Año: 2016
Editorial: Kelonia
Género: Novela (fantasía)
Lo que pasa en el camino se queda en el camino
Aun a riesgo de resultar repetitivo, el pasado mes de octubre abracé por primera vez la iniciativa #LeoAutorasOct, experiencia que me resultó enriquecedora y que es seguro que voy a seguir repitiendo. Pues resulta que uno de los libros que tenía apuntados y subrayados para que entrasen en estos treinta días dedicados a las escritoras era Historias del camino, de Mariela González. Pero otras lecturas, encargos, y cierta pelea literaria que voy a comentar más adelante hicieron que la reseña se retrasase más de lo esperado. De cualquier modo, y también es verdad, lo de leer autoras debe durar todo el año y no solo un mes para colgarse la medallita.
Recién salido de la cárcel, Keith el Cojo, un buscavidas que no tiene dónde caerse muerto, intenta ganarse el pan en la gran ciudad, donde sabe que no le faltarán pretendientes para hacerse con sus servicios. Tal vez pretendiendo sentar a cabeza, prueba como mensajero en el Milano, la casa con mejor reputación de los alrededores. Deberá mostrar su valía a la misteriosa, seca y atractiva propietaria, la joven Ravza.
Historias del camino es uno de esos libros que me ha costado lo mío terminar. A ver, no llega a niveles de La broma infinita, pero sí que ha mantenido una pelea conmigo durante todo un mes, y yo normalmente despacho los libros en una semana, dos como mucho. Lo más curioso de todo es que no entiendo por qué me ha costado tanto si, como vais a ver a continuación, los elementos de esta obra por separado me han parecido de gran interés. En las siguientes líneas voy a intentar llegar al fondo de esta cuestión, aunque no prometo alcanzar conclusiones satisfactorias.
Mariela González ha hecho de la literatura su forma de vida. Es una estudiosa de los libros y se ha especializado en el género fantástico. Y salta a la vista. El estilo, el ritmo, la narración y el lenguaje son impecables. No es tan simple mostrar un mundo totalmente distinto al nuestro de forma clara y que, al mismo tiempo, resulte verosímil. Solo le pongo la pega de que utilice el sistema métrico, que siempre me chirría un poco en este tipo de libros, una nimiedad, ya que lo demás está impoluto: avanza sin pausa, no dejando atrás ningún detalle importante pero tampoco regodeándose en ellos; sabe manejar el ritmo, el entretejido de la acción y los momentos valle; dónde colocar el foco de atención; cuándo ser más lírica; cuándo más pragmática.
Decían algunos cuentos infantiles que el Destino era, en realidad, alguien como él: un mensajero de la Diosa, irresponsable, que dejaba caer la entrega destinada a cada ser humano en los sitios más insospechados. Por supuesto, todos acababan por encontrar lo que les correspondía, de un modo u otro. Aquel mensajero visitó a Keith cuando abrió sin motivo alguno la caja. Estaba tumbado cual largo era en el suelo, a la sombra de un árbol, y se sentó de golpe, asombrado.
La llave no estaba allí, claro, pero la caja no estaba vacía. En su lugar había una moneda de oro, con un faisán por una cara y un triángulo en la otra.
Uno de los aspectos que mejor necesita trabajar una obra de estas características es la construcción del mundo que sirve de escenario a la acción, o lo que es lo mismo, el dichoso worldbuilding. Pues resulta que Historias del camino también destaca en este aspecto. A su autora no le tiembla el pulso a la hora de mostrar detalles de este mundo, del mismo modo que también esconde otros deliberadamente. La información que llega al lector es la suficiente para que lo que ocurre en el preciso momento tenga empaque, no chirríe. Y, al mismo tiempo, da la sensación de haber mucho más allá, de existir un mundo rico rodeando a los personajes principales con su historia, sus características especiales y esos pequeños detalles, como que en lugar de «¡Dios!» se exclame «¡Diosa!», que llenan de color la narración y dan una vida necesaria.
