Ismael Martínez Biurrun: Sigilo

Año: 2019
Editorial: Runas
Género:
 Novela (terror)

No desveles los secretos del Sigilo

Y si hace unos días os traía al fin mi primera reseña de un libro de Guillem López, hoy hago lo propio con otro de los autores españoles de terror —más thriller fantástico en este caso—  imprescindibles que tenemos en la actualidad y que todavía no había tocado: Ismael Martínez Biurrun. Y reseño Sigilo, su última novela, una de las publicaciones de la serie en tapa dura de Runas (Alianza Editorial) que, por cierto, menudo escándalo de colección —Rosalera, La balada de Tom el Negro, La costa de alabastro, Lago negro de tus ojos, Cada corazón un umbral… y lo que nos queda por descubrir—.

Fede ha sido contratado para vigilar las obras de un rascacielos condenado a demolición por fallo estructural, cuando alguien se presenta con una oferta insólita: recibirá una gran suma de dinero si deja que ciertas personas suban a la azotea la próxima medianoche. La suerte quizá esté a punto de cambiar para una familia ensombrecida por la tragedia; en una remota autopista, su hermano Andrés agota el último cartucho de desesperación tratando de extorsionar a un empresario, mientras la madre de ambos busca ayuda para liberarse de los fantasmas que la atormentan. El pasado de los tres regresa encarnado en un hombre llamado Coppel, núcleo oscuro donde confluyen todas las grietas de esta familia.

En el caso de Ismael M. Biurrun, las expectativas estaban más que justificadas. Ha sido un placer embarcarme en su literatura. Este autor tiene un estilo seguro, solvente, certero, pero también plástico, muy capaz de mudar de registro, variar el ritmo o modular el tono sin que el lector se salga ni una sola vez de la lectura. Y eso después se agradece con el libro entre las manos, ya que se siente como la prosa más adecuada para el tipo de historia que Sigilo cuenta.

Sigilo. Ritual. Libros Prohibidos

¿Y qué cuenta Sigilo? Es la historia de varias personas cuyas vidas se encuentran atascadas o a punto de desmoronarse. El vigilante de un rascacielos en obras que va a ser demolido, un joven que trata de extorsionar a un empresario, una mujer que siente el espíritu de su marido fallecido; todos esos planteamientos ganan una nueva dimensión cuando van apareciendo poco a poco elementos, digamos, desequilibradores y distorsionadores: poliamor, una secta internacional, santería, trágicos recuerdos del pasado. Y a partir de aquí se mezclan con gran sutileza —y también cierta tendencia a la oscuridad, la verdad sea dicha— maravilla y mundo real. Es un espectáculo asistir a esta fusión, a este desdoblamiento de nuestro mundo y la creación de uno alternativo y fantástico. Ocurre muy despacio, sin hacer ruido, hasta que, de pronto, descubres que no hay vuelta atrás, que esos elementos «distintos» forman una parte intrínseca de la novela y que, en realidad, ya nada tendría sentido sin ellos. Requiere una infrecuente maestría obrar semejante efecto. ¿Sigilo, tal vez?

Y todo esto para tejer adecuadamente la urdimbre y conseguir precisamente lo que el autor quería: generar tensión, inquietud, mal rollo sin recurrir a ningún truco ni tirar de cliché. Y eso que Sigilo no es una novela especialmente malrrollera, que no se recrea en hechos ni imágenes perturbadores, pero sí que te tiene de continuo sobre el alambre. De hecho, si no estuviera tan bien escrita y tan bien llevada, estoy convencido de que sería una novela fácil de abandonar. Por suerte para todos, no es así en absoluto.

Demasiado perfecto, pensó Andrés.
El área de descanso era un lugar irreal, un exceso de tierra y asfalto que desbordaba la autovía en la cornisa más sombría del valle, justo donde nadie sentiría la tentación de parar a estirar las piernas o echar una cabezada, y menos bajo un aguacero implacable como el de hoy.
Por eso estaba allí.

Unos personajes fiables

Se solía decir de Hitchcock que él apenas daba instrucciones a los actores, sino que los soltaba en su posición delante de las cámaras y los ponía a recitar el texto. Algo similar se intuye en Sigilo. Por supuesto que hay un trabajo detrás de los personajes, lo que permite que tengan su propia voz y estén perfectamente definidos. Sin embargo no es una novela de personajes. Esto no va de sentimientos profundos, ni de evoluciones complejas, que es algo que suele confundir a algunos autores, desviarlos de alguna manera cuando no es necesario aplicar carga dramática. Aquí lo que importa es que cada uno tiene su sitio y que cumple con su cometido de forma adecuada, de la mejor forma que se podría esperar de ellos. Simple, sí, pero también impecable.

Esto da como resultado unos diálogos que no son chispeantes ni llenos de agudeza, pero sí totalmente creíbles, que es lo que se pretende. Aquí la mejor forma de servir a los propósitos de la historia es asemejarse a la realidad, no deslumbrar con golpes de ingenio que quedan muy bien de cara a la galería, pero que luego no se asemejan a la realidad. Y es que la mejor forma de destacar ese aspecto fantástico que mencionaba antes es contraponiéndolo con unos personajes con los pies muy en el suelo, muy reales, muy posibles.

Fede buscó el paquete de chicles de nicotina en su bolsillo y se echó uno a la boca. De pronto se vio ridículo, allí plantado con su moto de juguete y su uniforme de segurata —había dejado el cinturón con el revólver y todo lo demás en el armero, claro está—, dispuesto a exigir doscientos mil euros como si tal cosa. Estaba a punto de rajarse y salir huyendo cuando escuchó la puerta del chalet. El aspecto de Stracquadani lo tranquilizó. En chándal, y tratando de instalar unas enormes gafas de sol por encima de sus gafitas redondas, descendió los tres escalones del porche con lentitud de galápago.

Como conclusión, queridos amigos de Libros Prohibidos, aquí tenemos una obra que hay que leer, que se disfruta pese al tenebrismo, y que esconde detalles como para estar dándole vueltas un buen rato —y rellenar reseñas y reseñas como esta—. Recomendable, sin duda.

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Fotos: Luz Mendoza. Unsplash