1. El Paulov
El Paulov era un pub de la calle Emotia. Su fachada exterior mostraba el nombre del local en letras negras perfectamente centradas sobre la puerta. Al lado de las letras, se dibujaba su emblema, la silueta de la cabeza de un dóberman, también pintada en negro y encerrada en un círculo como si la hubieran plantado ahí con un matasellos gigante. Aparte de la puerta, la fachada no presentaba ventanas, tan solo una hilera sobre otra de ladrillos idénticos y de color gris. El gris, de acuerdo con el Decreto 276/2020, identificaba al Paulov como un pub para personas tristes, hurañas, y antipáticas. Cada local de la calle Emotia estaba diseñado de acuerdo a una emoción determinada, y el color estandarizado de sus fachadas ayudaba a distinguirlo. Amarillo para los alegres. Rosa para las parejas que flirteaban. Verde para los esperanzados. Rojo para los irascibles. Marrón para los melancólicos o los tristes. Y gris para Gaspar.
Todos los jueves, al terminar su jornada, Gaspar se dejaba caer en uno de los taburetes del Paulov, junto a la barra. Pedía alguna bebida sin azúcar, sin burbujas y sin color. Tomaría alcohol puro si lo sirvieran. Bebía muy despacio y miraba con gesto hosco al resto de parroquianos. Su aspecto agresivo le ayudaba a estar solo, su traje impecable, su calva, su verruga y sus cien kilos bien distribuidos en músculos a lo largo de sus dos metros de altura hacían bajar la mirada de cualquiera. Excepto la de Isidro.
Isidro era afable. Si se dejaba caer por el Paulov era solo por encontrar a Gaspar, como aquella tarde de noviembre.
—¡Qué hay, grandullón! —Isidro añadió a su jovial saludo una enérgica palmada en la espalda de su amigo. El resto de clientes del pub, taciturnos y silenciosos, le dedicaron miradas de reproche.
—¿Por qué no me dejas en paz y te vas a un pub amarillo?
—¡Magnífica idea! Pero tú me acompañas, ¿no?
—Ni hablar.
—Bien, como quieras, nos quedamos aquí, pero entonces invitas tú. —Isidro se giró hacia el camarero— ¡Una cerveza con limón, por favor!
—Isidro, sabes muy bien que en los bares grises nunca se invita, tampoco puedes pedir una maldita cerveza con limón, ¿qué mezcla es esa? Y llamar al camarero con tanto entusiasmo no es buena idea, toda esta gente —Gaspar desplegó su manaza y trazó con ella una curva amplia para mostrar a Isidro una panorámica del interior del Paulov— está ahora deseando que te parta la cara para que te calles de una vez.
—Vaya, Gaspar, ¿a qué viene esa bronca? ¡Creía que ya habías terminado de trabajar!
Algunos oficios, como enterrador o verdugo, tenían mala fama. Gaspar era broncador. Y un broncador muy bueno, por cierto: aplicaba siempre de forma minuciosa cada punto del decreto 191/2019 que regulaba el oficio.
—Te pasa todos los jueves —continuó Isidro, ahora en un tono más confidencial—, te veo especialmente abatido cuando sales de casa de ese niño.
—Ángel —intervino Gaspar en un carraspeo abrupto.
—Ángel… —Isidro dejó flotar el sonido de ese nombre unos segundos—. Es especial, ¿verdad?
—Todos los niños lo son, cada uno a su manera. Pero Ángel… no sé cómo explicarlo. ¿Sabes? A veces me pregunto para qué están los padres. —Gaspar al fin relajó sus trapecios y los músculos de la cara, las venas que se ramificaban en sus sienes se alisaron. Comenzó a trazar círculos con su vaso de licor sobre la barra y clavó la mirada en el bamboleo del líquido—. No es que quiera quedarme en paro, Isidro, tú me comprendes, pero los chicos como Ángel no necesitan un broncador.
—Bueno, no será para tanto, a continuación de tu horrible bronca recibe un cuentacuentos, ¿no?
—Sí, una cuentacuentos, en realidad. Belinda, nos cruzamos a veces en el portal. Pero a eso voy, no es que quiera que ella se vaya al paro tampoco, ni que Ángel se quede sin su cuento semanal… —Hizo una pausa y arrancó la mirada de su vaso para posarla en los ojos de su amigo—. ¿Te imaginas un día en la vida del chico? Una asistenta le da el desayuno, un conductor lo lleva al colegio en autobús, allí tiene a sus profesores, luego un entrenador para los deportes extraescolares, un tutor particular para ayudarle con los deberes, una profesora nativa de inglés, una cuentacuentos…
—¡Y un broncador!
—Y un broncador. —esta vez Gaspar sonrió a su amigo. Las copas chocaron, brindaron en voz muy alta, ¡por los broncadores! y salieron del Paulov cogidos por los hombros, de buen humor, en dirección a un bar de otro color.
2. La casa de Ángel
—Vaya, vaya —comenzó el señor—, veo que esta semana te has portado francamente mal.
Repasó varias veces el papel con su enorme dedo índice, recorriendo despacio la lista impresa. Ángel se sentó. No lloraría. La verruga, la calva y el tamaño de aquel hombre le estremecían. Pero no lloraría, no, sus padres estaban también en el salón.
