Ve una mujer y un cigarrillo.
Leo calcula, por las arrugas que sitian esos ojos, que ella debe de tener mil años. La mujer da una calada larga y luego dice:
—Bebe.
Leo se lleva a los labios una botella con nieve medio derretida que ella le tiende. El hombre vuelve a sentir frío.
Pasan unos segundos. Dos. Tres. Doscientos.
—Yo era enfermera. Antes —dice la desconocida.
—¿Qué quieres de mí? —pregunta Leo.
Ella fuerza una sonrisa.
—¿Tengo que querer algo?
—Di qué buscas.
Ella da tres caladas al cigarrillo antes de responder.
—Saben que no puedes andar y que ningún taxi vendrá a recogerte. Volverán. Eres su despensa.
Leo guarda silencio.
Los niños entonan sus propias baladas. Canciones para volver a soñar. Nanas del arroyo. Una sobre pájaros que no pueden volar, solo dormir en el nido y soñar que vuelan.
—Me gusta el deporte. Mirar, quiero decir, no practicarlo —dice ella. Se pellizca la cintura—: Te conozco. Saliste en la tele. Fuiste campeón olímpico.
—Plata.
—¿Qué?
—Quedé en segundo lugar. Medalla de plata.
—Lo tendré en cuenta —dice ella. Le tiende el cigarro.
Leo niega con la cabeza.
—Queremos lo mismo —dice la mujer—. Acabar con esos hijos de puta.
—Yo no quiero eso.
De nuevo un silencio de un millón de años.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Piensas llamar por teléfono a la policía antes de que vuelvan?
Ella alarga el brazo hacia un objeto abandonado, cubierto, como todo, por el frío. Lo lanza a los pies de Leo.
—Ahí lo tienes.
Es un teléfono. Sucio, roto, cubierto de hollín.

6

Leo tiene tiempo para canciones insignificantes antes de incorporarse, tensar los músculos de las extremidades y apuntar.
Sigue con la mirada el recorrido del tubo.
El agujero del cañón. Una ancestral boca que se lo tragaría, si se atreviera a meter la mano.
Caen. Uno a uno.
Como aplastar hormigas que no tienen donde esconderse.
No. No escuchará mas las canciones de los niños.

7

El último disparo resuena en el aire con insistencia. Después de todo, no ha resultado tan difícil.
No quedan cuerpos en el horizonte a los que apuntar.
La posición de los pies no fue la correcta. Ni siquiera los apoyó en el suelo. El estado de tensión, la respiración y la concentración compensaron la dificultad que suponía apuntar desde una postura incómoda. La mujer no le había proporcionado tapones, ni auriculares, ni gafas. Tampoco tenía su gorra de la suerte. Pero los niños se movían más despacio que los platos de tiro.
Ella sale del edificio. Camina hacia los cuerpos tendidos en mitad del hielo. Los ata y sujeta con ganchos de escalada. Uno a uno, los arrastra hacia un agujero que había hecho antes en la lámina fría.
—Un redondel para pescar —se le ocurre a Leo. No habla con nadie. Rebeca ya no está.
Para pescar. ¿Para pescar el qué?
Los niños caen al agua. La corriente subterránea trata entonces de arrastrarlos, pero la cuerda, tensa, detiene esos intentos de fuga.
Cuando ella termina, el hueco en el hielo, las cuerdas de escalada y los cuerpos inertes dibujan medio sol.
La mujer, con dificultad camina de regreso al bloque de apartamentos. Arrastra por los pies a Uka, el único miembro de la pandilla al que no ha sumergido.
Tarda. Le cuesta. Se detiene cuando llega al lugar en el que está apostado el hombre. La mujer suelta los pies de Uka y aprovecha para tomar aire.
—Yo tenía razón. Querías algo de mí —dice Leo.
—Así no se pudrirán —comenta ella.
Leo no quiere hablar sobre la eficacia de ese método de conservación. Entierra la culata de la escopeta en la nieve. La mira y dice:
—En cuanto pueda caminar, me iré.
—¿Y a dónde va a ir? —pregunta la mujer.
—Donde sea. Alguna parte habrá.
—Esto es alguna parte.
—Aquí hace frío.
Ella coge de nuevo por los pies de Uka. Antes de arrastrar a la niña hacia el portal, menea la cabeza y dice:
—En todas partes hace frío.

Daniel Pérez Navarro

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Foto: Janko Ferlič. Unsplash