Ana Tapia: Las ovejas radiactivas de Kolimá

Año: 2018
Editorial: Viento Verde (sello de Cazador de Ratas)
Género: Poesía (ciencia-ficción)

La ciencia ficción hecha poesía

Aunque a algunos pueda resultarles extraño, es larga y relativamente nutrida la tradición de «poesía de ciencia ficción» en la historiografía literaria. En el ámbito anglófono incluso existe una Science Fiction Poetry Association desde 1978. Esta, hoy por hoy, premia la poesía con temáticas de ciencia ficción con una periodicidad anual y ha contado entre sus ganadores con nombres tan importantes como el de Ursula K. Le Guin, quien recibiera dicho premio en 1982.

En el mundo hispanoparlante también hay historia. De hecho, a mí no me resultó demasiado raro cuando Lola Robles anunció este año, en su taller Fantástikas, que estudiaríamos un poemario de ciencia ficción; este mismo del que pretendo ahora hablarles. Desde el primer momento en que empecé a investigar y adentrarme en la historia del género en Cuba, mi país, aprendí que el primer libro que se publicó luego del triunfo de la Revolución de 1959 ―momento a partir del cual se comienza a escribir y publicar ciencia ficción con sistematicidad y autoconciencia en el país― no fue una novela o una antología de cuentos, sino un poemario: La ciudad muerta de Korad (1964) de Oscar Hurtado. Luego, en 1966, el argentino Leopoldo Marechal había publicado El poema del robot.

Resultó entonces que, al ampliar la mira hacia el contexto hispanoamericano, existían más casos de esto que parecía una anomalía: la poesía de ciencia ficción. Un hito imposible de soslayar fue la existencia de la revista Crononauta, especializada en ciencia ficción y literatura fantástica,  que fundaron y dirigieron René Rebetez y Alejandro Jodorowsky en el México de 1964. Crononauta se propuso congregar en sus páginas las más aparentemente irreconciliables manifestaciones, entre ellas la poesía, bajo el presupuesto de que la ciencia ficción era la «nueva literatura» que removería los cimientos anquilosados del arte en el país. De manera que a la par de cuentistas del género se publicaron comics, ilustraciones y poemas de grandes autores como Nicanor Parra o Enrique Lihn.

Muchos de los postulados de Crononauta volvieron a mi memoria cuando, investigando para escribir esta nota, topé con la ciencia ficción hecha poesía y escrita desde España, que posiblemente tenga su figura cumbre en la autora catalana Rosa Fabregat. Me llamó poderosamente la atención una reseña de su libro Balda de la vida, publicado en 1991, que es descrito como un juego intelectual que toma como modelo para articular su mundo poético los cromosomas y el principio de la vida. Pero donde verdaderamente vi la imagen especular del proyecto disruptor de Rebetez y Jodorowsky fue en la iniciativa de la editorial El Gaviero, para la que Pedro J. Miguel y Ana Santos Payán han redactado un Manifiesto Sci-Fi que, entre muchas posturas interesantes, proclama que:

La poesía es el resultado de la suma [ciencia]+[ficción]. La ciencia proporciona el instrumento, la ficción lo prevé. La poesía es un arma láser cargada de presente.

Por último, como tampoco me resultaba ajena la labor que hace años realiza el fanzine MiNatura, dirigido desde Valencia por mi paisano Ricardo Acevedo y Carmen Rosa Signes, que convoca cada año a un concurso nada menos que de poesía de ciencia ficción; me dispuse a leer, bajo la guía y recomendación de Lola Robles, este poemario de Ana Tapia, con el entusiasmo de quien está a punto de reencontrarse con un viejo amigo. Sin embargo, Las ovejas radiactivas de Kolimá despertó en mí sensaciones, me hizo plantar mis pies en regiones tan desconocidas y me sorprendió de maneras que no hubiera podido prever.

