Una gota de sudor se deslizó por el puente de su nariz y cayó en la arena. El cabello, largo, se había adherido a su frente, y su piel, pegajosa, era el hogar de miles de insectos. Aun desnudo como estaba, tenía calor. El sol de mediodía hendía en la playa y lo abrasaba todo. El aire era irrespirable y nada ni nadie se asomaban en el horizonte.
Excepto Tamu.
Tamu Fi, Sonrisa de Fuego.
Él no había escogido ese mote; Koh Mak, su isla, se lo había regalado en forma de animal. Era como una salamandra: su tez era tan oscura que podía resistir el calor más intenso. Incluso lo disfrutaba. No ahora, claro. No desde que el sol había convertido su hogar en una tierra mustia, a la deriva de una muerte cada vez más próxima.
Tamu era la única persona del poblado que podía salir a pescar a esas horas. No estaba seguro de que los peces aguardaran en las profundidades del mar, pero debía intentarlo. De un tiempo a ahora, la comida y el agua potable eran bienes escasos.
Años sin llover, pensaba Tamu en su rudo lenguaje interior. Mi gente se muere.
Lo había intentado todo. Había rezado a dioses de dudosa existencia, había dormido de día y vivido de noche en pos de viento frío, en vano. ¡Incluso había pensado en trasladar su poblado a otra isla! ¿Pero cómo?, se repetía, desesperado. Las palmeras estaban demasiado secas y su corteza se cascaría en el primer empellón. ¡Y no podía cortar todas las palmeras de la isla, o los dioses se enfadarían! ¿Quién era él para hacer algo así? ¿Acaso se creía un Héroe?
No, Tamu Fi no era ningún héroe. Tenía mente y espíritu suficiente para llegar a las estrellas, pero a menudo su vasta inteligencia le anclaba a tierra. Era eso por lo que aún no había encontrado una solución para Koh Mak, pero lo conseguiría.
—Pesca.
Tamu se giró, pero estaba solo en la orilla y lo sabía.
—Sigue pescando.
Esta vez la voz provenía del oleaje. Se volvió hacia el mar, que le devolvió una sonrisa. Mi día de suerte. Tamu sabía que el calor podía jugar malas pasadas. Una vez Emiki sufrió una fuerte alucinación e intentó matarle partiendo un coco sobre su cabeza. Estuvo inconsciente tres días, y durante tres días nadie comió ni bebió nada. Poco después, Emiki enfermó hasta el delirio y se suicidó. Pero Sonrisa de Fuego era inmune a todo eso. Cuando el calor rayaba los límites de su conciencia, siempre iba un paso más allá.
Por eso, una vez más, se sumergió bajo el azul cristalino y se dejó llevar. Ojalá siempre así. El agua fría despejaba sus sentidos, le devolvía algo de esperanza para Koh Mak. Si el agua podía estar fría, ¿por qué no el cielo? ¿Qué debía hacer para conseguirlo? El chamán afirmaba que otra tierra se hallaba recubierta de agua helada donde no crecía ni un mísero hierbajo. Tamu pensaba que eso no podía ser peor que vivir en aquel infierno, pero se equivocaba.
Entrecerró los ojos, molesto. La sal enturbiaba su vista. No podía perder mucho tiempo; en un parpadeo quizás podía sucederse un pez, dos, o un cangrejo esconderse bajo la arena.
El joven esperaba un momento que nunca llegó a suceder, pues la voz volvió a hablarle:
—Tamu Fi, Sonrisa de Fuego. El mar y sus peces son uno. El cielo y las aves son uno. La tierra y los humanos son uno.
El aludido se sobresaltó, y cuando hizo ademán de corregirse y volver a la quietud, dos renacuajos se escabulleron por sus piernas. Enfadado, dejó escapar burbujas de indignación.
—Tamu Fi, Sonrisa de Fuego. El sol y tú sois uno. No hay salamandra que aguante el calor que tú soportas. Tu isla desea descansar, así tu cielo. La música llamará a la lluvia, y la lluvia apagará el sol.
Y la voz se extinguió. Esta vez Tamu había prestado más atención y había captado la esencia —o eso creía— de su discurso. ¿Pero quién era, y de dónde procedía? ¿Le había hablado, acaso, un dios? ¿Uno nuevo al que rendir culto?
No tuvo tiempo de pensar. De las profundidades emergió un torbellino que lo lanzó por los aires. Luego, su cabeza dio contra algo duro y perdió el conocimiento.
Despertó unos minutos después. Al principio lo veía todo rojo: el mar infinito, el cielo, su poblado y a Makimaki a lo lejos, su querida novia. Rodó para ocultar su rostro del sol y las sombras calmaron poco a poco su visión quemada. ¿Se había quedado dormido en la playa? Imposible. Solo un loco haría algo así.
A su izquierda descansaba un cofre pequeño. Tamu lo miró, receloso. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Si perteneciera a la playa, él lo habría visto. Y las cajas grandes no caían del cielo así como así. Nunca, de hecho. Mejor será dejarlo estar, pensó con la sensatez de quien desconoce el mundo. Así que se levantó, sacudió la arena de su cuerpo y volvió a su tienda.
