Aprendí lo que significaba el terror a la edad de ocho años cuando mi padrastro decidió encerrarme durante tres horas en el cuarto de la lavadora para poder quedarse a solas con mi madre. Aún me acuerdo del murmullo que hacía el agua al caer por las cañerías y siento el gélido aliento de la oscuridad al arroparme. No recuerdo nada de lo que pensé aquella tarde porque mi mente estaba ausente, moribunda, atenta de cualquier ruido que pudiera alimentar mi miedo. Permanecí durante horas agazapada mientras los escuchaba gritar al otro lado de la puerta. No podía ignorar el temblor que reproducía el suelo cuando se perseguían y el silencio que reinaba al encontrarse.
Por aquel entonces la relación que manteníamos mi madre y yo resultaba enfermiza, casi asfixiante, y el hastío que eso le ocasionaba a mi padrastro me divertía. Él, por otro lado, no dejaba de burlarse de mi apego y del temor que la oscuridad me producía, provocando que poco a poco me convirtiera en una niña tímida y asustada.
Cada noche, cuando las últimas luces de la calle se atenuaban, me deslizaba a hurtadillas para refugiarme entre los brazos de mi madre. Ella era una mujer fuerte y orgullosa, y solía ignorar las burlas de mi padrastro acunándome junto a su piel en cuero. Yo me regocijaba con el tacto de su pecho mientras lamía la miel de sus senos. Al hacerlo sentía cómo crecía el fuerte lazo que nos unía y solía observar a mi padrastro con mirada pilla, como si quisiera hacerle entender que aquel era un terreno vedado y que ella me pertenecía. Pero con el transcurso de los años mi madre acabó negándome su compañía.
De pronto me vi abandonada y vulnerable ante cualquier ser extraño que quisiera entrar en mi alcoba. Hasta el más mínimo murmullo me helaba la piel y comencé a intuir entre las tinieblas una gélida mirada que me observaba aunque yo no la pudiera ver. Esa sensación de vacío y angustia me estuvo atormentando durante años y, de vez en cuando, creía distinguir bajo la ventana una sombra que se deslizaba junto al armario hasta ocultarse detrás de la puerta. Yo, por el contrario, permanecía durante horas rígida como un clavo, vigilando de soslayo aquella desconocida figura sin atreverme a respirar siquiera.
Al morir mi madre las pesadillas no tardaron en propagarse envenenando cualquier resquicio de tranquilidad que me quedase. La sensación de estar siendo observada se extrapoló a mi rutina: pasaba la mayor parte del tiempo rezando por que la próxima vez que me metiera en la cama, aquel ser que tanto pavor me producía no se manifestase.
Pese a todo, el momento que con tanta prudencia había querido evitar llegó sin avisar cuando alcancé la edad de treinta años. El destino quiso que aquella noche me encontrase con el espectro de mi alma, con el monstruo que tantos sueños me había robado. Los sucesos que acontecieron aún me siguen atormentando, burlándose de que, aún hoy, sea incapaz de cerciorar si aquella imagen era real y que no se tratase, en realidad, de una visión onírica que mi mente aturdida había creído presenciar.
Ya habían dado las doce y veintisiete de la noche de un caluroso agosto cuando por fin me dispuse a escribir el último capítulo de mi novela. Tenía la sensación de estar ante una trama que me haría ser una autora reconocida y conseguir traspasar el olvido que deja la muerte con su llegada. En ella hablaba de las pasiones más íntimas, de los miedos que se aferran a nuestra imaginación y que nos dejan caer en el delirio onírico; de la imposibilidad de discernir entre la curiosidad y el deseo, del miedo al abandono y a ser acechado. Sin embargo, a pesar de la belleza poética que presentaba el texto, mi obra seguía careciendo de un final enigmático que consiguiera encauzar al lector.
Deslicé la silla hacia un lado con fuerza: era incapaz de concentrarme. Hacía diez años que mi madre había fallecido y yo seguía anclada en la ridícula convicción de que volvería a verla. Por ello me resistía a olvidar la corriente de aire que arrastró consigo sus cenizas y hacía lo imposible por intentar materializarla de nuevo.