Tampoco es una novela impersonal, de perfecta ejecución pero sin alma, ya que en Keith el Cojo nos encontramos con el siempre bienvenido personaje carismático al que es imposible no terminar queriendo —la autora incluso juega con esta empatía en la última parte del libro, cuando hace sufrir al lector poniendo a Keith desde el principio al borde de la muerte—. Nos encontramos con un adorable caradura, tunante de malas formas pero buen fondo, tipo duro lleno de imperfecciones con quien te tomarías unas cañas —pero con quien JAMÁS deberías jugar a las cartas ni nada en lo que cuente lo más mínimo la suerte—. En este aspecto, he echado de menos un personaje que le diera la réplica a Keith. Si bien Ravza cumple este rol a la perfección, la poderosa jefa del Milano termina diluyéndose bajo la sombra del protagonista, sobre todo desde el momento en el que empiezan a ser pareja.
Echó la cabeza hacia atrás, hacia el cielo, cerró un momento los ojos. El cabello le acariciaba el cuello, culebreaba con al viento. La trémula luz que se filtraba por las nubes espesas le daba un color de fuego viejo. Keith se preguntó qué le pasaba entonces por la mente, qué podía haber suscitado aquella conversación velada, aquel teatrillo fugaz de sombras chinescas. Sintió de repente una extraña opresión en el pecho y se dio cuenta de que se moría de ganas por saberlo. Y por imitar al viento y jugar él también con sus labios por aquel cuello blanco, recorriendo los caminos que sugería la piel tersa.
Fantasía clásica veraz y revisada
Sigo buscando motivos que expliquen mi tortuosa relación con Historias del camino. Y mucho me temo que lo que viene a continuación me va a poner las cosas más difíciles todavía, ya que hay aquí una de las cosas que más me pueden gustar en un mundo —en principio— medieval: la mezcla de fantasía y ciencia ficción. Aquí puedes encontrar magia y tecnología conviviendo a la vez y en armonía —más o menos— ante la incredulidad de la inmensa mayoría de la población que repudia tanto una cosa como la otra. Y es que ¿por qué ceñirse a lo que se espera que aparezca en una obra como esta? ¿Por qué dar la espalda al desarrollo de la ciencia a favor de la magia? Romper las reglas y quedarse tan ancha, eso hace Mariela González sin dejar de salir airosa.
—He visto cosas que no creeríais, que no podrías imaginar aunque te las describiera con todo mi empeño. Mundos qen los que hay barcos que ascienden hasta el cielo, más allá de la vista, y surcan las estrellas. En los que cualquier enfermedad, incluso las mutilaciones, tiene una cura. En algún momento volveré a alguno de ellos… y puede que encuentre el modo de regresar a casa sin que suponga mi muerte.
Mi falta de respuestas es más evidente todavía cuando, para colmo, Historias del camino hace algo que los demás libros suelen pasar por alto: reflejar con precisión los estragos del paso del tiempo. No es que nos encontremos con una nueva Cien años de soledad, pero la autora muestra los cambios naturales en la vida de los personajes a lo largo de los años. Y no me estoy refiriendo solo a la llegada de la vejez, sino a los cambios políticos que se pueden dar en los propios países. Moraleja: nada es para siempre, por mucho que te digan.
Para ir acabando, podría definir Historias del camino como un castillo que es a la vez poderoso y recio, pero cuyos remates están bellamente terminados. Y, sí, habéis acertado, no tengo ni idea de por qué me ha costado tanto sacar adelante esta lectura. De hecho, ni siquiera sé por qué esta obra no se ha convertido en una de mis favoritas del año. Esto me hace reflexionar, y es que un libro no tiene que enganchar para ser bueno o malo, su calidad no la marca la velocidad a la que el lector sea capaz de devorarlo.
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Foto del camino: Gerald Murphy