Amelia Jiménez Graña: Cuarenta grados

Relato Cuarenta grados. Libros Prohibidos.

Esta entrada se adhiere a la iniciativa #LeoAutorasOct, que busca visibilizar las obras escritas por mujeres y fomentar su lectura.

Cuando despertó, el robot todavía estaba allí. Le extrañó, pues debía estar investigando a los nuevos vecinos. Era un Asimo 6.0 comprado por el último novio de su madre en un viaje a Japón. Ella se había enfadado mucho y, poco tiempo después, aquel matemático con aire despistado desapareció de sus vidas para siempre. Le dio pena, pues era lo más parecido a un padre que había conocido.

Miró por la ventana, con cara triste. No le importaba jugar a videojuegos, entablar conversaciones con sus contrincantes por el chat o ver películas cuando no tenía que estudiar. No echaba de menos a otros niños, porque no solía ver a ninguno. Hasta ese momento.

Hacía dos semanas que tenían vecinos nuevos. El anterior era un tipo solitario, que salía de casa a la misma hora que su madre y volvía aún más tarde. Poco había que espiar en aquella vida. En cambio, los nuevos parecían vivir fuera de casa, pues pasaban más tiempo en el jardín que dentro de ella, y Charlie se dedicaba a contemplarlos.

Eran un hombre rubio de amplia sonrisa, una mujer morena de pelo largo y dos niños. El chico, de cabellos dorados como su padre, debía de tener su edad. Charlie lo había visto corretear por el jardín y chutar un balón hacia una portería improvisada, saltar a los brazos de su padre y tirarle del pelo a su hermana pequeña. Cada día jugaban a algo nuevo, siempre juntos: a hockey con escobas, a pillapilla, al escondite… No les importaba que les diera el sol y parecían no tener calor, a pesar de ser pleno verano.

Sentía envidia. Quería un padre como aquel, que lo alzase y aupase y le diera besos. El matemático despistado se conformaba con darle una palmadita en la espalda cuando hablaban y acababa por perderse en conversaciones aburridas. Quería amigos de carne y hueso, con los que salir de casa y jugar en el jardín. Quería un perro que le lamiera la cara como el de los vecinos. Su madre no se lo permitía.

«Estás enfermo y la vida afuera no está hecha para ti», le decía casi a diario. Y Charlie no terminaba de creérselo. Se tocaba la cara delante del espejo y entornaba los ojos, abría la lengua y la estiraba todo lo que podía, se palpaba las extremidades en busca de bultos o malformaciones… Él se veía completamente normal. Quizás un poco más bajito que otros niños que veía en la pantalla de su ordenador, pero normal. Un chico del montón.

 

—Doctora Maze, ¿puede acompañarme? —dijo el guardia de seguridad.

Ella se sobresaltó. Llevaba un rato tratando de descifrar el código genético de una nueva especie y no se había dado cuenta de la cercanía del hombre.

—Sí, por supuesto. ¿Hay algún problema?

—Lo ignoro. El doctor Mynos quiere verla.

—Espere un momento —dijo ella.

Guardó la muestra en un estuche y este, a su vez, en una nevera. Desconectó el microscopio, se quitó la bata blanca y la colgó en un perchero antes de salir, escoltada por el guardia.

Atravesaron juntos un laberinto de puertas y pasillos sin mediar palabra. Solo se oía el leve ruido de sus zapatos al pisar los suelos blancos de gres porcelánico. Subieron en el ascensor principal. Se dio cuenta de cómo el guardia la miraba de reojo. No supo adivinar por qué la examinaba de aquella manera y prefirió pensar que encontraba atractivos sus rizos morenos o sus ojos verdes.

 

Charlie se aburría. Sentado en el alféizar de la ventana, contemplaba a los niños vecinos. Había abandonado todo juego en línea. Los libros que llenaban las estanterías ya no le interesaban. Hacía oídos sordos a los pitidos procedentes de su teléfono móvil. No quería conversaciones estúpidas con gente que no conocía. No quería jugar otra vez con MightyHector, TheIncredible17 o TheOneandOnly2019. Ignoraba quiénes se escondían detrás de aquellos avatares. Incluso el robot le parecía un juguete inútil, a pesar de todas sus prestaciones.

Asimo 6.0 era la versión mejorada de un androide creado por Honda allá por el año 2000. Parecía un astronauta con su traje espacial, imitaba los movimientos de los seres humanos y realizaba las tareas de la casa. A Charlie le divertía verlo subir y bajar escaleras y lo había enviado a investigar las vidas de los vecinos.

Al principio inventó nombres para los ellos. El padre se llamaría Chris, como el actor de aquellas películas antiguas de superhéroes que hacía del dios Thor. Tenía el pelo rubio y un poco largo y llevaba camisas con estampados graciosos. Ese día llevaba una camisa azul con flamencos rosas.

La madre sería Elizabeth. Tenía un aire a la heroína de la novela de Jane Austen que tanto le gustaba a la suya. Delicada, pero fuerte por dentro. Solo la había visto con vestidos vaporosos, que le daban un aspecto angelical.

