Nieves Mories: La marea

La marea. Libros Prohibidos

Me la devolvieron las olas cuando los días que pasé esperando ya se habían convertido en semanas. Traía espuma en el pelo y los pies sangrando, su vestido verde parecía un tornado de algas enredado en su cuerpo. La marea muerta arrastró con ella peces agonizantes y corales de ceniza y después se retiró rugiendo; la playa pedregosa quedó sembrada de cadáveres que aplastó al caminar.

Sonreía. Traía luz en el rostro y sombras en la mirada. Sombras muy negras, tanto que me costó mirarlas. Pero sonreía triunfante. Y eso sólo podía significar una cosa: había estado allí y encontrado el camino de vuelta. Nadie más podía decir eso. Nadie que yo supiera, al menos.

—He vuelto. Lo has visto, eres mi testigo. He vuelto de allí.

No era yo a quien veía. Sus ojos se deslizaban más allá de mí, escrutando… quién sabe el qué. Pero había vuelto y eso era lo importante. Vino con la pleamar, de donde nadie más lo había hecho. Y yo lo había visto, con ojos agotados de tanto esperar y esperar. Fui su testigo, sí. De cómo vino y de cómo se marchó, mientras lloraba y le suplicaba que no lo hiciera. No quiso escucharme. ¿Por qué iba a hacerlo esa única vez, precisamente?

La cogí en brazos para sacarla de la playa. Pesaba lo mismo que un suspiro e iba dejando un reguero de sangre y agua salada. Hasta nuestra casa en el acantilado la llevé, liviana y sonriente. Con la luna en sus ojos alucinados y algas negras en los cabellos. Era un animal fantástico con la cara de una colgada de litio en un buen viaje, que había decidido no quedarse varada entre las rocas.

¿Me la devolvieron las olas o fue su voluntad la que la sacó de allí? Hubiera creído cualquier cosa si de ella se trataba. Aunque en todos esos días, semanas, meses, no pensé que… No. No lo creía. Aunque una vaga esperanza, algo parecido a la fe en una diosa lejana e inalcanzable, hacía que bajara todas las noches, al subir la marea, por si ella decidía regresar. Por si el mar me lanzaba bajo el hechizo de la luna llena su cuerpo muerto, devorado por los peces. Susurré viejas melodías que cantamos de niñas e inventé oraciones a lo que no existía solo por ver su rostro una vez más, sereno, despreocupado, como el día que se fue y me dejó sola, esperando por ella.

El mar rugía y se encabritaba mientras le saqué las esquirlas de obsidiana de los pies, y le lavé los cabellos para dejar las algas y la sal en el fondo de la bañera, arremolinándose con la sangre y la arena. Busqué su pulso, por supuesto, aunque su piel tibia me decía que estaba viva, y ahí estaba, fuerte y rítmico, el eco de su corazón férreo, más enérgico que las olas, un acorazado indestructible ante la muerte.

—He vuelto. Lo has visto. Y yo te he visto a ti, esperándome. Siempre esperando.

Claro que lo vi. El mismo vestido verde con el que se fue pero la voz agostada y marchita. Una sirena heroinómana a mitad de camino entre la realidad y el sueño. Mi sirena perdida, que por fin había regresado a casa desde allí, del lugar donde nadie había vuelto jamás. Lo que no sé es si ella me vio a mí, perdida como parecía estar bajo otro cielo, otras nubes. En otra casa que no era la nuestra, a la que miraba sin ver.

Como a mí.

A pesar de que las yemas de sus dedos me acariciaban el rostro la sentía lejana, inalcanzable. ¿Cuánto de ella se había quedado dentro? ¿Qué porción de su mente, de su alma, de su vida, había sido reclamada como precio? No debía ser barato el pasaje al lugar donde nacen las sombras y ella, desde luego, no preguntó por el coste. Tampoco le importaba. Hubiera dado cualquier cosa por ese trayecto de ida y vuelta y de hecho, eso fue lo que hizo.

Se fue caminando despacio, con su vestido verde y los pies desnudos, sin volverse a mirar, sin querer escuchar a quien gritaba para que se quedara, para que no lo hiciera.

A mí.

Ella se marchó al lugar donde nacen las sombras, de donde nadie había vuelto jamás y yo me fui al país de la tristeza y la lluvia. Ahí también es difícil sobrevivir y mucho más regresar. De hecho, todavía no lo he conseguido.

Pero la esperé y la invoqué. Con canciones y lágrimas, con oraciones y súplicas. Hasta que regresó, aunque nunca creí que fuera a hacerlo, a pesar de que todas las olas me traían el eco de su nombre y el viento el timbre de su risa.

