Nicholas Avedon: Detrás de la colina

Detrás de la colina. Libros Prohibidos

El canto de las chicharras es lo único que se escucha en el valle. Por el zumbido del sol casi se puede imaginar que fuera un gran foco colgado del cielo que no deja ver lo que hay detrás.

Encima de un pequeño risco que domina el valle, un hombre deja pasar el tiempo, despatarrado en una silla plegable de tela y metal. Un sombrero, de color indeterminado, le oculta la cara del sol y de los insectos. La barba se mezcla con el pelo y forma un traje a medida, gris y encrespado. Años de experiencia le dan la habilidad de parecer dormido mientras vigila; o quizás está dormido, pero cada pocos minutos alza los prismáticos que tiene siempre a mano. Otea el horizonte, cubriendo una distancia de varias decenas de kilómetros. Las chicharras, mientras, crepitan ansiosas. En el cielo se mueven con parsimonia grandes nubes blancas. Nada se escucha más allá de las omnipresentes chicharras .

Dispersos, se asoman restos herrumbrosos de camionetas y coches. Algún retazo de color permite ver azules y rojos desteñidos por el paso del tiempo. Con cada estación, su color va tornándose como el rojo oscuro de la tierra, parecido al de la sangre seca.

Aquel paisaje conduce al hombre al mismo bucle de recuerdos. Las risas de sus hijos, el brillo del sol reflejado en la piscina del jardín de su casa, cosquillas y la panza llena de cerveza después de comer.

Ya ni siquiera le queda un cigarro que fumar. Da un trago de agua caliente de la cantimplora y arruga los ojos. El sol hace que le duela, pero se acerca de nuevo los prismáticos y revisa una por una cada colina en la distancia. Se conoce cada curva, cada intersección, y las tonalidades de marrón que las decoran. Hasta que, como siempre, un punto en la lejanía rompe el paisaje uniforme y estático.

Deja los prismáticos y coge el fusil; tira de la palanca y la vaina vacía del interior de la recámara cae al suelo produciendo un sonido metálico. Las chicharras continúan su letanía. Empuja la bala en la recámara y levanta las tapas de la óptica de aumento. Reduce el zoom para localizar ese pequeño puntito mientras se recuesta en la silla. Apoya el codo en la rodilla y ajusta de nuevo el zoom. Más de un kilómetro. Es un hombre. Treinta y tantos. Lleva la cabeza cubierta de harapos. Apunta con cuidado al pecho y espera a que se pare un segundo. Espera. Espera y suavemente deja ir la cola del disparador de su rifle. El sonido seco del calibre .303 rasga el valle. El disparo llena todo el espacio y es lo único que existe por unos instantes. Las chicharras mudas se fríen al sol.

Cuenta los segundos. Uno, dos, tres… y lo ve caer fulminado. Apoya el rifle en el suelo y da otro trago. Vuelve a coger los prismáticos y busca más movimiento de fondo. Sigue oteando durante un par de minutos, recorriendo el horizonte de nuevo.

Las chicharras retoman su letanía. El sol sigue calentando y los buitres, ajenos a todo, siguen trazando sus propios planes circulares. Los prismáticos, desgastados y polvorientos vuelven a su sitio. El hombre toma el aparatoso teléfono y marca un número muy largo. Espera hasta que descuelgan. Es lacónico. Afirma con la cabeza y pulsa un botón para cortar la comunicación. Deja con mucho cuidado el teléfono en el suelo, al otro lado de la silla, donde su propia sombra lo protege. Aun así, lo tapa con un pañuelo descolorido.

Hubo días mejores. Días donde el sol no era un largo purgatorio. No obstante, los campos de trigo están llenos y piensa que eso es lo que importa. No como esos pobres desgraciados que intentan entrar en lo que queda de país. Ellos empezaron creyéndose mejores que el resto del planeta. Y lo eran, tenían armas poderosas. Otros también, pero a final todos acabaron pagando el pato.