—Comencemos —musitó el señor grande. Adoptó entonces una horrible cara de enfado y, al borde del grito, descargó una ráfaga de voces.
—¡Palabrotas! ¡Un niño de ocho años no dice palabrotas! Una el lunes a las 18:35, otra el martes a las 20:45… hoy has dicho dos, ¡dos palabrotas! —El señor puso delante de las narices de Ángel su manaza, con los dedos índice y corazón erguidos en forma de uve—. Nada más y nada menos que dos palabrotas en un solo día. ¡Que no se vuelva a repetir!
El señor apartó la mirada de Ángel para centrarse en el papel unos segundos y prosiguió.
—¿Qué es eso de que no te gustan las espinacas? —señaló al niño, ahora con un único dedo—. Las espinacas son muy nutritivas, Ángel. Además, si en el comedor te ponen un plato de espinacas, tú te lo comes sin rechistar, ¿entiendes?
El niño asintió con timidez.
—Bien, así me gusta. Que sea la última vez que tenemos problemas con las espinacas, o me obligarás a ir personalmente a la hora de comer para asegurarme de que dejas el plato limpio.
La lista continuó hasta el último de los puntos: Ángel había pegado a otro niño en el colegio.
—Me has decepcionado. —La voz del señor sonó aún más oscura de lo habitual. Ángel empezó a notar un picor en los ojos—. ¿Cómo se te ocurre pegar a un…
—¡Eso es mentira! —el niño interrumpió al broncador. Aquello significaba una transgresión sin precedentes. Igual que un reo nunca ordenaba detenerse al verdugo, un niño no podía interrumpir a su broncador, ¡de ninguna manera! El Decreto 191/2019 lo prohibía de forma expresa. Incluso los padres de Ángel salieron de su habitual segundo plano para protestar. Pero el niño no se detuvo y continuó hablando—. ¡Sólo le di un empujón! ¡Lo fingió todo!
Gaspar observó los ojos de Ángel y supo que decía la verdad. Se quedó paralizado. No debía cuestionar la lista de puntos que le habían facilitado sus clientes, los padres, pero estaba seguro de que el niño tenía razón.
Sonó el timbre. Era Belinda. Gaspar comprobó que la hora de la bronca, en efecto, acababa de cumplir.
—¡Oh, perdón! Creí que habían terminado. Puedo volver más tarde si lo desean, no quisiera molestar.
—No molesta en absoluto, señorita Belinda. De hecho, no puede ser usted más oportuna —la voz del padre de Ángel sonó casi ridícula—. Verá, Ángel ha hecho algo horrible y merece un castigo ejemplar. A partir de ahora, no habrá más cuentacuentos. Ángel, a tu habitación. Señorita Belinda, siento comunicarle que, dadas las circunstancias, debemos prescindir de sus servicios.
—¡Cállese! —Gaspar violó una docena de Decretos tan solo con aquella palabra, pero no le importó en absoluto—. Es usted un padre horrible.
—¿Es consciente de que si le denuncio podría perder su licencia?
—Me importa un carajo. —Gaspar apuntaba a su interlocutor con el índice y parecía concentrar toda la ira del mundo en ese dedo. Estaba a punto de descargar la bronca más agresiva de su vida.
3. El Dingolondango
Belinda se partía de risa con tanto desenfreno que incluso destacaba entre el buen humor reinante en el Dingolondango, uno de los pubs amarillos más famosos. Gaspar pensaba que las arrugas que nacían de la comisura de los ojos de ella cuando reía eran lo más bonito que había visto jamás.
—¿Te fijaste en la cara que se le quedó? —Su voz iluminaba todo—. ¡Estaba descompuesto! Seguro que Ángel, con lo pequeño que es, encaja mejor las broncas.
—No lo dudes, el chico es un valiente. —Gaspar hizo una pausa, respiró profundamente y bajó el tono de voz hasta el susurro—. Oye, Belinda, lo siento.
—Pero, ¿qué dices? No te preocupes por mi trabajo, tengo muchos otros niños.
—Tú y yo sabemos que Ángel es especial, lo echarás de menos.
—Claro que sí —Belinda cogió la mano del broncador—, pero tarde o temprano los niños crecen y toca despedirse. Es un momento doloroso para una cuentacuentos que, sin embargo, sabemos que va a llegar y lo asumimos. No te preocupes por el chico, tiene herramientas para salir adelante.
—Pero sus padres…
—Sssshh —le interrumpió ella—, confía en mí. Verás, los cuentos que le he contado eran… especiales.
—¿Especiales? —Gaspar esbozaba una sonrisa, ella se la devolvió.
—Sí, yo también he violado unos cuantos Decretos. No todos respondían al reglamento establecido ni a las colecciones oficiales, algunos de mis cuentos hablaban de magia y fantasía.
El broncador y la cuentacuentos quedaron pensativos, era duro hacerse a la idea de no volver a ver a Ángel. Salieron cogidos de la mano del Dingolondango. Gaspar supuso que se dirigirían a continuación a algún pub marrón donde asimilar la tristeza. Belinda, sin embargo, tiró de él hacia un local de ladrillos rosas.
«Gaspar y Belinda» forma parte de la colección de relatos Naksatra.
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Foto: Hanan Edwards. Unsplash.