El universo radiactivo de Ana Tapia

Las ovejas radiactivas de Kolimá es, como la Odisea o el Cantar del Mío Cid, un poema narrativo; aunque a diferencia de los ejemplos mencionados no podemos delimitar un elemento central alrededor del cual graviten los versos, sino que se plantea antes como la cartografía de un universo amplísimo que Ana Tapia va a ir revelando, de a poco, a partir de los textos que componen el libro. Este se estructura en cinco partes: «La Tierra», «Salutri», «Menos Cuarto», «Zórvix» y «En ningún lugar, en todos los lugares». Cada una de ellas aportará un enjambre de voces que se constituirán piezas de un inmenso rompecabezas. Hacia el inicio del texto conoceremos de la existencia de una nave generacional que ha tenido que escapar de un planeta Tierra tóxico e inhabitable. Con este punto de partida, notaremos que el tono general del libro es la melancolía y que una tristeza aguda lo atraviesa de principio a fin.

El poemario de Ana Tapia está repleto de intertextualidades. Son muy notables las referencias bíblicas y la constante alusión al éxodo emprendido por los humanos que remite, una y otra vez, al éxodo del pueblo de Israel y dota a la historia que se narra en Las ovejas radiactivas de Kolimá de una cualidad circular y un sentido premonitorio e inquietante. Pues sucede que, por más que se trate de una historia que tiene lugar en mundos lejanos y ajenos al nuestro, son nuestros problemas, nuestras batallas libradas y por librar y la condición humana sobre lo que se está poniendo una lupa de dimensiones astronómicas. Así, se traen a colación temas feministas, ecologistas y, con la incisiva crítica al antropocentrismo más miope y peligroso que padecemos, se establece la otra gran intertextualidad de la obra, luego de aquella con las Escrituras Sagradas, que es Solaris de Stanislaw Lem.

Entendíamos y a la vez no entendíamos que los seres humanos solo podían buscarse a sí mismos y que en esa búsqueda lo contaminaban todo, lo creaban todo y lo destruían todo.

Desde la primera parte del libro, la que se desarrolla en la Tierra, se alude directamente al escritor polaco. Menos Cuarto, el planeta océano, es también un guiño evidente a Solaris. Pero más allá de estos detalles, el mismo ánimo de revertir concepciones demasiado sesgadas por nuestra condición humana que aparecía en la novela de Lem se percibe en este poemario. Los humanos trasladan sus tragedias allí donde llegan; manipulan el entorno; no mutan ellos, sino que pretenden que sean los otros y lo otro lo que cambie y repiten así el ciclo de destrucción y muerte que los hizo exiliarse la primera vez de su propio planeta.

Sin embargo, y esta es la razón por la que, entre tanta melancolía, Las ovejas radiactivas de Kolimá dejan un calor reconfortante en el pecho: hay quien sí ha aprendido la lección y entendido que adaptarse, que ser permisivo, dúctil, híbrido, es la única manera de perdurar, de sobrevivir. Los seres en cuyas venas se mezcla su sangre con la sangre de los tardígrados, los que aprendieron a cantarle nanas al océano, los que resisten y hacen frente a la guardia de la lluvia; los seres radiactivos que aprendieron a convivir y amar su propia radiactividad hacen honor al consabido mantra de que la vida siempre termina abriéndose camino.

La de este poemario bien podría haber resultado una historia épica y grandilocuente. El worldbuilding diseñado por su autora era lo suficientemente complejo y engranado para que esto ocurriera con éxito. Pero la apuesta fue por lo sutil, por lo subalterno y a primera vista insignificante, y eso es lo que logra que sus lectores conecten con estos versos a tantos niveles y de una manera tan profunda.

Qué alivio, comprobar que somos la parte de la parte de la parte en una esquina sin importancia. Hace que todo parezca tan sencillo.

Sin embargo, el universo que ideó y tradujo en su libro Ana Tapia es de todo, menos sencillo. Con él se abren las puertas para entender que el género de la ciencia ficción es más bien una lengua, cuyas realizaciones y registros son tantos como hablantes posea ella misma. En Las ovejas radiactivas de Kolimá, la lengua es la ciencia ficción, pero esta es hablada con el acento blando y sereno de una nana que se nos está siendo cantada al oído a muchos años luz de distancia de nuestro hogar.

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