Me dejé caer sobre la cama. El íntimo sonido del vacío, tan sólo violado por el andar del segundero desde la sala, hizo que se me entornaran poco a poco los párpados. Afuera, en la noche inmensa, el viento agitaba las ramas. No tenía ganas de dormir ni me apetecía mantenerme despierta. Había llegado un momento en el que ya no me importaba perderme en un argumento, ni me incomodaba que me consumieran mis propios desperdicios. Lloré. Estuve llorando tan desconsoladamente y durante tanto tiempo que no me percaté de que una criatura negra y peluda, que había penetrado por entre los barrotes de la ventana, revoloteaba bajo el techo.
Una fuerte corriente de aire me obligó a salir de la cama. El cielo, en su interminable lucha contra la tormenta, seguía reflejando sobre las paredes las sombras de los árboles. Me acerqué a la mesilla y encendí la lámpara. Durante un breve instante me aterró la idea de toparme con el traslúcido cuerpo de un fantasma o con el rostro de mi padrastro observándome desde lejos. Pero una vez más, aquella mirada que bailaba a escondidas en algún rincón de mi mente no se presentó. Desde el cómodo refugio que me proporcionaba el calor de las mantas vigilé con recelo cada una de las esquinas: tenía un mal presentimiento. Entonces escuché un fuerte aleteo procedente del piso de abajo. Abrí los ojos con violencia. Sentí el corazón acelerado y la mente atropellada. Durante un instante temí que fuera el espíritu de mi padrastro persiguiendo el recuerdo de mi madre para arrastrarla con él hasta la cama. Cogí una linterna y abandoné la habitación.
La madera humedecida chirriaba bajo mis pisadas a medida que atravesaba el pasillo. A pesar de mis constantes intentos por mantener la compostura, fui incapaz de ignorar el escalofrío que me arañaba la espalda. Anduve unos metros y me detuve frente al dormitorio de mi madre. Cabía la posibilidad de que algún gato callejero o cualquier otro animal del infierno se hubiese colado por entre las rendijas para resguardarse de aquella lluvia invernal y que, al entrar, hubiese volcado, sin pretenderlo, el Cristo que había sobre el altar. Asentí con fuerza.
Poco a poco hice rotar el pomo y alcé una linterna para iluminar el habitáculo. Pretendía volver a la cama sin aventurarme a entrar siquiera, cuando la luz quiso intuir entre la penumbra una figura que me contemplaba desde un rincón. No tardé en alumbrarla con el pulso inquieto, rezando para que aquel contorno fuera cualquier cosa cotidiana.
Entonces descubrí que sobre la cama reposaba el cuerpo contorneado y pálido de una mujer dolorosamente bella. Su cabello rojo se deslizaba sobre las sábanas y la desnudez de su cuerpo quedaba insinuada bajo el pelaje de una decena de murciélagos que lo cubrían como un manto frondoso y negro. No reaccioné, ni siquiera fui consciente de lo que veía. Los animales se desplazaban amarrándose a sus carnes mientras ella me miraba fijamente, como si me hubiera estado esperando. Se había girado hacia mí, acomodándose el cuello tibio con una mano.
Aún con el corazón estrellándose sin control contra el pecho, observé cómo los murciélagos abandonaban los mordiscos y buscaban de un modo agresivo algo de alimento en su sangre. Pero a ella no parecía importarle. Apartó sus ojos de mí y alzó a uno de ellos acercándolo después hacia el pecho. Contemplé que el pequeño murciélago mamaba con ansia del pezón mientras ella lo acunaba y mimaba. Los demás no tardaron en querer imitarle, formando en torno a sus senos una homogénea agrupación de alas desplegadas y hocicos ávidos de leche de madre. Ella parecía disfrutar con esas bestias hambrientas lamiendo su cuerpo. La vi cerrar los ojos y disfrutar del placer que le producía la succión, cuando uno de ellos se desvió hacia su sexo. Aparté la mirada e hice el amago de marcharme. Pero cuando alcé de nuevo la vista, ella ya estaba de pie ante mí, completamente descubierta.
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Foto: Aaron Mello. Unsplash.