Tardó días en parecer la misma, aunque estoy segura de que nunca volvió a serlo. ¿Cómo, después de tal viaje? Las sombras se quedaron prendidas en sus ojos y la locura en su sonrisa. Esa voz, vieja y cansada, que tan poco utilizó desde su regreso, delataba todo lo que no quería decir.

Lo que había visto.

Lo que había hecho.

Ese lugar, del que no pudo deshacerse del todo, enredado entre sus dedos, fusionado con su piel. Nunca se marchó ese aroma de algas y sal, de muerta en un naufragio. Mi gemela, tan idéntica hasta la confusión, se había convertido en la cara oscura de lo que nunca fui. Seguía viendo mi reflejo en ella, pero era tenebroso y opaco. Devoraba la luz a su alrededor y escupía huracanes lóbregos en cielos encapotados.

Mientras dormía, quería agarrarla del cuello, sacudirla hasta que chillara y llorara. Deseaba hacerle daño para que me demostrara que era ella, la misma que se marchó, que estaba viva. Que lo que había vuelto conmigo era de verdad mi hermana y no una doble sombría que pasaba horas junto a la ventana, mirando al mar en silencio. Siempre en silencio.

Pero, ¿cómo iba a interesarle este lugar, después de haber vuelto de donde nadie lo hizo nunca? ¿Lo rememoraba en sus ensoñaciones? ¿Lo echaba de menos acaso? Tal vez la respuesta fuera más simple, más prosaica. Tal vez no volvió completa. Tal vez ni siquiera volvió.

Tal vez todas esas noches de espera no significaron nada. No valieron para nada.

Por eso lo hice. Por eso y porque ella me animó a caminar a la playa.

—Te esperaré, como tú hiciste por mí. Repetiré las canciones que te oí cantarme, rezaré a esas diosas muertas que tanto te gustaban y me sentaré en las rocas aguardando a que vuelvas. Tú también debes verlo, tú también podrás regresar. Somos iguales: si una pudo, la otra lo conseguirá. Te recogeré cuando el mar te devuelva y sanaré tus heridas y entonces sabrás. Comprenderás. Ve allí y vuelve a mí, vuelve a casa. Y ya nada podrá separarnos.

Miré sus ojos de algas y luna nueva y ellos solo veían el mar.

Con la marea viva y el plenilunio, casi un año después de que ella lo hiciera, bajé de nuestra casa en el acantilado descalza, con mi gemela como sombra. Tenía tanto frío con ese vestido verde…

¿Lo sintió ella también? El aire helado, las lascas negras lacerando la planta de los pies, el miedo latiendo en las sienes. No, eso no. Ella no había temido, no había dudado. Se marchó sonriendo, lo sé aunque no se volviera para despedirse. Sonreía, igual que lo hacía a mi espalda. Quise arrancarle esa mueca lunática a mordiscos, pero en lugar de eso, seguí caminando sin mirar atrás. Si lo hubiera hecho, si me hubiera vuelto, habría echado a correr aunque me destrozara los pies hasta amputármelos. Habría volado lejos del mar, de la playa, de la luna. De ella.

Sobre todo de ella.

Y me encontré, casi sin saber cómo, a la orilla. Las olas lamieron la sangre y me devolvieron algas, las mismas que saqué de su pelo. Sus manos me acariciaron los hombros y me rozó el cuello con los labios, en un gesto que pretendía ser un beso y se desvanecía en simulacro.

Mi hermana sonreía cuando se marchó. Yo lloraba.

Para ambas, era el único lugar al que podíamos ir, aunque por diferentes motivos. Ella, devoradora y vital, debía afrontar el reto, demostrar a todos que podría volver. A mí no me quedaba nada más.

—Me quedaré aquí, en la orilla, esperándote. Como tú hiciste por mí. Volverás.

El agua era mansa y negra, me ayudaba a adentrarme más y más a pesar de resbalar en las piedras suaves y desgastadas, a pesar del vestido verde se me enredaba en las piernas. Era dulce y amable y cerré los ojos, dejándome llevar.

No habría viejas canciones de cuna para mí, ni oraciones a diosas que nunca existieron. No habría soledad y desesperación, ni tristeza o anhelo. Nadie suplicaría a la marea para que me devolvieran de donde nadie regresó jamás, hasta que ella lo hizo.

Ella no haría eso por mí.

Con el agua al cuello y las olas acariciándome la barbilla y los labios, antes de cruzar el punto del cual no se retorna, me volví y la miré.

Mi hermana, la que saqué de la marea. Mi reflejo en un espejo convexo.

—Volveré aunque tú no lo quieras, con algas negras como tu pelo, para ahorcarte con ellas por no esperar por mí. Volveré. Del lugar donde nacen las sombras. Estés donde estés.

Sonreí. Lo último que oí fue cómo ella comenzó a gritar.

Nieves Mories

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Foto: Hector Bango. Unsplash