El hombre sigue pensando en su enemigo. Revisa el rifle y saca la vaina del cartucho vacío con cuidado, para luego tirarla con las demás, que reflejan la luz del sol con un tono metálico sobre el polvo y la tierra. Hoy lleva cuatro. Ayer fueron tres. La semana pasada en total veintidós. Números y vainas vacías que vuelven en una caja. Al principio, cuando ellos creían que el hombre les ayudaría y se aproximaban confiados resultaba mucho más fácil. Ahora cada vez se esconden mejor y vienen en grupos más pequeños. Saca el cargador y empieza a meter los cartuchos, largos y puntiagudos en la pequeña caja de metal. Cinco. Recuerda cuando iba a cazar con su hijo pequeño. Con él nunca utilizó munición tan pesada. Al crío le hubiera asustado. No le gustaba matar conejos, ni siquiera escarabajos. Los cogía con sus manitas y se maravillaba de los colores.

«¡Mira papá!», decía su hijo en sus recuerdos. Luego alzaba las manos y un zapatero naranja echaba a volar mientras el niño lo veía ascender con aquellos grandes ojos marrones.

Alza la vista poniéndose la mano derecha como visera. Los buitres sobrevuelan el campo lleno de cadáveres ocultos entre los tallos de trigo bajo el canto metódico de las chicharras. Encaja el cargador en la hendidura del fusil y lo deja apoyado en la silla. Esperando a ser necesitado.

 

Vuelve a coger los prismáticos, oteando hacia la misma vega, un poco más al este. Y los ve.

Empuja la bala hacia la recámara y vuelve a apoyarlo sobre la rodilla. Una mujer. Madura, rubia y con gafas oscuras. Su pelo dorado le cae desordenado por la cara. Es una mujer hermosa y llena de vida. Otro estruendo y un cuerpo más cae desmadejado al polvo.

Saca la vaina usada, que cae al suelo y choca con la anterior. Parecen dos monedas cayendo una encima de la otra, mudas y doradas. Vuelve a empujar otra bala a la recámara, clac, una sinfonía metálica e imparable.

Una niña le mira por el visor. Diez o doce años. Empieza a ser una mujer. Está llorando, quieta. Dispara, antes de que pueda dudar. Es su deber. «Los niños son siempre una trampa. Nadie en su sano juicio avanzaría por un campo de minas para enfrentarse a francotiradores con sus hijos. Van cargados de explosivos».

 

Las chicharras vuelven a sustituir el sonido del trueno. Los buitres amplían sus círculos y el sol le pide que eche otro trago de agua. Deja el rifle en el suelo y bebe. No puede evitar pensar en el rostro de la niña que acaba de abatir. Rubia como un ángel. Frágil como un trozo de escarcha. Lucha por expulsar esa imagen de su interior y piensa en su hijo Ángel. Su pequeño hijo carbonizado por las bombas. En su mujer Ágata, ahogada por las inundaciones, junto con el resto de su familia. Sus cuerpos tendidos en la calle, formando parte de las hileras de cadáveres. Piensa en ello cada vez que dispara.

Todavía distraído, en el extremo más borroso de su visión lateral, percibe un movimiento lejano. Deja la cantimplora y enfoca con los prismáticos hacia el este, casi en el límite de su zona. El trigo oscila y unas sombras emergen por encima. Pese a estar agachados cuenta varias decenas de figuras que avanzan a gran velocidad. Sin dudarlo, tira los prismáticos al suelo, coge el teléfono y marca rápidamente. Unas palabras bastan para comunicar lo que ocurre.