Los días siguientes continuó con su rutina. Se levantaba con el sol, besaba a Makimaki y salía a pescar. Si había suerte, a mediodía comían todos; si no, la pesca se prolongaba hasta bien entrada la tarde. Tamu regresaba con las redes casi vacías —algún pez escuálido enzarzado en ellas; no llenarían ni el estómago de un bebé— y se iba directamente a dormir, aunque no siempre lo conseguía. Las preocupaciones le mantenían despierto casi hasta el alba, y si lograba conciliar el sueño, la visión del cofre lo atormentaba.
¿Por qué no podía dejar de pensar en él? ¿Por qué la marea no se lo llevaba lejos? De repente sintió una furia inmensa hacia el cofre. ¡Esa estúpida caja grande! ¡No la necesitaba para nada! Y si las olas no lo alcanzaban… bien, Tamu lo haría.
La playa estaba tranquila. Una brisa agradable mecía las palmeras, absorbiendo el rumor de las olas. La silueta de Tamu rompió el horizonte. Rabioso y desconcertado, se agachó junto al cofre y lo contempló largamente. Si tuviera ojos le habría devuelto una mirada tentadora. ¿Cuánto podría aguantar sin abrirlo? Necesito una razón, repetía para sí.
Sus manos recorrieron la superficie oxidada. Era rugosa al tacto. Reprimiendo un escalofrío, Tamu levantó los goznes y miró en su interior.
Dentro descansaba un cilindro de madera. De él, a su vez, pendía una cuerda de metal entrelazado, un material que Tamu no había visto en la vida. Era duro e igual de rasposo que el cofre. El joven lo sostuvo en sus manos con expresión interrogante.
Sonrisa de Fuego nunca sabría que aquello era un tambor tormenta.
Pero sí que su vida se apagaría en cuanto lo tañera.
Quizás por eso no lo hizo inmediatamente. Algo en su corazón salvaje le indicó que aguardara el momento adecuado y que escondiera el instrumento. No lo devolvió al cofre sino que lo envolvió en dos grandes hojas y cavó un hoyo dentro de su tienda. Allí estaría seguro. En Koh Mak la intimidad era la intimidad, lo más sagrado del ser humano; ni siquiera Makimaki podía entrar sin su permiso. ¡Y a él jamás se le ocurriría hacer algo así!
El chamán les había enseñado todo sobre los secretos. Lo importantes y lo peligrosos que eran. Cuando un secreto era compartido, dos almas se aproximaban, el peso se dividía, el sufrimiento se compartía. A Tamu le gustaban los secretos. Él tenía muchos —algunos buenos y otros que quería enterrar—, pero aun cuando se avergonzaba de ellos necesitaba un confidente. La dueña de sus secretos, Makimaki, nunca le juzgaba, y por eso él se sentía a gusto en sus brazos. También decía el chamán que todo secreto conlleva el sacrificio del silencio. Normalmente los más poderosos eran susceptibles de volar a oídos de otras personas. Eso humillaba a su portador, pero se castigaba con más dureza al chivato. Después de eso nadie quería compartir secretos con él. No es extraño, se dijo Tamu. Él nunca podría amar a alguien que no supiera guardar un secreto.
De alguna manera, el cofre era un portador, y el tambor tormenta, su secreto.
Tamu ignoraba cómo sonaba aquel cilindro. Sí sabía que traería la lluvia. La voz de un dios lo había profetizado. Aunque también había dicho más cosas: si el sol y Tamu eran uno, y la lluvia apagaba el sol, ¿él también se apagaría? ¿Sería como una muerte o como un sueño temporal, durando lo que durase la lluvia? Y si moría para siempre, ¿qué ocurriría con Makimaki? ¿Nunca volvería a ver su rostro dormido?
¿Y salvaría la isla? Tamu no sabía si era capaz de hacer ese sacrificio. Amaba la vida. La veía en cada esquina, en cada grano de arena y en cada gota de mar, en cada flor y en cada helecho, en cada respiración y en cada sonrisa. Incluso en el calor.
Aunque también trajera la muerte.
La única esperanza para Koh Mak era la lluvia, y por extensión, Tamu Fi. Pero él no quería morir, ni tampoco quería ver morir a su familia, que era el poblado entero. Si no tañía el tambor, el calor y el hambre acabarían con ellos. La misma Makimaki y su madre de sangre estaban demasiado delgadas. El pájaro de la muerte se cernía sobre ellas. Tamu no había podido hacer nada para espantarlo.
Ahora tenía el tambor.
Pero ¿y si no sucedía nada? ¿Y si solo era un espejo de su mente?
Tamu sacudió la cabeza. Si no pasaba nada, todo quedaría igual; pero si no lo intentaba, las dudas le reconcomerían para siempre.
Suspiró. La decisión ya estaba tomada.
Cuando Makimaki despertó al amanecer, Sonrisa de Fuego acudió hasta ella y la tomó de las manos. Quería decirle que traería el agua por ella, por ella y por todos los demás; que esto concebía sus riesgos y que probablemente dormiría para siempre. También quería compartir su último secreto. La miró a los ojos.
—La música traerá la lluvia y apagará el sol —recitó.
Ella le besó en los labios y le vio partir.
Tamu Fi, Sonrisa de Fuego, subió al monte más alto de Koh Mak y restalló el tambor. Un trueno partió el cielo en dos. Él cayó de rodillas, las primeras gotas de lluvia empapando su rostro.
Estaban frías.
Koh Mak se salvaría.
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Foto: Li Hua-hsuan. Unsplash.