El niño se parecía a Harry Potter, incluso tenía una cicatriz en la frente y gafas. Y la niña era una versión en miniatura de Audrey Hepburn, una actriz que le encantaba a su madre. El perro se llamaba Rantanplan, como el de los cómics de Lucky Luke que llenaban sus estanterías.

Eso hasta ese día. Asimo 6.0 había hecho su trabajo durante la siesta, con gran sigilo, y tenía un informe impreso sobre la familia: los Isaac.

El padre, que ahora columpiaba a la pequeña Candice, era médico y se llamaba Spencer. La madre, Claire, era química en una empresa de depuración de aguas. Jugaba a tú la llevas con Ben y su perro Ricky. Gracias a los prismáticos digitales podía verlos bien, captar sus movimientos y grabar imágenes para luego verlas en la pantalla, cuando estuviera solo. Asimo 6.0 le había conseguido fotografías más nítidas e, incluso, disponía de grabaciones de sus risas y voces.

Charlie suspiró. Contempló las paredes de su habitación, que cambiaban de color según su estado de ánimo. Últimamente las veía siempre grises. Había un par de fotos suyas con su madre, bastante recientes, un cuadro con letras bordadas que decía «Hoy es un buen día para ser feliz» y dos estanterías repletas de libros y cómics. Los había leído todos y hasta se sabía algunos de memoria. Se miró en el espejo del armario. Su tez pálida le daba un brillo fantasmagórico a sus ojos azules. Deseó tomar el sol y respirar ese aire que le venía tan bien a la familia de al lado.

 

La doctora Maze y el guardia llegaron a una puerta de acero. Él le indicó que acercara el ojo al dispositivo de acceso. Al abrirse la puerta, la mujer vaciló, pues el guardia no hizo ademán de entrar con ella.

—Me ha dicho que era una reunión a solas —aclaró él, ante su gesto de extrañeza.

Se cerró la puerta a sus espaldas. Sentado ante un escritorio inmenso, estaba su jefe, escribiendo en la pantalla incorporada a la mesa.

—¿Cómo estás, Sophia? —preguntó, sin apartar la vista de lo que estaba haciendo.

—Bien —respondió, mirando a su alrededor.

Era la tercera vez en siete años que visitaba el despacho del presidente de la Corporación. La primera, tras contratarla, él le había parecido un hombre inteligente y temible, no en vano dirigía la mayor empresa de robótica y genética del país. La segunda, un hombre arrogante, que la había degradado al departamento de Especies Alienígenas solo por no conseguir los objetivos marcados por el Consejo. Y ahora…

—Hace dos años decidimos trasladarte a otro departamento, en vez de despedirte directamente por tus escasos logros en la investigación —comenzó a decir, levantándose de la silla.

Sophia lo miró a los ojos, duros y fríos como el tono empleado para pronunciar aquellas palabras.

—Y tú nos respondiste robándonos —prosiguió, en tono amenazante—. ¿Pensabas acaso que no te íbamos a descubrir?

 

Charlie bajó las escaleras. El aparato de aerotermia que proporcionaba una temperatura estable a la casa presidía el salón. 23º, ni uno más, ni uno menos.

«No toques el mando a distancia», le había dicho su madre, conocedora de su pasión por destripar los dispositivos que tenía a su alcance. «La temperatura en casa debe ser constante, si no, te pondrás malito.» Y dale con ponerse malo. El niño cogía el termómetro de vez en cuando y este le devolvía unos valores de 36º. Consultaba en Internet y la información que leía le indicaba que su salud era perfecta. «La temperatura corporal de los niños está en torno a los 37º. Si se sitúa entre los 39º y 40º, llame al médico inmediatamente.» Seguía sin entender por qué lo mantenía encerrado en casa.

 

—Dime, ¿por qué nos has robado? ¿Sabes lo que puede pasarte por hacerlo? —Mynos alzó el puño.

—No sé de qué me está hablando. Yo no he robado nada —contestó Sophia, aguantando la mirada de su jefe.

—¿Cómo que no? Falta uno de los prototipos del Proyecto Icarus. Mira.

Levantó y apareció un holograma. En él se veían imágenes de la doctora transportando una gran caja metálica por los diferentes pasillos del edificio, hasta llegar a su coche e introducirla en el maletero.

—Me dijeron que los iban a destruir por su escasa viabilidad —argumentó ella—. ¿Qué quería que hiciera? Era mi proyecto, mi vida hasta entonces.

—Todo lo que investigáis forma parte de la Corporación. Es de nuestra propiedad, de mi propiedad —recalcó el determinante posesivo de primera persona.

—No podía dejar que lo destruyerais —siguió diciendo ella—. Faltaba poco para averiguar cómo podía funcionar mejor. Además, eso fue hace dos años. ¿Por qué salen esas imágenes ahora?

Mynos carraspeó. Sus dedos tamborilearon en la mesa del escritorio.

—Sospechábamos que seguirías investigando. ¿Has mejorado el prototipo?