Sin perder un segundo. Carga de nuevo el fusil y regula la mira. Están cerca, a menos de 800 metros. Ajusta el visor y calcula la deriva. Localiza el primer blanco y dispara. No se molesta en averiguar si ha caído. Saca la vaina, que todavía echa humo. El olor a pólvora se le impregna en la garganta. Hubo un tiempo que este olor le gustaba. Ahora lo huele por las noches, cuando recuerda a su familia cuando vivía, no sus cadáveres. Empuja la siguiente bala y vuelve a mirar por el visor, que de vez en cuando atrapa un rayo de sol y le ciega. Una mujer joven, adolescente, muy delgada que corre con el rostro desencajado en línea recta hacia él. Dispara al cuerpo y antes de bajar la mira, la ve caer, como si se hubiera quedado sin piernas.

Saca la vaina y vuelve a cargar, sudando bajo el infierno de un sol implacable. Otro blanco. Y otro. Y otro. Saca el cargador y empieza a meter balas, sin ganas, pero sin dejar de hacerlo. Vuelve a meterlo en el fusil y antes de que alce el visor, un sonido eléctrico, un zumbido potente le sobrevuela. Dos drones avanzan a toda velocidad hacia el grupo invasor. Escucha varias explosiones. No escucha gritos, solo el sonido de los artefactos sobrevolando la zona, un sonido grave y poderoso que distingue su presencia con claridad. De pronto, uno de ellos hace un amago de caer, como un resbalón en el aire. Un chispazo salta del aparato y cae como una pájaro sin alas. El otro aparato sobrevuela ya su posición, veloz como un colibrí, de vuelta a la base.

 

De nuevo el silencio y las chicharras comiéndoselo poquito a poco. El trigo se mueve al compás de una suave brisa, como un mar de espuma plateada y olas doradas. El olor a cordita le inunda las fosas nasales y, antes de poder iniciar cualquier pensamiento, el teléfono suena de nuevo. Lo coge y asiente con la cabeza, secándose el sudor de la frente con la otra mano.

Cuelga y, por unos instantes, duda de su siguiente paso. Deja el teléfono en la silla, tapado por el pañuelo, como si fuera un bebé. Busca en la mochila y saca unas gafas de sol y una pistola, que se coloca entre la espalda y el pantalón. Comienza a caminar hacia el lugar donde ha caído el dron.

Ver el campo de trigo desde lo alto es una cosa, avanzar entre él es otra diferente. A cada paso, decenas de tallos se inclinan hacia delante. Siente el grano crujir bajo las botas. Avanza hacia la carnicería. Reconoce un rostro, el primer hombre al que disparó y ve su pecho destrozado. Detrás, ve a la chica, encogida en posición fetal con un agujero de carne sanguinolenta justo debajo de las costillas; sumergida en un charco de sangre. Después dos jóvenes y un niño. Tendrá la edad de su hijo. También es moreno y tiene los ojos marrones. Los mira a todos e imagina una familia. Aparta la mirada, buscando los restos del dron. El motor se ha desgajado del cuerpo principal y decide que es más importante rescatar el cerebro. Ha caído al lado de una chica que ha quedado desfigurada por una explosión; solo le queda un brazo y tiene la mitad de la cara destrozada, pero aún respira. Le mira con resignación mientras un hilillo de sangre cae de su boca.

El hombre saca la pistola y la amartilla mientras ella alza lentamente una mano temblorosa con unos papeles escritos con tinta azul. Es una letra redonda de mujer. El reflejo del sol sobre la superficie pulida de la pistola le desconcentra por un segundo.

El disparo tiñe de rojo las páginas, que caen en un manojo al suelo. El hombre no daría más importancia al asunto si no fuera porque reconoce el diseño de un dibujo en ellos. Un dibujo de un perro, unos dibujos animados que veía su hijo. Coge un papel al azar, con un instinto que no sabe reconocer.

Su inglés siempre fue malo, pero consigue leer cuatro frases, escritas con buena caligrafía.

¿Con qué sueñas, Manuel?

¿Sueñas con tu hijo Ángel?

¿Echas de menos a tu mujer Ágata, ahogada junto al resto de tu familia?