Sophia calló. Si bien era cierto que pensaba seguir con la investigación en su casa, al ver las posibilidades del prototipo se encariñó. Por un lado, perdió el tiempo del que disponía para investigar. Por otro, disfrutó de aquello de lo que la naturaleza le había privado.

 

Charlie hojeó el álbum de fotografías. Solo aparecían su madre y él. «Nos abandonó antes de nacer tú», le confesó ella acerca de su padre. Por más que buscó por la casa, no había ni rastro de un señor Maze, ni de su madre embarazada, ni de él de bebé.

Un estruendo lo sobresaltó. Corrió hacia el lugar de donde procedía el ruido. En la cocina, descubrió que un balón acababa de destrozar el cristal de la ventana. Cogió la pelota y miró por la que aún estaba intacta. Ben, el niño de los vecinos, se acercaba a toda prisa y con cara de susto.

—¡Lo siento, lo siento! —gritaba—. He chutado demasiado fuerte.

Charlie se quedó desconcertado. Si tenía que devolverle la pelota, debía desconectar los dispositivos de alarma y abrir la puerta. Su madre le había prohibido salir…

 

—¿Y bien? ¿Hiciste progresos en tu investigación?

Sophia entornó los ojos y pensó en esos dos años. Transportar el prototipo fue fácil. Lo difícil fue hacer que permaneciera en casa, sin salir, y que solo sus más allegados supieran de su existencia. No le costó mucho insertarle recuerdos, enseñarle a leer o a utilizar los distintos dispositivos electrónicos para mantenerlo entretenido. Porque Charlie era un robot que aprendía rápido y eso era lo que importaba.

—En realidad, no —afirmó—. Sigue habiendo problemas con la temperatura a la que el prototipo puede sobrevivir. No debe recalentarse.

—Eso, ¿qué significa? —preguntó el señor Mynos.

—A una temperatura de 40º los circuitos del prototipo empiezan a fallar —confesó.

Charlie abrió la puerta de la cocina. No pasaba nada si le daba la pelota a Ben y volvía a encerrarse en casa.

—Temperatura comprometida, temperatura comprometida, sellado en tres, dos… —comenzó a decir el robot Asimo. Charlie lo desconectó antes de que arreglara la ventana y le impidiera conocer al vecino.

—¡Hola! —dijo el niño—. Perdona por lo de la pelota. ¿Están tus padres en casa?

—No —dijo Charlie, incapaz de decir nada más. Se había quedado parado en el umbral, con el balón en la mano.

—Ah, pues luego se pasarán mi papá o mi mamá y les dará los datos. Siento haberos roto la ventana.

—¿Cómo… cómo te llamas? —logró decir Charlie, aunque ya lo sabía.

—Me llamo Ben. ¿Y tú?

—Charlie —suspiró, tendiéndole la pelota.

Ben se dio la vuelta y echó a correr hacia el jardín de su casa. Pareció pensárselo mejor y se giró.

—¡Gracias! ¿Quieres…, quieres jugar conmigo? —preguntó, desde la distancia.

Charlie titubeó. Respiró profundamente el aire y tosió. ¿Tendría razón su madre? El sol brillaba en lo alto, la hierba del jardín tenía un olor especial y ese niño… Iba a jugar con un niño de verdad. ¿Qué podía pasar?

—¡Vale! Espera un momento —le pidió.

Arrastró un macetero para dejar la puerta entreabierta y poder volver a la casa. Con Asimo desconectado, no habría problema en entrar antes de que llegara su madre y se diera cuenta.

Salió y volvió a inhalar. Sonrió, lleno de felicidad, mientras Ben le lanzaba el balón. Le dio una patada a la pelota, como había visto hacer tantas veces a ese niño, y una carcajada llenó el jardín.

 

Sophia subió al coche. El escáner reconoció su ojo y el automóvil se puso en marcha. El guardia de seguridad la seguiría de cerca en su vehículo con otros dos agentes de la Corporación. El presidente Mynos le había prometido que conservaría su trabajo si devolvía el prototipo y su diario. Mientras conducía a toda la velocidad que le permitían las leyes, intentaba pensar en un plan para escapar con Charlie.

No se molestó en meter el coche en el garaje, lo dejó en la acera de enfrente. Se sorprendió al ver una ambulancia aparcada a la puerta de la casa de los vecinos. Debía darse prisa si quería salvar a Charlie de las garras de la Corporación.

—¡Señora Maze! —gritó una voz.

Su vecino, el que le había dicho Charlie que se parecía a Chris Hemsworth, le hacía señas para que se acercara, compungido.

—No sé qué ha pasado. Su hijo y el mío estaban jugando…

Sophia echó a correr en dirección al grupo de personas frente a la casa. Vio que dos médicos intentaban reanimar a alguien en el suelo. Se apartaron para dejarla pasar. El perro de los vecinos le lamía la mano a Charlie, que sonreía, feliz. Desconsolada, contempló cómo el niño se derretía, poco a poco, entre convulsiones.

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Foto de Dan Le Febvre en Unsplash.