¿Desde cuando tienes un lunar morado en el brazo izquierdo?

Extrañado, relee el texto. Entiende bien lo que dice aunque la última frase no parece tener sentido. Sacude la cabeza, pero aún así se guarda el papel en el bolsillo del chaleco. Enfunda de nuevo la pistola y vuelve caminando hacia su posición, cargando el dron.

Ya en su silla, se sienta confuso y saca el papel de nuevo. Recuerda al perro. Reconoce el mismo recuerdo, perdido, dando vueltas en su cerebro. Se sube la manga, buscando un lunar. No, en el otro brazo. Se quita el chaleco y luego la camisa. Se palpa. Sí, es muy grande. Sería difícil no recordarlo, parece una verruga azul. La toca. No recuerda haberla visto antes. La toma entre sus dedos y siente algo.

Siente que se desprende de su piel y nota un tirón debajo. Extrañado, agacha la cabeza y ve algo parecido a un cabello muy fino. Tira con cuidado, siente algo impreciso, pero no es dolor. Algo parecido al frío y al fuego girando sobre sí mismos. Saborea un helado de limón. Escucha plumas revoloteando, plumas rojas y amarillas. Esto no debería estar pasando, pero ocurre. Tira y tira del lunar entre sus dedos y la piel de su brazo de pronto cae el suelo, dejando ver una mano y un brazo mecánicos que brillan bajo el sol. Mueve los dedos para comprobar que es la suya. El hilo cuelga todavía de su brazo, como una cremallera a medio descorrer.

Respira. No tiene miedo, pero se siente desnudo. Saca el papel de nuevo y lo relee una y otra vez. Niega con la cabeza y se levanta bruscamente. Corre hacia donde estaba la mujer, aplastando de nuevo el trigo, sufriendo el sol implacable y el cansancio acumulado. Aún jadeando recoge el resto de papeles a pesar de que algunos han volado. Los observa dispersarse por el trigal con manchas rojas y rasgados por el viento, buscando el sol.

No te llamas Manuel.

Tienes el cerebro de Manuel.

O cualquier otro al que han programado sus recuerdos, para justificar lo que haces.

Tu familia murió hace décadas, lo mismo que tú.

Vives para cazarnos, para evitar que sobrevivamos.

Ayúdanos. México ya no existe. Los Estados Unidos tampoco.

Hazlo por Ángel. Por ti. Por nosotros. Por la raza humana.

El hombre, todavía con el pellejo colgándole del brazo, estruja el papel con la mano mecánica. Mira a la mujer muerta en el suelo. Siete cadáveres. Igual que los cuerpos de su familia en su memoria. Contempla fascinado su mano humana e intenta recordar algo diferente, algo de lo que ocurrió entre la catástrofe y el trabajo de tirador, pero no encuentra nada. Retazos de un papel, recuerdos similares donde lee unas líneas ensangrentadas y, después, los mismos recuerdos, una y otra vez, en un bucle sin fin. Mira por última vez a la muchacha y se agacha para tocarle el rostro, pero su mano metálica no sabe de tibieza en la piel. Sus ojos todavía le miran suplicantes. Se baja la manga de la camisa para tapar el brazo robótico y vuelve a la silla arrastrando los pies. Saca un guante de la mochila y una tira de esparadrapo con la que cubre el interior mecánico. Vuelta tras vuelta, la tira de esparadrapo recorre el brazo hasta la muñeca, donde se junta con el guante. La imagen de algo parecido llega a su memoria.

 

Se agacha y da un trago de agua caliente en la cantimplora. Sentado en su silla, toma de nuevo los prismáticos y otea el horizonte. Las chicharras continúan su plegaria, esperando que el sol decida empezar a caer tras las montañas, mientras el papel que sostenía, vuela libre hacia ninguna parte.

Nicholas Avedon

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Foto: Thomas Quaritsch. Unsplash.